Letras
El hombre de la pajarita

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Un hombre grueso, de piel tostada, más bajo que alto, calvo, de larga barba blanca, vestido con un deshilachado terno azul, camisa descolorida y corbata de pajarita, apoyándose en un bastón, a mediodía del sábado 31 de mayo de 1959, llega al borde de la pileta de la plaza de armas de la ciudad de Huaraz. Desde ahí, con potente voz, clama: “Huarasinos y huarasinas, estamos en peligro. Todo esto se destruirá dentro de once años. Dios me ha dicho que hay que hacer algo y rápido. No hay que perder tiempo, igual que Noé, hay que hacer un barco de madera para salvarnos”. Las numerosas personas que están ahí, sin embargo, ni lo miran.

El hombre sigue gritando. Me acerco. Sus ojos de búho me intimidan y más aun su bastón cuyo mango termina en una gran cabeza de serpiente. Luego de un largo rato, aquel hombre deja de gritar. Se sienta. Está agotado. “No se quejen, ya les he avisado”, susurra varias veces. Instantes después, se pone de pie y a duras penas se introduce en un terreno sobre el que desde hace muchos años no termina de construirse la Catedral de Huaraz.

¿Quién es ese hombre y quién es ese Noé? ¿Ambos viven en la Catedral? ¿Por qué no en el templo del Señor de la Soledad, que es el más bonito de Huaraz? ¿Qué hacen? ¿Acaso ese Noé es tan buen carpintero como el maestro Romero, el famoso ebanista del barrio San Francisco?, ¿el que hace las mejores espadas y aviones de madera del mundo? En mi casa nadie me da una respuesta. A los nueve años de edad nadie te hace caso.

Cuando pienso en Huaraz, esa escena y esas preguntas surgen tal cuales. Esté en Madrid, Nueva York, Lisboa, París, Lima, México D.F., Bogotá, o donde esté. Vuelvo a mi infancia y, más precisamente, a los momentos en que comencé a valorar cada palabra que escuchaba o leía.

Tres días después, en la cuadra cuatro del jirón Bolívar, en la puerta de la panadería de la señora Montoro, más conocida como La Carcasha, me encontré con un hombre al que siempre lo veía caminar con un libro en la mano. No sabía cómo se llamaba. Me imaginé que él tendría alguna respuesta. Me aventuré a preguntarle. Recuerdo su comprensiva sonrisa al escucharme y sobre todo su cordialidad cuando me dijo quién era Noé y cómo y por qué construyó un barco de madera. Que, gracias a ese barco, la humanidad y los animales habían sobrevivido a un largo y terrible diluvio. Luego me dijo que el hombre de la larga barba blanca se llamaba Martín Miranda. “Un anciano muy inquieto, sabe mucho de la historia no sólo de Huaraz o del Perú, sino del mundo. Se parece bastante a la estatua del Padre Eterno que está en el altar mayor de la iglesia de San Francisco. No obstante, jamás presume de ese parecido. Es una autoridad en el tema de la rebelión indígena de Atusparia. Julio Ramón Ribeyro ha hecho una obra de teatro basándose en lo que le ha dicho Miranda de Atusparia. Cuando joven fue muy amigo del escritor y periodista huarasino Ladislao F. Meza —llamado “El Cholo Meza”—, un exitoso columnista del diario El Comercio de Lima en los años 30 y discípulo distinguido del maestro Manuel González Prada. A Miranda, mi amigo el riguroso historiador huarasino Manuel Salvador Reyna Loli, lo cita varias veces. Ahora bien, no sé por qué, Miranda se gana la vida como picapedrero. La gente dice que está loco, sólo porque vive en la Catedral que nunca termina de construirse y porque nunca deja de decir que conversa con Dios todas las madrugadas. Sin embargo, creo que se equivocan. Ya verán”, me dijo.

A partir de esa fecha, cada vez que podía yo hacía dos cosas. La primera, iba a tratar de hablar con Martín Miranda y luego tratar de encontrarme con el hombre que caminaba siempre con un libro. Miranda hablaba solo, no escuchaba a nadie. No decía otra cosa que: “Huarasinos y huarasinas, estamos en peligro. Todo esto se destruirá dentro de once años. Dios me ha dicho que hay que hacer algo y rápido. No hay que perder tiempo, igual que Noé, hay que hacer un barco de madera para salvarnos”.

El hombre que caminaba siempre con un libro nunca dejó de atenderme. Es más, me contaba historias magníficas. De mujeres que se convertían en lagunas, de pájaros que con sus cantos narraban la historia de los pueblos, de gavilanes que se robaban mujeres, de mujeres que seducían a los pumas, de enanos que en las noches se convertían en gigantes, de hombres que de noche se convertían en lo que eran: en gusanos. En fin.

Cada conversación con el hombre que caminaba siempre con un libro, era ocasión para soñar con los ojos abiertos. Sus historias dichas con sencillez y gracia —lo digo con sinceridad— son las mejores que he escuchado hasta ahora.

Un año después, el 31 mayo de 1960, el hombre que caminaba siempre con un libro me regaló lo que había escrito: El mar, la lluvia y ella. Es el primer poemario que he leído en mi vida. Sólo entonces me enteré de que se llamaba Marcos Yauri Montero y de que era poeta. Hablar de todo con un poeta cuando contaba con nueve años de edad a cada rato y empezar a leer poesía de la buena a los diez. ¡Qué suerte! Así entré a la tierra de las letras.

Ese 1960 fue el segundo y último año que estuve en Huaraz. Martín Miranda siguió gritando todos los días: “Huarasinos y huarasinas, estamos en peligro. Todo esto se destruirá dentro de diez años. Dios me ha dicho que hay que hacer algo y rápido. No hay que perder tiempo, igual que Noé, hay que hacer un barco de madera para salvarnos”. Como siempre nadie le prestó atención. Es que los huarasinos y las huarasinas, menos el poeta, estaban convencidos que el hombre de la pajarita estaba loco y que no hablaba con Dios. Y ya se sabe lo que ocurrió exactamente diez años después. El 31 de mayo de 1970, un terremoto destruyó la ciudad de Huaraz.