Letras
Dinosaurios

Comparte este contenido con tus amigos

Nicolás aún oía gritos y risas de aquellos niños que había visto jugar con un cangrejo ermitaño en la orilla. Abrió los ojos en la medida en que los rayos del sol se lo permitían, y levantó la cabeza del borde de la balsa, manteniendo el resto del cuerpo tendido. Frente a él, había una enorme masa de agua imponente. Nicolás no sabía nadar, sin embargo no sentía nada; no pensaba en nada. Después se sentó entre los dos remos, y giró la cabeza hacia atrás. A lo lejos, aquellos niños, con cubos y palas entre las manos, correteaban por la orilla.

“Los niños son buena gente”, pensó. “¡Niños! ¡Niñas! ¡Bienvenidos a nuestro circo!”. Esas eran las palabras con las que, zapatudo, con su nariz roja y la peluca de colores vivos, se dirigía a su público infantil. Giró de nuevo la cabeza al frente y se quedó contemplando aquella masa de agua abrumadora. En medio de aquella quietud, el choque de pequeñas olas sin rumbo fijo contra la balsa producía chasquidos que quizás llevaran consigo algún significado incomprensible. Ahora observó su cuerpo. Sus piernas ya no estaban tan bien torneadas como antes de que dejara de hacer su espectáculo con los leones. Ahora asomaba una incipiente curva en un tórax antaño tan plano como la línea del horizonte. A pesar de las huellas del paso del tiempo por su cuerpo, sus compañeros del circo aún le decían que se parecía a Antonio Banderas. Hacía ya tiempo que su nombre y apellido salían, junto a su foto, en los carteles. Sin embargo la gente, por la calle, le seguía confundiendo con Antonio Banderas. A él también le habría gustado ser actor. En el circo, ser payaso era lo más parecido a actuar, pero al parecer, a sus padres les había disgustado que dejara la doma de leones.

“Pero al menos Nicolás permanece en el circo, con nosotros”, dijo su padre a su madre. Desde que el bisabuelo de su abuelo se hubo tragado una espada a los quince años después de imitar a dos titiriteros que, durante las fiestas, en medio de la plaza del pueblo, se habían tragado sendos sables que habían pertenecido a un coronel en la guerra de Cuba, generación tras generación, tragadores de sables, trapecistas, domadores de leones y un payaso, habían ido naciendo en este circo.

En la playa, Nicolás se había sentido observado por algunas personas. No era la primera vez. En el chiringuito, la camarera le había sonreído y después invitado a una cerveza. La gente le solía tratar bien. ¿Por qué? ¿Sólo porque se parecía a Antonio Banderas? Ahora abrió los ojos y miró el sol. “No se debe mirar el sol directamente, hijo”, recordó aquella advertencia de su madre. “Tú serás domador, como tu padre”. ¿Esto era también una advertencia? “Para nosotros el circo es como una religión, hijo”. Volvió a recostarse en la balsa; permanecería con los ojos abiertos. ¿Lo hacía para llevar la contraria a su madre? Le picaban tanto que se le cerraron sin querer. Eso le hizo acordarse del eclipse solar, muchos años atrás. “No debes mirar al sol”, había dicho Clara, la novia de su hermano. Antes de producirse el eclipse, Clara le contó que hacía años había visto, con su padre, un eclipse solar en no sé qué país. La temperatura bajó de repente y el cielo tomó el color de la noche americana de las películas de los años cincuenta, y que fue como estar en otro planeta. Él se quedó como un idiota parado ante ella sin decir nada. Su hermano seguro que hubiera dicho algo ingenioso, o preguntado algo interesante acerca de aquel acontecimiento. Pero a él no se le ocurrió nada más que sacar de una bolsa de plástico dos pares de gafas especiales para observar el eclipse. A las once y media, como estaba previsto, empezó el eclipse, y se pusieron las gafas. Sintió una conexión profunda con Clara mientras observaban cómo la luna iba tapando el sol, mientras pensaban qué extraordinario era aquel momento; al menos él lo pensaba, y ahora seguía pensándolo. “¿Ves? es como la noche americana”, dijo Clara. También dijo que algo parecido debieron de haber experimentado los dinosaurios cuando cayó aquel enorme meteorito: “Miles de cenizas cubrieron la tierra, preludio de la extinción de los dinosaurios”. A punto de extinguirse se había sentido él allí junto a Clara, sin saber cómo impresionarla para conquistarla. Aquellos recuerdos le asaltaban mientras se dejaba arrastrar mar adentro. ¿Cómo iba a conseguir llegar a ser actor, si ni siquiera había sabido improvisar algunas palabras ingeniosas para Clara? Y ¿él era el que se parecía a Antonio Banderas? Se sentía como el cangrejo ermitaño de aquellos niños, con su bonita concha de caracol.

 

Hacía tiempo que había dejado de oír las voces de los niños. De repente una ola grande le elevó para luego volver a descenderle, entonces abrió los ojos. Miró al frente; no veía a los niños. Miró hacia atrás; allí tampoco estaban; ni a su izquierda, ni a su derecha. Minutos más tarde, vino otra ola aun más grande que le aupó y le zarandeó, y le produjo una sensación parecida a la que había tenido el primer día que entró con su padre en la jaula de los leones. Más tarde su padre pondría el grito en el cielo cuando se enterara de la proposición de dos de los payasos: “Nicolás, va a haber una audición de actores en Barcelona. ¿Te vienes con nosotros?”. Su madre volvería a decir aquellas palabras: “Tú serás un buen domador, como tu padre”; y su padre le repetiría la letanía de siempre: “Para nosotros el circo es como una religión, hijo”, y acabaría con la frase que Nicolás nunca olvidaría: “Ellos no tienen nada que perder; tú sí”.

Ahora una nube tapó el sol. El mar se volvió negro, y la temperatura bajó de repente. Entonces se acordó del día del eclipse, de la noche americana, de los dinosaurios después de caer el meteorito, de Clara. Nicolás había vuelto a verla, sí, en las cenas de nochebuena y cumpleaños familiares, junto a su hermano; en los bautizos de sus sobrinos. Otro eclipse hubiera sido un buen pretexto para volver a verla. Le habría dicho que era su chica de los eclipses. Pero el próximo eclipse había sido previsto para después de veinte años.

Ahora venía otra ola; era enorme. Le salpicó y sacudió a punto de volcarle. El remo que tenía a su derecha le golpeó el pie con fuerza. Al inclinarse para frotárselo, le pareció ver sombras en el fondo del mar, e imaginó quién sabe qué animales estarían nadando bajo su balsa. “Yo que he acariciado leones, he metido mi cabeza en sus fauces, ¿ahora voy a tener miedo de esos animales?”, se dijo. Durante un instante de pánico pensó que prefería sus fieras en su confinamiento que cualquier animal desconocido de aquel mar oscuro. Quizás debía coger los remos e intentar acercarse a la orilla. Pero el instante de pánico pasó. Estaba ya muy cansado; le había dado el sol durante demasiado tiempo; apenas le quedaban fuerzas; y tenía mucha sed, y sueño. De repente le pareció oír gritos y risas de niños, pero a su alrededor sólo había agua, mucha agua, muy oscura, como si estuviera densa y se moviera lentamente. Ahora otras nubes fueron agrupándose alrededor del sol. A lo lejos, una ola enorme venía hacia él a gran velocidad. Quizás tenía que haber remado hasta la orilla. Ya era demasiado tarde. Había que ser valiente. El tiempo de toma de decisiones había llegado a su término. El mar las tomaría por él.

La ola era cada vez más alta. Más nubes habían ido viniendo de todas partes agolpándose unas contra las otras hasta no dejar a la vista ningún hueco azul. El frío iba penetrando por todo su cuerpo mientras la ola se acercaba. El cielo era una masa ondulante y plomiza. Ahora Nicolás pensó en el eclipse, en los dinosaurios después de caer el meteorito, en su extinción, en su total extinción.