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Las dulces hierbas del estío

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El calor era el compañero continuo de nuestros juegos. Comenzaban por la mañana temprano y luego de una siesta obligada, terminaban cuando la noche, con su frescura, nos acariciaba tendidos en el pasto, tirados boca arriba, viajando por las estrellas.

El fondo de la casa estaba dividido en patio, parque, huerta y gallinero. Teníamos sesenta metros de largo para nuestras correrías, ni las plantas de tomates se salvaban, ya que los surcos que las separaban para permitir su riego, eran el refugio ideal de nuestras escondidas. Éramos una pequeña pandilla; los vecinos, Tito y su hermana Betty, de mi edad, mis hermanos menores y yo. Al ser la mayor organizaba los juegos. Mi preferido era filmar películas, los hacía sentar en el pasto o en cajones de manzanas en el gallinero, las estilizadas cañas y las gallinas eran los otros sufridos espectadores ante mis dramáticas actuaciones. Yo era la actriz y los demás personajes, todos terminaban llorando, por supuesto el gallo cacareaba, pues casi siempre me moría o hacía de monja que abdicaba de la vida por amor. Cuando Betty exigía su derecho de hacer ella una película, la sufría especulando con un argumento que diluyera con su dramatismo el esfuerzo de mi amiga, yo Elisa Guzmán no permitiría jamás que su actuación opacara mi juego preferido. Otra diversión que nos fascinaba era organizar el bautismo de las muñecas. Con ayuda de las tías, confeccionábamos los vestidos para la ocasión. Ese día las muñecas de porcelana lucían hermosas. Entre ambas familias reuníamos unas siete. Tito se disfrazaba de cura, con unas grandes carpetas de puntillas al crochet de su madre y la tarde se convertía en fiesta. Masitas, sándwiches y para beber, granadina. Hasta invitábamos a otros chicos de la vecindad.

En las tardes en las que el calor se sentía insoportable, conectábamos la manguera y nos empapábamos, por supuesto, teníamos permiso para estar en malla. A la hora de la merienda, hacíamos tiempo cortando de unas hierbas que crecían en la cerca de ligustrum que lindaba con nuestro vecino, unos frutitos de sabor agridulce al que llamábamos “huevitos”. Sentados en el césped, aromatizados por el olor de los tomatales, las flores, el verano y la niñez, comíamos ansiosos sándwiches de tomate con aceite, sal y pimienta acompañados de un cóctel confeccionado con huevos crudos batidos, azúcar y un chorro de vino moscato. No podíamos estar débiles ni delgados.

Nuestro vecino de la cerca de ligustrum era don Alberto, nos divertía espiarlo por algún claro de la ligustrina, con la excusa que buscábamos los “huevitos”. Era el vecino más rico, vivía con su mujer, concertista de violoncello del teatro Argentino, un soberbio perro, ovejero alemán y un loro. No tenían hijos, eran socios del Jockey Club y eran los únicos que tenían auto, un descapotable amarillo. Cuando lo manejaba por el barrio la gente se arrimaba a las veredas para admirarlo al pasar. Las amas de casa suspiraban por tener la vida que el matrimonio hacía.

El loro “Pepito” estaba enseñado por la mujer de don Alberto para que contestara al saludo de éste. Cuando el viejo paseaba por el parque con su perro, su pelada brillante, su robe de toalla semiabierto, dejando entrever sus flacas piernas, bajo su voluminoso abdomen, le decía: —Buenas tardes, Pepito. —El loro le contestaba: —Buenas tardes, vieja loca, vieja loca. —Nosotros nos tapábamos la boca para no estallar de la risa.

Al llegar el otoño aún quedaban tardes calurosas, si bien el perfume en el aire era otro, en la casa se olía el olor a incienso y a las velas que la abuela prendía en el altar de su cuarto por ser Semana Santa. Igualmente se percibía un cambio en el color de la luz solar y la huerta que en verano rebosaba compitiendo con las hierbas del parque, se iba marchitando, permitiendo el lucimiento de los frutales de invierno, que ostentaban la formación de sus frutos. Mi padre tenía que llegar de viaje, la casa se preparaba para recibirlo con empanadas, ahí andaban la abuela, mi tía y mi madre en todos los quehaceres. Con mis hermanos saltábamos cada tanto por unos tirantes del cuartito, donde se guardaban trastos viejos, que hacía de escalera y subíamos a la terraza. Desde ahí podíamos divisar el vasto horizonte, quebrado por alguna arboleda añosa, ya que las casas eran bajas y nos permitía mirar la ruta de acceso al barrio. Ante los retos de mi madre bajábamos corriendo de nuevo a jugar. Al atardecer al fin arribó, traía regalos para todos, para mí un pequeño y maravilloso cordero negro. Parecía un dibujo animado. Ramón correteaba por el césped, un poco descuidado por la ausencia paterna.

En esos días, al llegar del colegio y antes de almorzar, tiraba mis útiles en algún sillón del living y desesperada salía a saludar a Ramón. Jugábamos, lo abrazaba, lo besaba, sentíamos un amor mutuo. Los gritos de las mujeres eran el coro que nos acompañaban, el guardapolvo blanco se transformaba en una pintura surrealista de verdes y marrones. Las manos de mi madre quedaban coloradas de tanto fregar en la batea la complicidad de mis juegos con Ramón. Ese período otoño-invierno fue uno de los más felices de mi infancia. Los días feriados, mientras mi padre escuchaba por la radio los discursos de Perón en la Plaza de Mayo y se dedicaba a la huerta, nosotros seguíamos con nuestras correrías. Ramón no se apartaba de mi lado. El ovejero alemán de don Alberto se volvía loco con nuestro bullicio y seguro olía la presencia del corderito. Los padres de Tito y Betty eran antiperonistas, en esas ocasiones aprovechaban a deambular por el fondo de su casa para comenzar, a través de la cerca de alambre que nos separaba, una inocente conversación con mi padre, que terminaba en discusión. Reprochaban la quema de las iglesias y predecían la caída del gobierno de Perón. Mi padre exasperado les decía: —Lo que pasa es que ustedes son unos gorilas. —En el centro de la escena nosotros seguíamos haciendo de las nuestras y en el cerco opuesto, a través de la ligustrina, el ovejero alemán nos ladraba, el loro repetía —Vieja loca, vieja loca —, señal de que don Alberto andaba chusmeando las discusiones de los vecinos. Desde ya que él no se dignaría a discutir, estaba más allá de todo, era el Gran Gorilón.

Al anunciarse la primavera, los olores de las flores invadían todo el espacio, la huerta comenzaba a demostrar su presencia, las hierbas resplandecían. En ese tiempo algo personal turbó mis maravillosos días, tuve mi primera menstruación, era señorita. Mi madre asustada, ya que tenía once años, no sabía cómo encarar tan trascendental hecho. Yo lloraba y rezaba, no quería quedar embarazada. Eludía jugar con Tito, creía que ante el menor roce de nuestras manchas venenosas podía embarazarme. Las pobres vírgenes y el Corazón de Jesús de yeso, del altar de mi abuela, estarían agotados por mí súplicas. Pero no claudiqué y seguí con mis juegos.

Una noche, agotada por el trajín diario, me dormí leyendo una novela de Alejandro Dumas de una de las revistas literarias que nos traía mi padre. Tuve pesadillas, me desperté al amanecer sollozando y transpirada. Cuando llamé a mi madre noté revuelo en la casa, los mayores iban y venían, cuchicheaban. Mi tía y mi abuela me atendieron, y a fuerza de cariño y mimos lograron que me duerma. Por la mañana, era sábado, toda la familia estaba reunida en la cocina, no me llamó la atención ya que eran comunes esas reuniones cuando estaba mi padre, el mate pasaba de mano en mano mientras se charlaba de cuestiones hogareñas, en las cuales no estaban exentas las discusiones. Pero ese día estaban callados, tuvieron que contarme la trágica realidad; el ovejero alemán de don Alberto había saltado la ligustrina por la noche destrozando a Ramón, mi cordero negro. Fue terrible. De ahí en más las tardes primaverales se oscurecieron como si una fina llovizna de cenizas las cubriera. Sentía una sensación de tristeza, por primera vez conocí el adiós definitivo, la pérdida de alguien muy querido. Mi niñez se esfumaba entre los olores e imágenes con la fugacidad de esa época. La muerte de Ramón fue la bisagra que señalaba con profundo dolor el tránsito hacia la adolescencia.

Don Alberto nos citó a mi padre y a mí en su casa. Por primera vez entraba. Era hermosa; muchas plantas, muebles valiosos, fotos en las que se lucía don Alberto junto a premios obtenidos en carreras de auto, otras en el Hipódromo, su esposa ejecutando el violonchelo. Por observar todo casi no escuché lo que discutían. Don Alberto prometió indemnizarnos por el asesinato de Ramón.

El tiempo, con su juego perverso, dibujando parábolas entre la inconsciencia y la consciencia, se deslizó inclaudicable. Transitando el último lustro de los cincuenta, la situación política del país era grave, mi padre no dejaba de hablar sobre el tema, la radio ocupó el lugar predominante en las reuniones familiares. Un domingo, a la hora de almorzar, observé con extrañeza que no había movimientos habituales, recién llegada de misa con mi abuela, corrí hacia la cocina para disfrutar de los preparativos. Mis hermanos estaban sentados a la mesa y todo dispuesto para comer. Me explicaron que llegaría un asado de la panadería. Era habitual, cuando el asado era muy grande, que el panadero alquile el horno. Al fin llegó, dispuesto en una inmensa bandeja, se veía dorado con papas de guarnición. Emanaba un exquisito olor que invitaba a comerlo. En un pinche había una tarjeta, en ella estaban las disculpas de don Alberto, nos enviaba un cordero asado con intenciones de paliar en algo la muerte de Ramón. El Gran Gorilón creía que estábamos criando al corderito para comerlo. Me descompuse, una impotencia furiosa me invadió, odié a mis vecinos.

A mediados de septiembre los militares derrocaron a Perón. Era la “Revolución Libertadora”. Mi padre estaba de luto, vaticinaba tiempos cruentos para nuestro país. Cuando pasaban por la calle marchas cantando loas al nuevo gobierno, salía desesperado a insultarlos, mi madre lloraba, sabía que podía ir preso. Por las noches comentaban las atrocidades que estaban cometiendo los militares con los peronistas, los comunistas y las organizaciones obreras. Al atardecer había “toque de queda”, no se podía transitar por las calles, las leyes militares eran muy duras. Con Betty, como desafiando la fuga de la niñez, nos escapábamos después de la hora prohibida y nos refugiábamos en la pequeña empalizada de la casa de don Alberto. Ahí escondidas, espiábamos los tanques de guerra que pasaban por las calles escrutando alguna violación del “toque de queda” por parte de grupos de resistencia. Una tarde, en una de nuestras habituales aventuras, en las que de una manera masoquista, sufríamos, pues pensábamos que si nos descubrían iríamos presas y sin más nos fusilarían, escuchamos tiros dentro de la casa de don Alberto. No puedo describir el terror que sentimos. Por supuesto huimos, agachadas, protegidas por el crepúsculo, temblando de miedo, hacia nuestras casas.

Don Alberto se había suicidado, no pudo soportar una enfermedad incurable. Con el tiempo su esposa se mudó a un departamento del centro de la ciudad. El ovejero alemán fue regalado a unos amigos del campo, el loro fue obsequiado a mi familia.

Aún tengo en mis oídos, cuando al atardecer llegaba del secundario, la metálica voz que repetía: —Buenas tardes, vieja loca, vieja loca. —Entonces sentía una profunda melancolía y me iba hacia el fondo de la casa, quería ver si las hierbas aún resplandecían.