Letras
Virginia Woolf en la habitación

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Virginia se ha sentado frente al río Ouse.

Es octubre y arden los arbustos dorados y carmesíes que están a su lado. En la otra orilla mira los sauces llorones que parecen lamentarse en su soledad. Mira el bote y el reflejo del muchacho que rema. Su pensamiento se sumerge en la caña en el río. Asciende y desciende en las aguas, se detiene en la punta de la caña y siente el pequeño tirón, y la aglomeración de pensamientos en el cordel.

Se dice: “Estoy pensando, pero tendida en la hierba, qué pequeño, qué insignificante parecía este pensamiento mío; la clase de pez que un buen pescador vuelve a meter en el agua para que engorde y algún día valga la pena cocinarlo y comerlo. No os molestaré ahora con este pensamiento, aunque, si observáis con cuidado, quizá lo descubráis vosotras mismas entre todo lo que voy a decir. Pero por pequeño que fuera, no dejaba de tener la misteriosa propiedad característica de su especie: devuelto a la mente, enseguida se volvió muy emocionante e importante; y al brincar y caer, y chispear de un lado a otro, levantaba tales remolinos y tal tumulto de ideas que era imposible permanecer sentado”.

Entonces recuerda unos versos del poeta Tennyson viendo caer las hojas sobre la avenida, y se pregunta si no eran esos versos los que hombres y mujeres canturreaban en los almuerzos antes de la guerra: “Ha caído una espléndida lágrima de la pasionaria que crece junto a la verja. Está en camino, mi paloma, mi amor; está en camino, mi vida, mi destino. La rosa roja llora: “Cerca está, cerca está”, y la rosa blanca solloza: “Llega tarde”; la espuela de caballero escucha: “Oigo, oigo”; y la azucena murmura: “Espero”.

Virginia siente entonces que un fragmento de ese poema no sólo agita su mente sino que pone a mover con mejor ritmo sus piernas en la calle hacia Headingley. Cambia de compás y canta unos versos de Cristina Rosetti: “Mi corazón es como un pájaro que canta, cuyo nido se halla sobre un brote rociado; mi corazón es como un manzano cuyos brazos están cargados de frutos apiñados; mi corazón es como una cáscara de arco iris que chapotea en una mar serena; mi corazón es más feliz que todos ellos porque mi amor ha venido a mí”.

Virginia se dice cómo es posible que pueda recordar y canturrear los versos de Tennyson y le cueste tanto trabajo recordar siquiera dos versos de los poetas contemporáneos. Es una verdadera lástima que la poesía moderna no estremezca ni ponga a canturrear a la gente. “Si esta poesía incita a tal abandono, provoca en uno tal transporte, es sólo porque celebra un sentimiento que uno solía experimentar en los almuerzos de antes de la guerra quizá”.

¿Pero por qué, se pregunta Virginia, hemos dejado de canturrear por lo bajo en los almuerzos? ¿A quién hay que culpar? ¿A la guerra? ¿A las armas que se dispararon en agosto de 1914? ¿Por qué los hombres y las mujeres se encontraron de repente tan feos los unos a los otros que murió la fantasía?

Virginia piensa en las mujeres y reconoce que ha sido un golpe muy duro el que las mujeres se hayan sentido tan feas viendo el rostro de los gobernantes y el resplandor de los bombardeos. Pero la ilusión que hizo escribir con pasión a Tennyson y Cristina Rossetti aquellos poemas está haciendo falta y es cada vez menos frecuente. ¿Cuál era la verdad y la ilusión? ¿Cuál era la verdad de las casas oscuras y festivas con sus ventanas rojas al atardecer que Virginia estaba contemplando? ¿Cuál era la verdad de los sauces del río y los jardines que bajaban en pendiente hasta el río borrados por la neblina, y se volvían dorados y rojos a la luz del sol?

Quizá el corazón que puso a latir Christina Rossetti en su poema hacía que las luces del atardecer se volvieran más nítidas y profundas. Y se intensificaran los púrpuras y ponía a arder los dorados en los cristales. Pero si no ardían los dorados no debía aparecer en el poema. Virginia se confesó: “La obra de imaginación debe atenerse a los hechos y cuanto más ciertos los hechos, mejor la obra de imaginación”. Pensó en los libros escritos bajo la luz roja de la emoción y la luz blanca de la verdad. Pensó que la vida tanto para el hombre como para la mujer es una batalla perpetua. Hay que tener coraje para vivir. “Más que nada, viviendo como vivimos de la ilusión, quizá lo más importante para nosotros sea la confianza en nosotros mismos. Sin esta confianza somos como bebés en la cuna”.

Se ha puesto a pensar Virginia que, a través del tiempo, las mujeres han sido el espejo del hombre. Es un poder y una magia que ha permitido que el hombre no se vea real en ese reflejo sino del doble de lo que verdaderamente es. Sin ese don la tierra seguiría siendo un pantano, y la mano del hombre estaría aún grabando la silueta del ciervo en los restos de huesos de corderos. Y Napoleón y Mussolini que siempre creyeron en la inferioridad de las mujeres, dejarían de agrandarse si no tuvieran a una mujer detrás de ellos. Sin ellas el espejo encoge la imagen y el destino del hombre se disminuye.

Recuerda ahora Virginia a Mary Beton, su tía, que murió de una caída de caballo en Bombay, y sorpresivamente le llegó a ella una carta de un notario donde se le comunicaba que la tía le había dejado como herencia quinientas libras al año hasta el resto de sus días. Ocurrió en los días en que se le concedía el voto a las mujeres. El dinero no esperado fue providencial para ella.

“Hasta entonces me había ganado la vida mendigando trabajillos en los periódicos, informando sobre una exposición de asnos o una boda; había ganado algunas libras escribiendo sobres, leyendo a ratos para viejas señoras, haciendo flores artificiales, enseñando el alfabeto a niños pequeños en un kindergarten. Estas eran las principales ocupaciones permitidas a las mujeres antes de 1918”. Al margen de la dureza y la limitación de los oficios, Virginia recuerda como verdaderos yugos, el veneno del miedo y la amargura. Hacer un trabajo que no se desea, halagar y adular, eran un riesgo demasiado grandes que a la postre terminaban marchitando el pensamiento y el alma de las mujeres. “Es notable el cambio de humor que unos ingresos fijos traen consigo. Ninguna fuerza en el mundo puede quitarme mis quinientas libras. Tengo asegurados para siempre la comida, el cobijo y el vestir. Por tanto, no sólo cesan el esforzarse y el luchar, sino también el odio y la amargura. No necesito odiar a ningún hombre: no tiene nada que darme. De modo que, imperceptiblemente, fui adoptando una nueva actitud hacia la mitad de la especie humana. Era absurdo culpar a ninguna clase o sexo en conjunto”. También el poder había engendrado en ellos, un instinto demencial por la adquisición y la posesión. Esos instintos desagradables surgen de la carencia de civilización, se dijo Virginia viendo la estatua del duque de Cambridge y su sombrero de tres picos. ¿Acaso la herencia de la tía le hizo ver a Virginia el cielo al descubierto? En eso pensaba cuando decidió ir de regreso a casa. Se estaban encendiendo las lámparas y Londres parecía haber empezado a cambiar.

En la calle de Virginia la vida seguía su curso cotidiano. El pintor de paredes bajaba de su escalera, la niñera empujaba un cochecito, el repartidor de carbón doblaba sus sacos vacíos, la ama de casa preparaba la cena a los niños. Pensaba que dentro de cien años, las mujeres dejarían de ser el sexo protegido y se integrarían a todas las actividades y esfuerzos que antes les eran prohibidos. No se sabe qué será del ser mujer cuando no sean protegidas. En eso pensaba cuando abrió la puerta de su casa.

Ahora, bajo la luz de su lámpara, Virginia se ha puesto a meditar en qué condiciones vivían las mujeres en el tiempo de Isabel I y por qué ninguna mujer escribió una sola palabra mientras un hombre de cada dos tenía la disposición de escribir un soneto o una canción. Entonces imaginó la obra literaria como una tela de araña, como algo que no se improvisa sino que se construye desde adentro.

“La novela, es decir, la obra de imaginación, no cae al suelo como un guijarro, como quizás ocurra con la ciencia. La obra de imaginación es como una tela de araña: está atada a la realidad, leve, muy levemente quizá, pero está atada a ella por las cuatro puntas. A veces la atadura es apenas perceptible; las obras de Shakespeare por ejemplo, parecen colgar, completas, por sí solas. Pero al estirar la tela por un lado, engancharla por una punta, rasgarla por en medio, uno se acuerda de que estas telas de araña no las hilan en el aire criaturas incorpóreas, sino que son obra de seres humanos que sufren y están ligados a cosas groseramente materiales, como la salud, el dinero y las casas en que vivimos”. Medita sobre las mujeres en la obra de Shakespeare y llega a la conclusión que “no parecen carecer de personalidad”. Cleopatra sabía andar sola. Lady Macbeth poseía una voluntad propia. Rosalinda debía ser una muchacha atractiva. En esencia, “las mujeres han ardido como faros en las obras de todos los poetas desde el principio de los tiempos: Clitemnestra, Antígona, Cleopatra, Lady Macbeth, Fedra, Gessida, Rosalinda, Desdémona, la duquesa de Malfi entre los dramaturgos; luego, en los prosistas, Millamant, Clarisa, Becky Sharp, Ana Karenina, Emma Bovary, Madame de Guermantes”.

Pero eso en la literatura. ¿Y en la vida? ¿Cómo se puede concebir que la mujer sea una criatura significativa en el ámbito de la imaginación e insignificante en la práctica? Es la reina en la poesía, la inspiradora de grandes pensamientos, y sin embargo, es la ignorada en la historia, el recipiente donde fluyen los espíritus. “Las mujeres no pueden escribir las obras de Shakespeare. ¿Qué hubiera ocurrido si Shakespeare hubiera tenido una hermana dotada maravillosamente como él? Virginia ha imaginado a esa hermana y la ha nombrado Judith. Contempla a Shakespeare de niño, travieso e indómito cazando conejos. Lo ve enamorando a una vecina que le da un hijo antes de lo debido, lo ve marcharse a Londres buscando fortuna, se inclina por el teatro, empieza cuidando caballos a la entrada de los artistas, se convierte en un actor triunfal y accede al palacio de la reina. Mientras tanto, su hermana Judith se ha quedado en casa, con la misma imaginación y el mismo espíritu de aventura de su hermano. Pero sus padres no la enviaron a la escuela, no tuvo oportunidad de aprender gramática ni lógica, ni leer a Horacio y Virgilio. Cuando intentaba hojear un libro, sus padres le pedían que les zurciera las medias o vigilara el guisado. Tal vez, Judith era la niña de los ojos de su padre. Tal vez garabateara algunas páginas a escondidas en un altillo lleno de manzanas. Pero antes de que cumpliera veinte años, ya planeaban casarla con el hijo del comerciante en lanas del vecindario. Se enfrentó al padre y éste le pegó con severidad. Le pidió que no opusiera resistencia a la boda. Le prometió regalarle un collar o unas bonitas enaguas. Había lágrimas en sus ojos. ¿Cómo obedecerle?, se preguntaba Judith.

Una noche de verano se descolgó con una cuerda por la ventana y siguió el rumbo de Londres. “Los pájaros que cantaban en los setos no sentían la música más que ella”. Tenía el mismo talento del hermano para captar la musicalidad de las palabras.

También ella como Shakespeare tenía los ojos grises y las cejas arqueadas, y había ido a buscar a los artistas. Los hombres se rieron al verla. Un hombre gordo hizo una ironía sobre los perros que bailaban y las mujeres que actuaban. Lo que ardía dentro de ella era la aventura del teatro. El actor-director, Nick Greene, sintió piedad por la joven. Virginia se pregunta: “¿Quién puede medir el calor y la violencia de un corazón de poeta apresado y embrollado en un cuerpo de mujer?”.

La muchacha quedó encinta por obra del director teatral. Una noche de invierno Judith decidió ponerle fin a su vida. Yace enterrada en una estación de buses, cerca de la taberna del “Elephant and Castle”.

Ésta es, según Virginia, la historia de una mujer que en los tiempos de Shakespeare hubiera tenido el genio de Shakespeare. Espíritus como el de Shakespeare no florecieron en Inglaterra ni entre los sajones ni los británicos. ¿Cómo podía florecer un genio como el de Shakespeare entre las mujeres cuando ellas estaban al cuidado de sus niñeras, estaban limitadas por la ley, las costumbres y el poder del padre? Pero advierte Virginia que, en medio de esa precariedad, debió haber existido un genio de alguna clase entre las mujeres que dejara alguna huella en un papel, como cuando apareció Emily Brontë o Robert Burns.

Es probable que dentro de las noticias de mujeres poseídas por el demonio, por brujas zambullidas en el agua, se tuviera la pista de alguna novelista malograda. “Alguna poetisa reprimida, alguna Jane Austen muda y desconocida, alguna Emily Brontë que se machacó los sesos en los páramos o anduvo haciendo muecas por las carreteras, enloquecidas por la tortura en que su don la hacía vivir. Me aventuraría a decir que Anon, que escribió tantos poemas sin firmarlos, era a menudo una mujer. Según sugiere, creo, Edward Fitzgerald, fue una mujer quien compuso las baladas y las canciones folklóricas, canturreándolas a sus niños, entreteniéndose mientras hilaba o durante las largas noches de invierno”.

La conclusión de Virginia es que cualquier mujer con talento, nacida en el siglo dieciséis, se hubiera vuelto loca, se hubiera suicidado o se hubiera ido a vivir a las afueras del pueblo señalada de bruja. “Vivir una vida libre en Londres en el siglo dieciséis hubiera representado para una mujer que hubiese escrito poesía y teatro una tensión nerviosa y un dilema tales que posiblemente la hubiesen matado”.

Ahora está frente al espejo. Se ha recogido el cabello y ha pensado en ciertas mujeres que tuvieron que encubrirse con nombres masculinos para escribir. Piensa en Currer Bell, George Eliot, George Sand, que velaron sin éxito sus identidades. Y recuerda la sentencia perversa de Pericles, de que la mayor gloria de una mujer es que no hablen de ella. Las circunstancias adversas que han tenido que vivir ciertos escritores es ignorada y muchas veces desconocida. Aunque no se sepa qué circunstancias vivió Shakespeare cuando escribió El Rey Lear, sí es conocido el tormento que sufrió Keats al escribir poesía sintiendo la muerte tan cerca. Pero qué le importa al mundo si el señor Flaubert encontró por fin la palabra exacta para uno de sus escritos.

Mientras Virginia se sienta a escribir hay muchas interrupciones y tormentos. Los perros ladran. Alguien llega sin avisar. La salud falla. Hay perturbaciones y, si algo sale a la luz, ese es un milagro. No es suficiente la imaginación. Debe tener un corazón y una mente incandescentes como Shakespeare.

Virginia piensa en la habitación propia a prueba de sonido. Tener una habitación propia era algo verdaderamente impensable a principios del siglo diecinueve, a menos que sus padres fueran excepcionalmente ricos. Para que un poeta emprendiera un viaje, se alojara en un hotel, iniciara una gira a pie, en las circunstancias limitadas de pobreza como la de Keats, Tennyson o Carlyle, debía haber encarado y resuelto la tiranía exigencias de su familia. Si lo material era difícil, más complicado era lo inmaterial: el desprecio e indiferencia del mundo. A ninguna mujer del siglo diecinueve se le alentaba a que fuera escritora o artista. Por el contrario, se le desairaba e insultaba. Se pregunta: ¿qué necesitan las mujeres para escribir buenas novelas? “Ante todo, independencia económica y personal”.

En el único ser en que piensa Virginia, capaz de sortear todas las dificultades, sin que el ardor de su mente se apagara a pesar de cualquier contrariedad, es en Shakespeare. Cierra la puerta.