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Vitrum

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“Lo que te gusta te da nervios”.
Juan Villoro, Materia dispuesta.

“Uno siempre se ve invisible en el recuerdo”.
Ricardo Piglia, Prisión perpetua.

A Adela el primer hueso se le quebró a los siete años cuando corría al colegio para no llegar tarde. El yeso le momificó por dos meses el brazo derecho y se lo firmaron tantas veces que su indescubierta alergia a la tinta le produjo una gripe de cama. Aprovechó el reposo para leerse Las aventuras de Tom Sawyer y aprender a ser zurda. Su tendencia a caerse desde niña se notaba más, ya que una caída equivalía a semanas de carreras a hospitales a hospitales a hospitales y farmacias tan surtidas como los colores de su uniforme de primaria: blusa marrón y falda gris. Sus papás, Guillermo y Ximena, optaron por protegerla con rodilleras y casco de skaters. La primera vez que los usó llegó con retraso y, al entrar al salón, sus compañeritos pensaron que se había adelantado el Carnaval. Guillermo, al verla llegar a casa, dar un portazo, tomarse un vaso de jugo y reventarlo contra el piso con la cara descompuesta por el llanto, entendió que seguir vistiéndola así le acarrearía trastornos psicológicos.

Cuando Adela cumplió doce años una tía tuvo el desacierto de regalarle una Barbie enfermera. De la muñeca solo quedó el cabello, parecía una Barbie post-ataque-de-violación, con toda la ropa deshilachada. No es un misterio que el diminuto uniforme, impecablemente blanco junto a esa maletita en cuyo centro resaltaba la emblemática cruz roja, le rememoró los traumáticos días de terapia.

A los trece, Adela ya usaba lentes que competían en grosor con las lupas. “Unas muletas para los ojos”, razonó con la lucidez de un párroco o el desvarío de un enfermo atosigado de morfina. En fin, razonó, si se puede llegar a razonar a 40 grados de fiebre. Resumiendo, Adela quería sus lentes para releer Tom Sawyer.

Adela tenía dos hermanas, o las dos hermanas, Aleida y Aída, la tenían a ella. Aleida, la del medio, exhibía una personalidad que era el opuesto absoluto de Adela. La más pequeña era Aída, cuatro años menor que Aleida y ocho menos que Adela. Los embarazos de Ximena se disponían en perfecta progresión aritmética. Aída no tenía personalidad, o, al menos, no se podía hablar de personalidad a esas alturas de la vida, era un naufragar de comportamientos entre sus dos hermanas, un naufragar que estaba buscando un puerto donde encallar o estrellarse como los vasos de jugo y brebajes que de tarde en tarde lanzaba Adela contra piso o paredes.

En la pubertad, Adela asumió prudencias rigurosas. Caminar por una acera o por una cuerda floja era básicamente lo mismo. Una acróbata tenía tantas precauciones en el trapecio como Adela al subir o bajar escaleras. Ir al baño lo consideraba un deporte extremo. También su vida anduvo por una cuerda floja: de los siete a los quince tuvo veintinueve fracturas, destacan doce en la pierna izquierda y una craneal que por centímetros la deja en coma. A los dieciséis su cuerpo estaba rayado por cicatrices quirúrgicas.

La playa era un territorio que nunca visitaría, al menos no en traje de baño. Playa era una palabra impronunciable ante ella. Claro, se podía editar un diccionario de palabras-impronunciables-ante-Adela y uno tenía que concentrarse en lo que hablaba para no herirla. Un adverbio de tiempo podía ser devastador. Cuando una amiga mía de Cuarto año la invitó a pasar unos días en Cima Mar, me provocó azuzarla ahí mismito, delante de Adela. Pero la cordialidad —o la insidia— de Julia, así se llamaba o le llaman a nuestra condiscípula, redujo la frecuencia de sus fracturas: en cinco meses Adela no supo de yesos ni de clavos y no porque su estructura ósea se fortaleciera. En esos cinco meses, Adela se clavó a la cama toda lágrimas y ahhhhh. A partir del segundo mes comenzó a leer y promedió cuatro libros por semana que yo mismo le traía de la biblioteca de Centro Cultura. Tres psicólogos desfilaron durante ese tiempo por la habitación de mi amiga. El de más éxito logró recibir una frágil bofetada. Hubo un cuarto que probó con la hipnosis, pero, en la fase media, Guillermo ordenó que parasen vaya a saber por qué.

Yo creo saber por qué. Pero también creo que no es importante. O sí, pero ya no ahora, cuando no vale la pena hablar de lo que parecía insignificante e imposible, o de los muchos posibles que creía importantes. A los días de regresar con Julia de Cima Mar, volví a reanudar mis visitas a Adela —o a las hermanas triple A, como les llamó Julia. También reanudé mis clases de guitarra. El mar estuvo verde por allá. Uno nadaba y cuando abría los párpados no podía verse nada. A la noche me ardían los ojos y sentí que unos bichitos me caminaban por dentro de ellos, unos bichitos con patas y manos arponeadas para abrirse paso. Apenas pude abrirlos para ver la nuca y el revoltijo de cabellos del cuerpo que apretaba, la espalda de Julia. “De yo abrazar a Adela cuántos huesos le partiría”, pensé eso y me odié por pensarlo. Los ojos rojos por una semana, por el odio a sí mismos y, claro, el salitre. Gasté tres potes de colirios. Un día la Policosta me detuvo caminando por el malecón para hacerme preguntas necias sobre vicios. Le respondí que qué vicios puede tener Samuel. Al rato, me soltaron con una bolsita de manzanilla y otra de hielo.

Adela no soportaba la música alta que ponía Aleida. Le atormentaba y empezaba a gemir, como temiendo a que se le rajasen los tímpanos. Un año después del desfile de psicólogos, el 17 de junio, ahora lo recuerdo bien, fue a verme tocar. Yo tocaba guitarra con el grupo del Liceo. Yo, Samuel, aunque ayer no era ni soy el yo de hoy, que recuerda un ayer latente, no sabe cómo desclavarse los recuerdos. Me llaman Samuel y a veces me llamo a mí mismo Samuel, cuando no me consigo. Y más que llamarme grito mi nombre, por otro, un nombre secreto que solo Adela conocía. Adela siempre me hizo poner el demo en el CD player antes de irme. A veces cenaba con ella y Aleida, pero los días que no tenía clases en Centro Cultura. Para ir a clases tenía que agarrar como tres autobuses. Quedaba al otro lado de Intraciudad. De regreso cogía un taxi, si no llegaba a media noche, sobre todo en aquella época de lluvias impredecibles, de atascamientos viales impredecibles, en fin, de impredecibles.

La última vez que vi a Aleida no me despedí y, si lo hice, ese gesto estuvo más cercano a vedar un chao o un hasta mañana, me saludas a tu mamá. Después de la Pro que organizamos en su casa las cosas cambiaron. (Los recuerdos me llegan distorsionados y tengo que afinarlos, pensar con los oídos.) Mejor que ni le hable. Si por casualidad abre la puerta, cuando un futuro Samuel recuerde lo que recuerdo y pienso ahora, y, a la vez, prefiguro un Samuel inminente, revivo a otro que camina por la vereda y suele estirar sus pensamientos, adoptar poses poéticas, leer a Huidobro para robarse las letras y las miradas de sus amigas en el Liceo, y qué pantallero con la silueta de su guitarra al hombro. Y si por casualidad me atiende ella, no caer en su poco desarrollado juego de ironías. Le faltan cinco neuronas para ser sarcástica. Es insoportable. (El techo de mi habitación se hace más pequeño, como una pantalla vacía, una foto velada.) El timbre hace creer en la temporada de chicharras. Ah, eres tú, dijo y el portazo casi me despeina. Noté que tenía el pelo amarrado con una cola. Creo que la envolvía una toalla. Traté de mirar por la ventana pero el reflejo de un sol duplicado me hirió la vista. Me senté en los peldaños previos a la puerta. Al rato sentí la cerradura agitarse. Me aporreó la puerta con saña. Samuel, disculpa, ya puedes subir a ver a mi hermana, ya me estaba preguntando si no venías, dijo, y en eso apareció un tipo como de metro noventa que la agarró por la cintura y empezó a morderle el cuello como a un gatito. Casi tuve que pedirle permiso al monstruo de amapuches felinos para entrar. Este tenía el pelo mojado. Samuel ya llegó, le dije a Adela y si estaba dormida o si solo simulaba estarlo, abrió los ojos lo necesariamente rápido para que no dudara que tomó sus pastillas energizantes. Su piel vidriosa —la de sus manos y rostro eran las únicas que no estaban enyesadas— delataba, al menos, la presencia de venas, “parecían culebrillas azules, culebrillas azules y rosadas”. Y una vez se lo dije con toda la ternura de la que me sentí capaz. Si quería piropearle, tenía que triplicar mi prudencia. El comentario la hizo enmudecer. Y las ganas anacrónicas de abofetear a ese Samuel regresan con tal sinceridad que siento mi hígado retorcerse. Ese Samuel, estoy seguro, sinceramente seguro, sintió cómo esa idea se le fracturaba y lo rasgaba con filosas astillas en algún lugar dentro de él. Esos mismos trozos desperdigados de memorias, de pequeñas ideas me llevan o me arrastran o me empujan hasta ese 17 de junio en que mandé a quitar las sillas para que la gente brincase como loca cuando el concierto entró en calor. Mi decisión ignoró las consecuencias y qué consecuencias si ni sabía que Adela estaba allí, entre la bruma de brazos y cuerpos espasmódicos que se flagelaban con la música. Y qué consecuencias si a última hora Guillermo, condescendiente, la había dejado ir, total, tenía como ocho meses que ni un rasguño y el concierto iba a ser en sillas de fiesta: algo inconcebible a fin de clases.

En otra rumba que instaló Aleida como delegada de curso, la Pro, Adela sufrió un quiebre psicológico. Sus padres se habían ido de vacaciones aprovechando un puente. Como a las dos de la mañana, Adela se levantó a no sé qué y me vio estrujándole los labios a Aleida —por supuesto que con los míos. Casi todos con sus pupilas dilatadas cuando apareció en camisón de dormir, al menos, los que únicamente habían oído hablar de Adela. Lo que hizo fue gritar que ella me llamaba por mi nombre secreto y que nadie más que ella lo sabía. Comprobé el alto grado de insensibilidad de Aleida pero igual seguí estrujándole los labios. Le serví otra bebida o creo que le di un poco o un mucho de la mía. Descubrí que su sensibilidad la tenía en la nuca.

Me sentí un poco culpable por lo ocurrido, no en la Pro, sino en el concierto. Llega el momento de que yo sea él, porque no soy el mismo de hace diez años ni 17 de junio y más cabello. No es fácil. No es nada fácil. Uno se ve invisible en los recuerdos. El Samuel inmaduro, con ganas de triunfar de aquellos años, convenció a los padres de Adela para que ella fuera a verme. Siempre le había contado lo de los ensayos y que iba todo en marcha. Sacamos como diez demos para repartirlos a las disqueras, pero no tuvimos suerte. Y si no hubiera sido por el toque del viernes pasado, no recordaría tantas cosas que creía olvidadas. Cada uno de nosotros —somos dos y fuimos cinco: teclado, voz, bajo, batería y guitarra— se quedó con un demo. Yo el mío se lo presté a Adela, ya por el tiempo podía considerarlo un obsequio. Y hablo de y recuerdo el ‘99, tan lleno de todo, tan última cifra, graduación. Recuerdo veredas con números romanos y aires de simpleza cuadriculada.

 

¿Te estabas haciendo la dormida, Adela?, le pregunté. Hoy hablé con Julián y está desesperado —dijo—. Sabes cómo es él. Nunca está de acuerdo y espera a que yo diga algo para irse por lo contrario. Y le digo que no le conviene. ¿Tú crees que se divorcie?, preguntó y yo le pregunté que cuál canción quería que le tocase Samuel. —Menos yo...

En el coro se me reventó una cuerda. Adela empezó a gemir como si a ella se le hubiera reventado un cartílago. Se debió escuchar en toda la casa. Aída surgió de debajo de la cama y se quedó en el umbral. Tendría como ocho años. Asustada. No intentó entrar después. Suplí la cuerda y Adela, en un arranque de vanidad, dijo que ya había suficiente música por hoy y que mejor leyera un cuento de Felisberto Hernández que me atrapó. El libro me lo llevaría ese día para que no le cobraran mora. El cuento trataba de unas muñecas que aparecían o desaparecían. Leí concentrándome para pronunciar bien cada palabra. Solo quebré la voz cuando sentí la puerta de la calle abrirse y cerrarse y la del cuarto abrirse y la señora Ximena que pareció atrapada por el cuento también. Eran como cuarenta páginas y a razón de dos minutos por cada una, en menos de hora y media terminaría.

Samuel tiene sed, me acuerdo que dije para ahuyentar el pudor y las fluctuaciones por dos hojas. Ximena trajo limonada y le dije que era alérgico a los cítricos. ¿Y eso?, preguntó y le contesté que mi garganta se irritaba con tan solo unas gotas de naranja. Fue por agua y allí seguí leyendo. Antes de irme, hablé con Ximena. Hablé mucho rato. Hubo un momento en que la conversación se volvió inaguantable (para mí y posiblemente para ella). Un diálogo construido con puras palabras de protocolo. Siempre apliqué con los papás de ellas ese código oral, el diplomático, el que acostumbran en las embajadas o en los actos políticos. Entre tantas hijas hembras quizá ya habría perdido, aparte de la posibilidad de un hijo varón, el roce con uno. Tal vez me veía como a un hijo o me trataba como ella quizá hubiera tratado a un hijo. Yo miraba intermitentemente hacia la puerta, a ver si llegaba Aleida mientras conversaba, o creo que me limitaba a escucharla y agregar, también, intermitentemente, algunos ajá. Pero esa puerta carecía de propiedades adivinatorias. Ximena pareció advertir que la escuchaba desde una nube y se despidió de mí con un beso maternal, un beso en la frente, para afianzar sus sentimientos filiales y dijo que aprovechara las clases, que no todo el mundo podía tomar clases de guitarra, o no todos los que consideraban a la guitarra el mundo. La frase sonó a haikú cursi, solo le faltó la palabra otoño. No te olvides de tu sobre, Samuel. Nos vemos el jueves y apúrate, papá, que llegarás tarde. Y más extraño le sonó ese papá, invirtió el escalafón filo-artificial que yo infería, colocándome en un peldaño superior al de ella. Después se puso a llamar a Aída a quien no encontraba. Recogí mi sobre que estaba visible en la mesa. Recuerdo que lo abrí antes de llegar a la parada de autobuses para completar el pasaje. Al marcharme, o no sé si fue el lunes o ese mismo día, corrí al baño y vi, mientras orinaba, unas pantaletas de Aleida, diminutas y húmedas de sudor o de agua de ducha. Tenía el pelo amarrado con una cola. Y creo que la envolvía una toalla. Aún las conservo. Quizás las mismas que alguna vez le arranqué en ese mismo baño al que me arrastró o me empujó un fin de fin de semana, como si fuera una cápsula desconectada de toda la casa, donde nadie podía acceder ni sospechar. Ella hacía ejercicio y creo que esperaba a que alguno de los psicólogos terminase su sesión en la para ese entonces concurrida alcoba de Adela. Aleida se colocó frente a mí, en la sala. A mitad de una serie de abdominales me pidió ayuda: “Apóyate sobre mis pies, Samuelito, para que me hagas peso”. Arriba y abajo, arriba y abajo. No pasaron muchos minutos cuando ya paraba y estoy muy mamada, me duele la ingle y tengo un morado que ni sé cómo. Se subió el body para que advirtiera un hematoma. A esa acumulación de sangre extravasada le sospeché su origen en un pellizco de su amante de turno. Estaba sudadita, en la alfombra. Mansa y que aquí no, que en el baño. (El baño donde bajé la palanca del inodoro). Le ofrecí la toalla para secarle el sudor. La rechazó. (Abrí el grifo. Me lavé las manos) Terminé agarrando las pantaletas. (La toalla para secarme las manos y los gritos de Ximena llamando a Aída, tocando la puerta. No, no, señora, es Samuel, señora Ximena). Y tuve que salir al rato y ella se quedó.

Todo tuvo el espasmo de lo que está a punto de no ocurrir. Pasó mes y medio después del 17 de junio y los papás de Adela se fueron de viaje para Houston, con las muchachas. Y lo que son las cosas. A la semana, la Intraciudad estaba bañada en sangre, como si la hubieran pasado por un spremipomodoro. Vidrios quebrados por todos lados. Se respiraba. No se respiraba. Se respiraba. La gente evitaba respirar, como si entre la incertidumbre y el aire hubiera un muro que las hacían dos actividades disociadas. Mi familia y yo tuvimos que partir a casa de mis abuelos, una casa grande y hermosa, llena de terrenos para el cultivo y, sobre todo, llena de hipotecas. La pantaleta de Aleida me trajo problemas con mi madre cuando desempacamos. No volví a ver a ninguna de las hermanas triple A hasta el instante previo a recordar lo que pensaba olvidado.

 

No supe nada de más nadie. Recuerdo que traté de llamar a algunos compañeros de Liceo y del grupo. Nunca las líneas agarraban, o sonaban cinco, seis, diez veces y caían. Luego me enteré de que fueron cambiados todos los números de Intraciudad. Pero ya hemos vuelto. Tenemos dos meses aquí. Nos vinimos con los abuelos: la deserción territorial se revertía. La casa en Intraciudad estaba intacta, algo inusitado y aterrador, como si el tiempo no hubiese pasado. Fuera, concluí mis estudios de guitarra. Al llegar aquí no me costó encontrar al bajista, vivía a pocas cuadras de casa. Era al único, de hecho, a quien podía encontrar. Los demás estaban muertos o desaparecidos. Desaparecidos: un eufemismo que en vez de aplacar a Samuel lo que hizo fue revolverle el estómago y por la mente sintió una sacudida de recuerdos, ser un desaparecido es estar doblemente muerto. Samuel dijo que qué mierda y se sintió un poco culpable. El bajista no le reprochó nada, que él también se había ido. Tarde, pero que había podido irse, que regresó hace tres, cuando la situación mejoró y tenía un grupo y necesitaban un guitarrista, que quería verme tocar, que cómo estaba, que sentía lo que había pasado, que en dos semanas podían tocar, que las cosas le iban de mal en peor y necesitaba dinero para pagarle la escuela a un hijo que tuvo con una compañera de Liceo de la que yo nunca me acordé. A una semana del concierto, teníamos cartelones pegados por toda Intraciudad y anuncios en la prensa.

 

A Samuel se le reventó la cuerda La y las dos últimas canciones las tocó con la escala musical mutilada. El público estaba tan embriagado que no se percató, siquiera, de la trifulca a la orilla de la barra.

Desmontaron los instrumentos. Metí la guitarra en la camioneta del bajista y regresé al local. En la barra pedí una cerveza. Una chica se me acercó tanto que, presumí, anhelaba tejerse a mi cazadora. La sostuve y sorteé sus pasos entre la alfombra decorada con esquirlas de botella y un manchón rojo, casi simétrico, que imitaba al test de Rorschach. Ella allí siguió rozándome, como queriendo esbozar una nueva coreografía. Su maquillaje y demás emperifollamientos hacían pensar que había asaltado los vestuarios de un circo dark punk. Por las prendas y accesorios no era difícil pronosticarle una tortícolis.

Debería preguntarme cómo te llaman, dije y ella contestó que me conocía, que sabía quién era pero que quizá yo no me acordase. Los ojos de la muchacha más que hablar, parecían gritarme, como si en lugar de retinas hubiera cuerdas vocales detrás de ellos. La mirada le confirió un aire de desamparo que me sedujo. Ya en la camioneta le pregunté que cuál era el enigma. Una respuesta fue sustituida por un gesto que parodiaba a una mujer fatal de film de mafiosos: el mecanizado encendido del cigarrillo. ¿Qué edad tienes?, le pregunté. Como 19, contestó. El inquietante “de verdad no sabes quién soy” que siguió le sumó diez años. Y yo como 37, le mentía, le mentí irónicamente. Interesado en el cómputo de su edad, ahora me interesaba en deslizarme al fondo del enigma. En los minutos que tardé en llegar a una posada solo me deslicé por calles. No supe qué decir. Le sugerí que jugáramos a adivinar y ella me advirtió que caería de espaldas si acertaba, o si ella misma me revelaba el enigma. “Igual, el resultado va a ser el mismo”, dijo, repitió, como tres veces. Luego atacó con una frase prefabricada: La cama amortiguará la caída. Su propuesta estuvo acompañada por un carrusel de volutas de humo y por mi breve descontrol del volante. Ella rio con un desparpajo que irrespetaba decibeles.

En efecto, el vaticinio newtoniano se cumplió. Caí. Cayeron mis recuerdos uno a uno hasta hoy que me estoy contando todo esto tirado en mi cama. Y hoy, este Samuel, desplomado, mirando al techo, desclava de su mente algún otro indicio de aquellos años. Y solo se topa con una superficie blanca y plana, sin líneas que delimiten un norte o sur, sin señales que indiquen los pasillos de esta memoria mía y tan ajena.

Ibas a mi casa, dijo, dos o tres veces por semana a visitar a Adela. Te sentí una vez entrar al cuarto de baño con Aleida. Yo solía jugar al escondite conmigo misma y así pasaba horas, hasta que se daban cuenta de mi ausencia y vueltas por aquí y por allá y al fin me encontraban. Yo estaba en la bañera una vez que entraste con mi hermana. Las puertas corredizas me ocultaban. Ya había visto a Aleida que entraba al baño con otros muchachos, pero nunca desde dentro. A ella le faltan dos semestres en Arquitectura y quedó seleccionada para el proyecto de la reconstrucción de Intraciudad. Le van a pagar bien, dijo. ¿Y Adela?, pregunté. Ella se fue hace dos años, unas semanas antes de la desocupación de Intraciudad. El ochenta por ciento de su cuerpo era de prótesis. Estaba convertida en un monstruo, candidata segura para una posible nueva versión de Freaks. Le habían quitado los brazos. Yo no sé cómo papá la dejó sufrir tanto. Cuando nos fuimos a Houston, a ver si podíamos operarla, yo estaba muy chiquita y esto lo supe por mi hermana. Quedamos mal económicamente. Los médicos dijeron que sí, que todo saldría bien. Todo indicaba que valía la pena. Lo único que hicieron los hijoeputas fue facturar y fracturarla. De la operación Adela salió en coma. Ella, días antes de la Vitrum, la segunda operación, tenía cámaras por dentro que monitoreaban cómo se le movía todo, lo que faltaba era que proyectasen lo que ella pensaba. La agarraron de conejito de indias. Cuando salió del coma, lo primero que hizo o lo único que hacía, era repetir el nombre de un chamo. Mario, Mario, Mario, el nombre. No sé si sería de las historias que se contaba y nos contaba a todos. Los medicamentos eran fuertes. A veces decía el tuyo, Samuel, Samuel, Samuel, que pusieran el demo, que la fueras a ver, decía, gritaba.

Aída se echó a un lado y adoptó una figura fetal, se quedó inmóvil y callada, como si sus pensamientos estuvieran jugando al escondite. Luego agregó: “Hazme lo que le hacías a mi hermana”. Tengo la guitarra en el carro, le dije. Y ella dijo: “No, tontito. A Aleida. Gustabas a mis hermanas. No paraban de hablar de ti. Aleida no fue al concierto, porque no estaba segura de que eras tú y pensaba que eras un “desaparecido”“.

 

Cuando le pregunté si estaba bajo el efecto de algo, optó por quedarse callada.

Cuando me preguntó boca abajo, con la voz desentonada y soportando mi peso, si me acordaba de ella, redoblé mis embistes. En la mañana la acompañé hasta una estación de autobuses. Me dio su dirección. Su nueva dirección.

 

Fui a su nueva casa hoy en la tarde. Me atendió una mucama. Me hizo pasar y que, por favor, tomara asiento y esperase a que Aída se arreglara para recibirme. La mucama me ofreció jugo de naranja o parchita, que cuál gustaba. Le dije que nada más tomaba agua, gracias. Al rato llegó Aída. Hablamos. Me siguió contando todo. Me dijo que sus papás estaban de viaje y que en Houston estuvieron a punto de separarse. Me dijo que quería estudiar diseño y montar una compañía con su hermana. Me dijo que era una mierda, no Aleida, sino ella. Me dijo que necesitaba ayuda y que si yo la podía ayudar. Me dijo que estaba sola. Me dijo que el mundo estaba dentro de ella, que le dolía como debe doler un tumor. Me dijo que no me fuera a las seis, sino a las siete. Que le hiciera compañía. Nos pusimos a escuchar música. Entre los discos encontramos el demo que le presté a Adela diez años atrás y daba por perdido. Me lo devolvió.

 

Acabo de terminar de escuchar el demo. La guitarra estaba algo desafinada.