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Jorge Luis BorgesBorges, ciego iluminado

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Hubiera querido tener la suerte de Alberto Manguel, quien cuenta en su libro Una historia de la lectura que él era no sólo quien leía para el inmortal bonaerense cuando perdió sus ojos, sino su alcanzador de libros en su enorme biblioteca. Al lado de este maestro aprendió no sólo a saborear las letras sino a acariciar el lomo vivo de los libros, como se acaricia una dama o se consiente una mascota.

Ya quisiera cualquier escritor tener, no la esquiva fama, sino el placer de sentirse apreciado y leído por las “diez mil caras” de este mundo. Comparable a la de aquel otro ciego, el de Quíos. Porque no lo dijo la Academia sueca, mas todavía su humor, su verbo castizo, su ingeniosidad se pregonan desde la Patagonia hasta el Asia y Cochinchina. Si de algún escritor se predica la universalidad será de Borges la gloria.

Digo, escritor, porque habrá que añadir que fue sobre todo un lector. “No soy un buen escritor. Creo que soy un excelente lector o, en todo caso, un sensible y agradecido lector”. Lección para quienes a veces desprecian leer y se dedican a conseguir centavos con garabatos escritos. Bien sabía Borges que no habrá poesía, ni la imaginación creará, sin la meditación de lo que enseñan los libros y la vida. Así lo dice en su famoso texto sobre El libro: “Dijo Heráclito: Nadie baja dos veces al mismo río porque las aguas cambian... Cada vez que leemos un libro, el libro ha cambiado, la connotación de las palabras es otra... Hamlet no es exactamente el Hamlet que Shakespeare concibió a principios del siglo XVII, Hamlet es el Hamlet de Coleridge, de Goethe y de Bradley. Hamlet ha renacido. Lo mismo pasa con el Quijote... Los lectores han ido enriqueciendo el libro”.

De profesión viajero, ratón de biblioteca, paleontólogo de letras escondidas, fabulador de personajes y sitios nos ha dejado un legado de traducciones, ensayos, crítica literaria, cuentos y poesía. Hablaba inglés, francés, alemán, escandinavo y sus aficiones predilectas eran la filosofía, la mitología, las matemáticas. Había nacido el 24 de agosto de 1899 y murió en Ginebra cuando se acercaba a los 87 años. La cuarta parte de su vida debió soportar la ceguera de la cual también sufrió su padre. Sus ojos se cerraron prematuramente mas no su inteligencia y su pluma siguió pensando.

En 1923 publicó su primer libro de poemas, Fervor de Buenos Aires. Entre sus obras —cerca del medio centenar— fueron las de ficción las que le dieron más renombre: Historia universal de la infamia, 1935, Ficciones, 1941-44, y El Aleph, 1949. Otros libros son Luna de enfrente, Elogio de la sombra, Los conjurados, 1985, un año antes de morir.

De estilo singular, sus textos llenos de palabras nuevas, como venidas de mundos acabados de nacer, nos traen imágenes vívidas y hacen de su lectura rico manjar y compañía en el silencio de esta era del ruido. Borges hizo del Aleph, esa primera letra hebrea, el punto donde confluyen los demás puntos de todo. Pero le sirvieron de inspiración dos frases, una de Hamlet y otra del Leviatán. El loco Carlos Argentino lo sumió en la oscuridad para mostrárselo y “cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph”. Abordar las entrañas de Ficciones es casi abrir a “sésamo” y empezar a caminar por entre la geometría de Tlön, en Uqbar y Orbis Tertius en viaje cósmico y mágico, como en vaivén de olas. Parece estuviéramos en nuevo barco de Simbad.

Otro aniversario de la aparición luminosa de Borges, estrella fugaz en el eterno tiempo para hacernos disfrutar de su prosa fuerte y su erudita poesía.

Poema de los dones

Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la noche.

De esta ciudad de libros hizo dueños
a unos ojos sin luz, que sólo pueden
leer en las bibliotecas de los sueños
los insensatos párrafos que ceden

las albas a su afán. En vano el día
les prodiga sus libros infinitos,
arduos como los arduos manuscritos
que perecieron en Alejandría.

De hambre y de sed (narra una historia griega)
muere un rey entre fuentes y jardines;
yo fatigo sin rumbo los confines
de esta alta y honda biblioteca ciega.

Enciclopedias, atlas, el Oriente
y el Occidente, siglos, dinastías,
símbolos, cosmos y cosmogonías
brindan los muros, pero inútilmente.

Lento en mi sombra, la penumbra hueca
exploro con el báculo indeciso,
yo, que me figuraba el Paraíso
bajo la especie de una biblioteca.

Algo, que ciertamente no se nombra
con la palabra azar, rige estas cosas;
otro ya recibió en otras borrosas
tardes los muchos libros y la sombra.

Al errar por las lentas galerías
suelo sentir con vago horror sagrado
que soy el otro, el muerto, que habrá dado
los mismos pasos en los mismos días.

¿Cuál de los dos escribe este poema
de un yo plural y de una sola sombra?
¿Qué importa la palabra que me nombra
si es indiviso y uno el anatema?

Groussac o Borges, miro este querido
mundo que se deforma y que se apaga
en una pálida ceniza vaga
que se parece al sueño y al olvido.

Jorge Luis Borges