Letras
El devenir de la vida

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Siempre supo que se casaría con un abogado. No sé por qué, pero hay gente así. Desde que son jóvenes, saben encauzar sus vidas. Lo que no sabemos es si el cauce es bueno o malo, porque el camino es largo y puede haber muchas sorpresas.

Pero ella lo tenía muy claro.

Luego resultó que el marido se fue con otra. Pero bueno. Lo que dijo se cumplió. Se casó con un abogado.

Durante varios años fueron felices o por lo menos eso parecía.

Era de buena familia. Me refiero económicamente, porque de lo demás, lo desconozco. Se dice de familia “acomodada”. Y en esos círculos, es probable que lo conociera. Y como ella era bastante agraciada y con mucho desparpajo en el hablar, pues me imagino que no sería muy difícil llevar a cabo su conquista. La verdad es que con veinte años y con esas características, hubiera caído en sus redes cualquier hombre. Y hasta cualquier mujer, si hubiera sido en esta época.

De todas formas, como ella decía: “Yo suelo tener dos velitas encendidas, por si se me apaga una”. Al principio no la entendí. Luego ya me lo explicó. Tenía dos hombres rendidos a sus pies, por si uno le fallaba. Los dos abogados, por supuesto.

Y yo, ni una pobre cerilla que me alumbrara, aunque fuera un ratito. Hay que ver, este mundo no cambia. Siempre diferencias. Diferencias abismales y diferencias sutiles. Pero siempre diferencias.

Se casó con el abogado más guapo y más rico. Tuvieron dos hijos, abogados los dos. Pero el tiempo y la vida no pasaron igual para ella y para él. Por ella y por él. Ella, cada vez más gorda, estancada en su puesto de trabajo, cada día más acomplejada y menos interesante a la vista de los demás. Él, cada vez más consolidado en su puesto, más elegante, más canoso, es verdad, más viejo pero más sabio, más interesante a la vista de los demás. Sobre todo de su secretaria, una chiquita de veintitantos que estaba coladita por él, y en cuyas redes cayó sin pensárselo mucho. Y sin pensar en las consecuencias que llevaría a su familia cuando los abandonó.

Fatales consecuencias sobre todo para ella, porque sus hijos supieron reponerse pronto de ese golpe tan brutal.

Después de todo, ahora pienso que ella escogió el cauce equivocado. Quiero decir el hombre equivocado. Y yo tengo que estarle agradecida. ¿Por qué? Ya se lo habrán imaginado. Al final, y antes de que apagara la segunda velita, la cogí yo. Como lo oyen. Yo, que no tenía quien me alumbrara al principio, con el tiempo tengo hasta luz eléctrica, aire acondicionado y todo lo que conlleva una vida “acomodada”, con la diferencia, además, de que el abogado pobre y feo que ella despreció, se ha convertido en un cisne blanco, o en un mirlo blanco, como prefieran, que vale un Potosí, y que me tiene “como oro en paño”. A ver cuánto me dura.