Letras
El invierno de Napoleón

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Invierno. Es el viento soplando contra tu favor. Son las ventanas cerradas y los jardines sin flores. El invierno es un ángel que no guarda. Es Dios sin misericordia. Es Napoleón entrando a Rusia con soldados de verano francés. Sabes, Sebastián, el invierno esconde los colores y cubre los pechos de las mujeres. El perro largo, flaco, con una cola enrollada sobre sí misma, se quedaba mirando al viejo mientras éste le hablaba. El viejo callaba por instantes al llevarse a la boca el trago de aguardiente que escondía en una pequeña botella transparente. Las calles se iban quedando solas, los ojos carnosos del mendigo miraban sin interés las piernas de los pocos transeúntes que circulaban enfrente de él. Todos iban abrigados en colores negros y grises. El perro se echaba para rascarse con una de sus patas las orejas y su rostro salpicado por las pulgas.

Napoleón. Napoleón tenía a media Europa en sus manos, decía el hombre mientras cerraba cuidadosamente la botella. El perro seguía rascándose. ¡Sebastián! presta atención y respeta cuando hablo del Emperador. Sí, porque llegó a ser Emperador. Él, un corso, pequeño, malquerido. Emperador y amante de Josefina, la mujer de las joyas y las plantas. Dicen que se burló del mismísimo Papa y que se coronó a sí mismo. Y que Italia llegó a ser parte de los jardines de Francia. Sí, Sebastián, créeme, no es cuento lo que te cuento. Es historia, y sus personajes son reales. Él era el dueño del mundo, pero el poder enceguece el sentido común de los hombres, y Napoleón insistió en Rusia, quiso enfrentarse al invierno. Se fue con sus fieles soldados a invadir la gélida tierra de los zares y cuentan que el frío era tan violento que mataba a los caballos y congelaba sus tripas. El invierno, Sebastián, el invierno es muy jodido.

El perro se acurrucó a su lado, el viejo sonreía y acariciaba la cabeza del animal de pelambre blanco y manchas café. No seas cobarde, Sebastián, mira que más frío pasaron los soldados de Napoleón. Algunos abrían las barrigas de los caballos muertos y metían las piernas dentro de las entrañas de los animales para mantenerse calientes en las noches. Al amanecer más de uno quedó atrapado al no poder sacar las piernas de las entrañas congeladas. Dicen que gritaban y pedían auxilio pero el resto de los soldados, que más que soldados parecían ánimas en pena en los caminos del limbo, debían seguir marchando y nada podían hacer. Seguían a Napoleón, buscando a Moscú que desaparecía entre los copos de nieve y las fogatas de los pueblos que se incendiaban para despistar al pequeño conquistador.

Un joven se detuvo frente al mendigo. Con su mano abrigada le tendió par de monedas. El perro se puso alerta cuando vio que el hombre acercó la mano a su dueño.

—Tranquilo, Sebastián, que el señor no es un soldado francés ni nosotros somos ciudadanos rusos.

El hombre sonrió a secas y se fue con un paso sin adiós.

El mendigo y su perro se levantaron y caminaron hasta la tienda de víveres. El hombre abrió la puerta y el perro adelantó el paso. Uno de los empleados intentó echar al perro y cerrar la puerta a su dueño, pero el hombre de zapatos rotos le mostró las monedas: tranquilo, voy a pagar lo que lleve. Con desconfianza, el vendedor le permitió entrar. El dinero alcanzó para embutidos y un poco de pan. El perro y su dueño salieron de la tienda sin dar las gracias.

Te cuento, Sebastián, una vez encontré un libro en el basurero, era una novela escrita por una mujer inglesa que hablaba de la pasión. La escritora decía que a Napoleón Bonaparte le gustaba el pollo. El pollo y el sexo de Josefina. Imagino el sexo de Josefina escondido entre las telas vaporosas y el asfixiante corsé, esperando por los labios del Emperador que metido entre su monte de venus se convertía en un súbdito más. La boca abierta sobre su sexo francés y los pequeños pelitos de su cuca erizándose como las flores dientes de león. La rústica lengua corsa acariciando sus labios y los gemidos de la amante transformados en proclamas napoleónicas: ¡Vive le France! ¡Vive L’Empereur! Y Napoleón perdido en el almizcle de Josefina.

Sí, Sebastián, no es cuento lo que te cuento. Es historia, es Napoleón metido en la cama de Josefina. No me mires así, ya te voy a dar un pedazo de comida. A nosotros no nos corresponde el pollo más allá de sus sobras, de sus alas y pescuezos. Tenemos que conformarnos con salchichones oscuros y grasosos y un pedazo de pan rancio. Ni para pensar en un sexo tan suavecito como el de Josefina. A nosotros nos tocan las duras manos del invierno, las caricias solitarias de la madrugada, el frío colándose por mis pies y por tus patas, envenenándonos los bronquios y pulmones.

No importa que mi madre haya decidido llamarme Napoleón igual que el conquistador. Nunca tendré sus éxitos, sólo viviré sus fracasos. A nosotros, mi querido Sebastián, sólo nos toca, eternamente, Waterloo, la isla de Santa Helena.

Napoleón continuaba comiendo junto a su compañero. Un músico callejero cantaba solitario no hay amanecer en esta ciudad. Ya no puedo darte el corazón, perdí mi apuesta por el rock and roll. La canción sonaba muy mal, a la guitarra le faltaba una cuerda. El invierno se hacía de noche. El músico, el mendigo y su perro buscaban un lugar donde refugiarse. La mayoría de los habitantes de la ciudad ya estaban en sus casas cobijados por las estufas y las ventanas cerradas. Una niña aburrida se asomaba a la ventana y veía andar a un hombre con un perro, atrás lo seguía un músico con su guitarra. Iban transitando los caminos del invierno.

Y en la noche rusa los soldados desandaban entre los blancos abedules. En el camino perdían las piernas, los ojos, la vida. El corazón hacía mucho tiempo que lo habían perdido al empeñarlo para ir a la guerra. Sólo una guerra más, les decía Napoleón. Pero no fue una más, fueron muchas guerras más hasta que el invierno se convirtió en una isla exiliada con las últimas palabras del Emperador: France, armée, Joséphine.