Letras
Dos relatos

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Borrasca y calma

Fue un espectáculo de inenarrable belleza. Ella y sus disposiciones. La insoportable iluminación de un ascensor no opacó las extrañas intenciones por las que dejó todo y ahora estaba ahí, viendo cerrarse esas puertas metálicas como cuchillas eliminando cualquier posibilidad de regresar, ya no le quedó otra que apretar el botón y sentir —en la soledad infranqueable de ese momento— cómo se elevaba hacia aquello que apenas podía construir como un pensamiento posible.

El futuro como maniobra ajena a las manos que sostenían nerviosas un puñado de aire y nada más, el espejo irritante, el reflejo ajeno que decía al mismo tiempo “frena y baja, sigue y sube, camina, detente, habla, calla, desea, no sientas”, eran como los elementos dentro de una caja sin entrada ni salida, y si ya estaba ahí no quedaba más que salir cuando el aparato se detuvo en el piso escogido. En su estómago habitaban al mismo tiempo venados y lagartijas, conejos y gavilanes, gaviotas y cóndores. Caminó por el pasillo buscando la letra correcta, y a cada paso se decía “qué haces aquí, qué vas a decir, qué vas a escuchar, qué vas a mover, qué vas a recoger”, todas esas frases posibles dispuestas en un mismo plano, el arte de la espontaneidad reducido a un procedimiento aduanero; y las palabras congestionadas en la garganta como cajas de encomienda en época navideña. Recorrió en casi 3 minutos ese pasillo reflexionando taciturna que jamás, nadie, nunca le provocó semejante cantidad de sensaciones al mismo tiempo.

Llegó a la puerta, suspiró y se resignó a la exposición de sus penumbras. Tocó el timbre, el tiempo se detuvo y la puerta se abrió, él la abrió. El miedo a ser recibida por esa mirada de cazador cauteloso a la espera de su presa se desvaneció con una sonrisa de bienvenida que iluminó todo el ambiente. Se sintió flotar en esa inmensidad y se dijo a sí misma “¿qué hay detrás de esa mirada?”, y aquel reflejo en el espejo del ascensor aún dentro de ella, le respondía: “tal vez algo depravado, ¿no sentís que está ahí esperando por vos para devorarte?”; pero ni ella entraba, ni él la invitaba a pasar. Quizás ninguno sabía qué hacer en ese momento, quizás ambos estaban sorprendidos de que ella estuviese ahí, con dos pretextos, dos libros, dos regalos, dos pases a bordo, dos delitos.

Hizo un gesto heráldico, una sonrisa, un movimiento con las manos, y dijo: “¿querés entrar?”. Ella pensó: “laberinto de mundos para entrelazar, tanta belleza en dos ojos, en una sola boca. No digas nada, no hay nada qué decir cuando hay una orden suprema que sólo hay que obedecer”. Y ella entró. Y convertida en olas de mar, sucumbió ante la callada sabiduría de las manos de un dios de arena. Y así, ceremonial, el movimiento de arena, olas, espuma, hicieron de la marea un temblor mutuo y ambos —como tallo y estaca— se sostuvieron para no caer en la certidumbre de las cosas precisas y comprimidas, porque en aquel vaivén musical conspiraba la necesidad de adentrarse en mundos sin perímetros y bailar hasta el cansancio. Y así fue, tal como el sonido del mar, lleno de bramidos y susurros. De borrasca y calma.

 

La rueca de Aurora

Sosiego. Silencio. Se antojó entrar donde nadie había entrado. Quietud. Después de ellos, sólo la palabra.

Él es y luego no existe. No está en el principio. Y así, recibe su fatalidad. Montado en el andamiaje del mundo al que obedece... donde el sueño debilita la singularidad como la caries a un diente. Y se afloja... relaja su yo en una fascinación ebria, sin actitudes de protesta, sin lecturas semiológicas, sino de consigna, de falsificación si se quiere, pero no de fantasmas. De su cuerpo surgen pasajes en los que lo que existe se menea como una puerta giratoria hacia una casa en la que no hay ninguna otra intimidad distinta de hablar de nada o de todo, un galpón bajo el cual se guarda una mercadería que no se puede mostrar porque le falta el nombre.

Ella es un triste viaje en tren. Un tren de aquellos que ha empezado a envejecer. Sus ojos son como una tarde de domingo llevada de la mano de un arcángel. Su boca es como la primera mirada a través de una ventana mojada por la lluvia en una casa nueva. Su cuerpo son calles vacías de gente, en las que los silbidos y los disparos fijan la providencia. Y ningún rostro es un rostro en el grado en que lo es el verdadero rostro de su esencia. Dentro suyo hay oscuridad, antesalas a modo de pasadizos en los que uno no es capaz de encontrarse. Un salón en el fondo del mar, como un antiguo e incomprendido café con mesas y parejas en una luminiscencia de índigo profundo. El último local para el amor.

Ambos estaban en un cuadro de Chirico, se medían en las sólidas periferias de sus fortines interiores, que primero habían de ser emboscados, luego conquistados y ocupados para llegar a subyugar a su destino, dominar lo que es suyo en el destino de sus multitudes. Subrayaron patética o fanáticamente el lado misterioso de lo misterioso, y no pudieron avanzar. Más bien comprendieron el misterio sólo en la medida en que lo reencontraron en lo cotidiano por la dialéctica que distingue lo cotidiano como misterioso y lo misterioso como cotidiano.

Todo esto bailaba de un lado a otro, al ritmo de una trova dulzona y timbales de salsa cubana, como una nube de mosquitos, todos sepa­rados, pero todos admirablemente custodiados por un lienzo invi­sible, bailaban de un lado a otro en la mente de ella, donde todavía colgaba el signo de su respeto por él.

Por su parte, él y su rostro eran una placa de rayos X.

¿Cómo imaginar que se configuraría algo sustancial en el instante en que ambos se dejaron determinar por el coro de una cumbia villera?

Fallaron, porque con la realidad no se puede jugar, porque a los que se burlan de las conflagraciones del destino se los prepara para un éxodo hacia esa tierra legendaria en la que se ahogan nuestras más vehementes esperanzas, donde naufraga la fragilidad de nuestras canoas en medio de la incertidumbre, donde van siempre las mismas olas rompiendo un espacio tras otro.

Él tenía estrellas en los ojos; ella, velos de lluvia sobre el cabello, azafrán y vio­letas silvestres ...¿en qué estupideces estaba pensando? Había montado el andamiaje, había trepidado y se había estreme­cido; y ahora él desafiaba los hechos, y concebía anhelos vacíos; peor aun: mentía.

“¡Maldita sea!”, dijo ella. Pero eso también era nada... Hoy era simplemente Nada... Mañana podría ser. Y podría; pero no con la bajada del pluviómetro y con el viento soplando del oeste con tanta insolencia, rasgando los vaporosos velos de la verdad, tan cruelmente. Le parecía a ella que era un agravio terrible contra la dignidad humana, donde no había nada que contestar, sino dejar pasar la ventolera sin protesta. Aunque estuvie­ra buscando, a tientas, alguna proposición para un estado de ánimo distinto; pero no había nada que decir.

Y se durmió... con el sonido breve de un despertador que a cada minuto le anunciaba sesenta segundos más, y luego sesenta más, y sesenta más , y...