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Gritaba y gritaba

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Vivía solo en una pensión. Allí había gente de toda condición y carácter. Pero al lado de mi pieza aposentaba una extraña mujer de unos 65 años que manifestaba una forma de ser muy particular: hablaba sola. La verdad es que gritaba y gritaba consigo misma sobre diferentes asuntos. En las noches hacía tanta bulla moviendo muebles, golpeando quién sabe qué, y acompañando a todo eso tan desesperante, profería gritos y gritos haciendo gala de tan poca discreción que me era imposible conciliar el sueño. En las mañanas, todo ojeroso, corría a mi trabajo, fascinado por él —como nadie quizás en el mundo—, para descansar por un tiempo de los gritos de la dama en cuestión. Pero regresaba a la pensión temblando, pues yo bien sabía que al entrar a mi pieza escucharía los horrorosos gritos. Ni siquiera cuando hacía sus necesidades dejaba de gritar, y eso que el baño quedaba bastante lejos de mi habitación. Una noche, con los nervios crispados en redondo, esperé pacientemente a que se durmiera, y cogiendo mi almohada me deslicé sigilosamente hacia su pieza. Entré a duras penas porque, precavida, había afirmado una silla contra la puerta. Sorteé el obstáculo y me dirigí directamente a su cama. Dormía de espaldas. Posición propicia para ejecutar lo que tanto tiempo se me había cruzado por mi fatigada mente. Me acerqué con cuidado a ella e, inclinándome, apoyé con un movimiento brusco y con firmeza el almohadón en su cara. Resistió la embestida por un tiempo que me resultó eterno, pero finalmente sucumbió. Aparté de su semblante sin vida la almohada, y para cerciorarme de que mi faena había sido concluida satisfactoriamente, le tomé varias veces el pulso, al tiempo que apoyaba mi oreja en su corazón. Salí tan subrepticiamente como entré. Ya en mi aposento, me apoyé de espaldas en la puerta: yo no la había matado. Sus gritos estallaron en su corazón.