Artículos y reportajes
Jueves en Kamakura

Calle de Kamakura, en Japón

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Escapar del stress de un seminario al cual fui invitado a disertar en junio de 2007, así como del bullicio y trajín de las calles de Tokio, aunque fuese por un solo día, me pareció una idea muy apetecible. Por eso acepté de inmediato la invitación de mi amigo Bob Spenser, a quien había reencontrado en Japón después de 35 años sin vernos. Desde aquel lejano día en noviembre de 1972, cuando nos despedimos en la terminal de TWA del aeropuerto Kennedy en Nueva York, entre múltiples abrazos y whiskeys irlandeses. Ambos acabábamos de graduarnos de la universidad. Él había decidido que iría a trabajar a Pittsburgh y yo había elegido vivir en Europa.

Cada uno siguió su camino, hasta que gracias a Internet logró ubicarme y nos volvimos a juntar, aprovechando mi breve visita a Japón, país donde él reside desde hace 16 años, felizmente casado con una simpática aunque muy tímida dama nipona de nombre Mikie, y enseñando inglés en la prestigiosa Universidad de Waseda.

Coordinamos el paseo durante la cena en un omise (restaurante típico) del barrio de Shibuya llamado “Sakanate” y acordamos que él pasaría a buscarme temprano por la mañana y caminaríamos hasta la estación central de ferrocarriles de Tokio, que quedaba muy próxima a mi hotel. Iríamos en tren para poder disfrutar de los paisajes y asegurarnos puntualidad en las salidas y llegadas, porque el tránsito en las calles y carreteras de Japón a veces puede ser infernal.

El viaje en tren duró 50 minutos, y durante el mismo hablamos del pasado pero también aproveché para tener una visión de primera mano de cómo era vivir en Japón y pregunté a mi amigo qué tal eran, en su opinión, los japoneses. Ese pueblo fascinante y misterioso, que a veces parece tan inescrutable. Bob entonces me explicó que la sociedad japonesa presenta muchas de las características que definen a una sociedad secreta. Así, por ejemplo, la finura y sistematización con que han sabido organizar la división del trabajo y la compleja jerarquía de sus miembros, la marcada conciencia que tienen de sus vidas, sus peculiaridades y diferencias, el extremado valor que los nipones dan a los usos, las fórmulas, los ritos, etc.

Uno de los aspectos de la idiosincrasia japonesa que más llama la atención del occidental es la capacidad innata que demuestran para incluir en su conversación largos y sostenidos silencios. Ese hecho, según mi amigo, ayuda a alimentar la fama de enigmáticos que tienen para nosotros los rostros orientales.

De hecho, en Japón las explicaciones públicas para hacer cualquier cosa suelen ser tan exhaustivas que, si se comprende la lengua y la escritura, no es necesario hacer preguntas. De este modo desaparecen muchas excusas para improvisadas aperturas de conversación. Por ejemplo, en las estaciones de metro o en las paradas de autobuses hay grandes paneles en los que se informa a los usuarios de todos los detalles del viaje que están por emprender y hasta el lugar dónde se deben parar los viajeros en la acera para poder subir al medio de transporte elegido. Así se les ve a los respetuosos nipones, todos en fila y en silencio, esperando ordenadamente su tren o autobús. Hasta en los baños se indica minuciosamente, al costado del w.c. (incluso con dibujos esquemáticos), cómo se han de utilizar todas las diferentes prestaciones del mismo. Algo que siempre causa gracia a los occidentales.

Hablamos de varios temas y noté que mi amigo no escondía su admiración por la manera de ser de los japoneses, lo cual me ayudó a comprender muchas cosas que venía observando y me intrigaban de este lejano Imperio del Sol Naciente. Durante el trayecto atravesamos varios barrios grises y periféricos de Tokio y a continuación los suburbios igualmente grises de la vecina ciudad portuaria de Yokohama. Finalmente recorrimos un breve trecho de campiña muy verde, con huertas tan delicadamente labradas que parecían bordadas y algunas frondosas arboladas, hasta llegar a la pequeña estación de Kamakura. Allí descendimos y en el portón de salida preguntamos a una sonriente viejecita por la ruta más corta para llegar hasta el gran Buda de Koutokuin.

Siguiendo sus instrucciones, que Bob pareció entender a la perfección aunque yo no tenía ni idea de lo conversado y sólo me limitaba a realizar simbólicas y repetidas reverencias con mi cabeza, partimos cuesta arriba a lo largo de una sinuosa avenida, que atravesó un par de túneles bajo las colinas.

Kamakura tuvo su momento de esplendor histórico en el siglo XII, cuando el shogún (gobernador general) Yoritomo, integrante del clan Minamoto, instauró el gobierno en esa villa. Kamakura hoy es un pueblo tranquilo, construido entre colinas boscosas y a orillas del mar.

Buda de Koutokuin, la estatua más grande de Buda en el mundoPasadas las calles angostas y zizagueantes de los suburbios de Kamakura, se levantan espesos montes semitropicales donde, según mi amigo, aún habitan monos salvajes. Bordeamos la zona, siempre en ascenso, hasta desembocar en una calle ancha que, tras un breve trayecto, sorpresivamente nos depositó en las puertas del templo de Koutokuin, donde preside majestuosa la estatua más grande del Buda que existe en la Tierra. Traspasamos el umbral y nos internamos en los plácidos y bien cuidados jardines del templo, luego de enjuagarnos la boca y lavarnos las manos de todo mal en una fuente sagrada, como manda la tradición.

Ante nosotros entonces se presentó el enorme Amita Buda de bronce, que fue fundido en el año 1252 D.C. por los escultores Ono-Goroemon y Tanji-Hisatomo, a pedido de la señora Inadano-Tsubone y del sacerdote Joko, quienes no sólo fueron los promotores de la idea sino que además realizaron la recolección de donaciones para poder financiar dicha obra monumental. La estatua tiene 13,35 metros de altura y pesa 121 toneladas.

En 1498, una ola gigantesca o tsunami arrasó con el templo del Buda, dejando en su lugar solamente las piedras de la base. La estatua fue eventualmente reconstruida y durante los 500 años subsiguientes, ha sufrido el castigo inclemente del sol, las tormentas y la nieve. La última reparación realizada tuvo lugar entre los años 1960 y 1961, para fortalecer el cuello de Buda y hacer posible el movimiento de su base, y así prevenir rajaduras u otros daños estructurales en caso de un terremoto.

Francamente impactado por el monumento que tenía ante mis ojos, circulé a su alrededor admirando la obra y dejándome impregnar por la atmósfera sobrecogedora que transmite ese ambiente sacro. Una gran paz espiritual se respira en cada rincón de este templo, y ello lleva a la inevitable meditación sobre la vida, nuestras creencias y nuestros valores. Cabe resaltar que, desde inicios del siglo XX, los príncipes herederos del Reino de Siam (hoy Tailandia) han visitado este santuario budista y cada uno ha plantado allí un pino, que lleva su correspondiente placa recordatoria.

Por los jardines del templo paseaban numerosos niños en sus visitas escolares y todos ellos se acercaban sonrientes y nos decían: Hello, friend! en su inglés básico. Por supuesto, nosotros les respondíamos con igual gentileza y eso provocaba en ellos un mar de risas.

—¿A qué se debe esta necesidad de venir a saludarnos en inglés? —pregunté a Bob.

—Debes comprender que en Japón no abundan los contactos con los caucásicos y ellos, que estudian inglés en las escuelas, ven en nosotros una oportunidad única de practicarlo, para descubrir si se hacen entender en ese idioma foráneo. De ahí sus risas.

Entonces comencé a fijarme y concluí que realmente éramos la excepción en aquel lugar y en todos los demás sitios que visitamos aquel día.

—Piensa que en un país de 150 millones de habitantes, los occidentales somos menos de un millón, una rara avis... —agregó mi amigo sonriendo.

TempleteTerminamos comprando algunos recuerdos de la visita a Koutokuin y seguimos camino. El santuario shintoísta de Zeni Arai Bentén era nuestra próxima parada. Ubicado en una colina bastante empinada, a unos dos kilómetros del templo de Buda, avanzamos muy lentamente, lejos de las rutas principales, subiendo por callecitas angostas de este rincón de leyenda para no perder el aroma de los jardines, buscando la sombra y evitando el sofoco que nos provocaba aquel intenso calor húmedo del mediodía. El sol caía sin clemencia sobre nuestras cabezas, afortunadamente protegidas por gorros de tela bastante antiestéticos pero muy útiles. La transpiración nos brotaba por todos los poros, humedeciendo las camisas.

Caminamos y caminamos, siempre cuesta arriba, y cuando ya empezábamos a sentir el esfuerzo de la escalada, por fortuna se nos apareció la boca de un túnel en la colina, con un arco simbólico en su entrada. Penetramos en la agradable frescura de la roca y al otro lado apareció el santuario, con varios pequeños templetes a su alrededor. Además, nos invadió un delicioso olor a incienso proveniente de diversos jarrones de bronce. De acuerdo a lo explicado por un señor mayor, muy cortés, que se nos acercó para conversar en su inglés precario, cuenta la leyenda que este lugar sagrado fue creado en 1185, como resultado de un sueño que tuvo el shogún Yoritomo Minamoto. Luego de una serie de feroces combates contra el clan rival de los Taira, a Yoritomo se le apareció un anciano en sus sueños y le dijo que buscara una fuente en las colinas al noroeste de Kamakura. Además, le indicó que la gente que bebiera de esas aguas buscaría la paz y la fe en el dios Ugajin, que es representado por una serpiente con cabeza humana. Los hombres de Yorimoto encontraron dicha vertiente y allí se mandó construir el santuario.

Según la creencia popular, esta fuente también trae riqueza a quienes laven sus semillas (si son labradores) o dinero (si son mercaderes) en las aguas sagradas que surgen de dentro de la cueva. Esta costumbre se origina con el quinto regente Tokiyori Hojo en 1257, cuando visitó el templo y lavó sus monedas en la fuente con la esperanza de que las mismas se duplicaran. Al enterarse el pueblo de este hecho inusual, comenzaron a imitar a su regente y dicha costumbre quedó implantada y perdura hasta nuestros días. De hecho, Zeni significa “monedas” y arai “lavado”.

Por supuesto que Bob como yo lavamos unos billetes de yens en estas aguas, con la intención de que se cumpla la leyenda y que los mismos se multipliquen varias veces, pero el resultado está aún por verse...

Arcos torii, que simbolizan la reconciliación entre los elementos shinto y budistasAdemás de la cueva, en el recinto vimos varias esculturas de piedra, quemadores de incienso junto a unos arcos torii que simbolizan la reconciliación entre los elementos shinto y budistas, y un pequeño jardín con su típico puente japonés y su templete casi cubierto por la vegetación. En las aguas del estanque, unas carpas grandes y rojas saltaban completamente fuera del agua para cazar moscas y mosquitos.

Antes de irnos, me sorprendió ver que en una tienda dentro del santuario se vendieran huevos y pregunté a mi amigo cuál era el motivo.

—La deidad de este lugar, Ugajin, es una serpiente, y sabes que a las mismas les gusta comer huevos. Es simplemente una consideración hacia el dios —replicó Bob.

Salimos de la cueva de Zeniarai Benten al mediodía y caminamos cuesta abajo rumbo al centro de la ciudad. La caminata matinal, con sus subidas y bajadas, nos había abierto el apetito. Por ello, decidimos almorzar antes de seguir visitando templos. Recorrimos con paso lento los dos kilómetros que nos separaban de la entrada a Tsurugaoka Hachimangú y buscamos en sus cercanías un lugar donde comer. Por fortuna, a unos doscientos metros encontramos justamente un restaurante soba, adonde sirven fideos como especialidad. El mismo está ubicado en una típica casa japonesa, al principio de una callecita estrecha que luego se pierde en la ciudad. Entramos, dejamos los zapatos en el porche y una muchacha silenciosa nos indicó nuestro sitio, junto a un ventanal que daba a un pequeño jardín interior que lucía varios bonsais. Nos sentamos sobre almohadones y frente a una mesa muy bajita. En el salón comedor sólo había otro comensal. A continuación nos atendió con grandes reverencias y gestos cordiales una mujer mayor, desdentada pero muy sonriente. Evidentemente satisfecha de que unos occidentales hubiesen elegido su negocio para saciar el apetito y que además uno de ellos hablase su idioma. Seguro que ambos hechos eran muy poco comunes en la historia de aquel local.

Bob decidió comer un plato de tallarines fríos llamado zaru-soba, acompañado por un tazón de caldo tibio o tsuyu donde mojaría sus fideos, y yo pedí un plato de algas, verduras hervidas y langostinos marinados. Todo eso lo bajamos con dos cervezas Sapporo bien frías y luego numerosas tacitas de té japonés, consistente en una infusión que se bebe sin azúcar, incolora, algo insípida pero bastante agradable al paladar. Un buen acompañamiento para una comida sabrosa.

Almorzamos plácidamente en aquel restaurante nipón, coqueto y cálido, conversamos animadamente de tiempos idos y amigos perdidos, descansamos un rato y luego nos dirigimos directamente hacia la entrada al parque que rodea al templo shintoísta de Tsurugaoka Hachimangú, el más grande y visitado de Kamakura (8,35 millones de personas en 2006). Es interesante anotar que en la pequeña población de Kamakura existen más de 50 templos de distinto tamaño e importancia, que en total reciben 17 millones de visitantes al año, aunque sólo un tres por ciento de ellos son extranjeros.

El templo shintoísta de Tsurugaoka HachimangúEntramos por la explanada principal de este gran templo ubicado en una extensión arbolada de 80.000 metros cuadrados, fundado por el shogún Yoritomo Minamoto en 1180 para celebrar su definitiva victoria sobre el clan rival de los Taira. El santuario al inicio tiene tres arcos torii y fue construido en honor a Hachimán, la deidad shinto protectora de los Minamoto. Caminamos con paso lento debido al calor e inmediatamente a nuestra izquierda apareció una alberca llamada Heike, que está dedicada a los Taira, como perdedores en la guerra de los clanes que se llevó a cabo hace más de 800 años. A la derecha, también vimos otro estanque, el Genji, que es más grande y está consagrado a los Minamoto. Estos dos lagos, conocidos como los Genpei, fueron creados por Masako, la esposa de Yoritomo, y encierran un gran simbolismo. El más pequeño tiene cuatro islotes, porque el número cuatro en japonés se dice shi, que también significa “muerte”. Y el de los Minamoto tiene sólo tres, porque el número tres se pronuncia san, que es homónimo de “nacimiento” o “creación”. Obviamente, Masako deseaba creatividad para los Minamoto y muerte para los Taira, y así lo reafirmó en el diseño de estos dos estanques, que en verano se cubren con flores de loto blancas y rojas.

Desde el segundo arco torii (el primero está más abajo, en la avenida que lleva a la playa) hasta el oratorio principal hay un amplio paseo de unos 500 metros de longitud, bordeado de árboles de cerezos y azaleas, llamado Dankazura o Avenida del Joven Príncipe, en honor a Yoriie (primer hijo varón de Masako y Yoritomo). Al frente, divisamos dos edificaciones pintadas de rojo, construidas en madera y con techos de cobre, que pertenecen al Maiden o Escenario de la Danza Ritual y más atrás el Hall Principal. Enfilamos decididos hacia allí pero, antes de llegar, nos encontramos con un sendero de tierra que atraviesa la avenida de este a oeste. Dicha senda tiene unos tres metros de ancho por 300 de largo y por ella cabalgan dos veces al año los jinetes que participan del Festival de la Primavera en abril y luego en septiembre durante los festejos anuales del santuario. Estos jinetes, ataviados con ropajes de samurai, realizan el ritual Yabusame, que consiste en una demostración de pericia guerrera lanzando flechas a todo galope con sus arcos ancestrales.

Oratorio—Lástima no poder verlo... —comenté yo.

—Es realmente espectacular —afirmó mi amigo—. ¡Bien vale la pena otro viaje!

Continuamos subiendo la cuesta por unos gastados escalones de piedra y Bob me señaló un enorme árbol ginko, que según dicen los lugareños tiene más de 1.000 años y 30 metros de altura. Aparentemente, este árbol marca el sitio exacto donde asesinaron a puñaladas a Sanetomo, segundo hijo de Yoritomo y tercer shogún de la dinastía Minamoto, en el año 1219.

Llegamos a la cima bastante sofocados y atravesamos una gran puerta que tiene a cada lado unas estatuas muy grandes de dos nobles con vestimentas de fiesta del año 1600, pintadas en colores muy vivos. Penetrando en el Hall Principal, que es un edificio de madera color bermellón, con brillantes decoraciones y tallas, el ambiente transmite al visitante una impactante sensación de majestuosidad y poder. Allí nos encontramos primero con el Haiden u oratorio y más al fondo el Honden, que es la zona más sagrada de todo el templo de Hachimangú. La entrada al Hondén está restringida pero al Haiden puede acceder todo el público, que aprovecha la ocasión para detenerse ante el oratorio y luego de inclinarse un par de veces, golpear sus manos y volver a inclinarse, arroja monedas dentro de una caja rectangular. Por supuesto que Bob y yo cumplimos con dicho ritual de oración shinto, lanzando dos monedas de 10 yens cada uno.

En el lado izquierdo del oratorio descubrimos un gran gong y siete altares portátiles tallados en madera de los siglos XVII y XVIII. Dichos altares son sacados durante las principales festividades y paseados ante la aclamación de las multitudes que acuden al parque por esas fechas. Permanecimos allí unos minutos, admirando toda la belleza histórica y cultural del lugar, recuperando nuestro aliento y descansando en la sombra que proyectaba el templo a esa hora de la tarde. Luego, comenzamos nuestro lento descenso desde la colina sagrada. Por todos lados pululaban los fieles, jóvenes y viejos. Mi amigo Bob comentó que en los tres días de celebraciones del Año Nuevo, pasan por este templo unos dos millones de personas y que la pequeña población de Kamakura queda totalmente desbordada por el público que la visita. Y para ilustrarlo mejor, agregó que un peatón tarda normalmente un cuarto de hora caminando desde la entrada del Tsurugaoka Hachimangú hasta la estación de ferrocarril, pero en esos días de fiesta se puede demorar más de una hora.

Jardín japonésRumbo a la salida, nos encontramos con más templetes y jardines, ante los cuales nos detuvimos para sacar algunas fotos, pero ahora buscábamos con más interés los senderos sombreados y el frescor de los árboles. En un quiosco compramos trozos de melón frío, ensartados en unos palillos de madera tipo brochette, que estaban realmente deliciosos y nos calmaron un poco la sed. La humedad del ambiente era altísima, la temperatura a esa hora de la tarde rondaba los 30 grados y nuestra capacidad de absorber tanta cultura iba disminuyendo a medida que aumentaba nuestro cansancio.

Sin embargo, no dudé en reconocer que es admirable ver a un pueblo tan entregado al trabajo y al recreo, al orden y a la belleza, a sus dioses y a sus esperanzas, a la naturaleza y a la vida...

Acabamos el día francamente agotados y retornamos en tren a Tokio al anochecer, dormitando gran parte del camino. Ese jueves de junio en Kamakura resultó ser una jornada inolvidable. Instructiva, porque me permitió descubrir algo de la seducción y el misterio que encierran la cultura, la historia y las religiones de aquel lejano país. Además, y este no es un tema menor, pude alegrarme al saber que luego de 35 años sin vernos, con Bob Spenser habíamos renovado una entrañable y sincera amistad. Gracias a él, transité por este fascinante país con la impresión de que mi senda estaba alfombrada de historias y leyendas perfectamente adaptadas, ajustadas al paisaje y al sentir de su gente. Me interesó sobremanera un pueblo que trata con gran ceremonial todos sus asuntos, ya sean problemas de la siembra o el reparto de funciones en la fábrica, el casamiento de los jóvenes o el merecido respeto hacia los ancianos, y además siempre recuerda y honra épocas y antepasados de gloria. Esta vez fueron sólo cuatro días y por ello quedé con Bob en volver, para continuar empapándome (por supuesto que con su invalorable ayuda) de toda esta enriquecedora y ancestral sabiduría oriental.