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Minueto

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Dos meses ya, Dios mío, y seguía empeñado, dale que le pego, en afianzarse a su inútil existencia. ¡En qué mínimo espacio puede caber un hombre tan, pero tan grande! Le miraba y le parecía mentira que aquel cuerpo inerme, que respiraba gracias a la máquina aquélla cuyo pentagrama sólo contenía dos notas monótonas y machaconas, hubiera pertenecido al más hermoso galán, a su galán, un hombre tan vital y dicharacho que apenas si de soslayo cabía su mera sonrisa en el universo.

“¡Qué poca cosa que somos, amor!”, soliloquiaba quedamente la mujer, derramándose en agruras al contemplarle aprisionado entre todos aquellos mecanismos que mantenían vivo su aliento y rendida su tiesura. “Ayer, el mundo nos concernía por derecho, y hoy..., ya ves en qué hemos venido a dar. Somos nada más que polvo armado con forma humana, que barro y suero aleados para lo baldío, que carne encaramada a un esqueleto y que promesa de fieros gusanos que han de devorar tanta inútil pasión y tanto desvelo. Te veo, amor, pero no te veo; te contemplo, mas sólo tu ajena figura; siento tu calor, y sólo me parece deshabitado hielo usurpado a la muerte que usufructúa una vida aparente de latidos prestados y mecánicos alientos. Éstos tus labios, no son tus labios, amor, no; no son aquéllos que tempestivos enseñaron a las llamas con fulgurantes versos y ardorosos besos el poder incontestable del fuego. Éstas tus manos, no son tus manos, amor, no; aquéllas que como nadie conocieron de las caricias las blanduras probables de las sedas y sus secretos, aquéllas que como pájaros dichosos eran capaces de trisar entre los ululatos del planeta, levantando un enamorado festival de enardecidos acordes y de diáfanos minuetos. Éstos tus ojos, no son ya tus ojos, amor, no; no, no son aquéllos que contuvieron el esplendor estelar de los luceros, la espiritosa rutilancia de tu inocencia de niño viejo en un destello de hombre prendado de la vida..., de mí que estaba yo pensando, de un porvenir que nos ha dejado al pairo en medio del vendaval en este mundo estragado. No, mi amor; tu cuerpo, no es ya tu cuerpo. Nada de ti eres tú, porque te has ausentado de ti, de mí, del amor, dejándonos huérfanos, baldíos, inútiles como guiñoles en el arcón de nuestra quejumbre, sin la sublime voz que nos anime, como a Lázaro, empujándonos a la emoción del día o de la noche, de la risa o del llanto y de la luz y de la sombra. Sólo cernidas tinieblas me has dejado, un sordo eco de ti que rutila en mi alma desesperado sin saber a qué voz responde, quién fue su dueño y dónde, amor, se esconde tu hálito verdadero. ¿Adónde, amor, te fuiste?... ¿Qué dichoso paraíso te contiene alborozado, que hasta nos niega el dibujo de tu recuerdo?... ¿Qué Dios egoísta te retiene, teniéndolo todo, que hasta tu luz nos niega, que hasta tu presencia nos resta, que hasta el cimbrado timbre de tu voz asorda, acalla, ahoga?... Trato de recordar tu sonrisa, y no puedo; me empeño en remembrar tu júbilo de hombre apasionado, y sólo sombras y acíbares me encenagan la memoria; me obstino en trasponer a mi ahora tu música, y sólo hace simienza en mí la tensa nota única y zumbona del silencio más cerval y deshabitado. Se apagó la música de tus manos, de tu alma, aquélla por la que viviste y moriste, aquélla que nos condujo por la partitura del amor como un bemol de excelsa armonía. Se apagó tu melodía y tu mundo, amor, para siempre, y sólo ha sobrevivido este cuerpo tablón, testigo de tan inmenso naufragio, tu ausente presencia, tu nada y mi nada atiborrándolo todo. Quieren desenchufarte, amor. Quieren aprovechar de ti tu nada para que sea todo en otros, una oportunidad de risa o de lágrima, de paz o de guerra o de amor o de odio. Y he dicho que sí. Lo he dicho, amor, porque tú ya no eres tú, porque no te reconozco en esos dos arpegios, en esa sístole mecánica y en esa diástole plástica. Nunca cupo en ti una simplicidad tan grande, y hora es de que me desprenda de ti y te libere, acaso entregándote la armonía de la eternidad o a ese Dios egoísta que te reclama para sí, porque sin ti, amor, hasta el mismo Cielo está incompleto: ¡Dios, mi amor, está inconcluso sin ti! Quieren tus córneas para que sean el nomon de otros hombres o mujeres, ¡quién sabe si niños!, y a tu través se zambulla la luz en sus almas y marque el decurso de sus existencias, descubriendo hora a hora el perpetuo prodigio de la vida. Quieren tus riñones, amor, tu hígado, tu bazo, tus pulmones, para que otros que no eres tú puedan caminar al sol o a la sombra, descubrir por su propio pie las veredas de la primavera o las bohemias sendas del otoño, quién sabe si sentir la fatiga del estío o hundir libremente su huella en lo más níveo del invierno. Y he dicho que sí. Lo he dicho, amor, porque tú ya no eres tú, porque no te reconozco entre todos esos avíos y ese revoltijo de cables que te hacen parecer nada más que un ingenio de la ciencia, quizá para que retoñes en los demás, y no sé si con la esperanza de reconocer en un extraño parte de tu esencia de hombre vulnerado por la pasión o con la certidumbre de no enterrarte jamás del todo, al menos antes de que la tierra me cubra para enamoradamente ir a tu lado, en cualquiera que sea el infinito en que te encuentres. Lo quieren todo de ti, toda tu nada, amor, y he dicho que sí. He dicho que sí a todo..., menos a tu corazón. No; a tu corazón, no: ¡jamás! Tu corazón, amor, ha sido y es mi casa, mi refugio, el templo en el que he rezado al Dios mismo mano a mano. A su ritmo te he escuchado, te he sentido y he soñado, mientras te desgranabas en este afecto imperecedero que nos irguió sobre el barro y nos hizo hermanos naturales de los ángeles y los pájaros. No; el corazón, no, amor: ¡jamás! Lo demás que se lo lleven, que conviertan en ripio la cantera vencida de tu cuerpo, que lo dividan como los panes y los peces para que prolifere en mil vidas; pero tu corazón, no: ¡jamás! Él, conmigo, a mi lado y en silencio, como mi alma, como mi vida, como este porvenir que presiento de obstinada desolación y de afligidos lamentos. Él, aquí, clavado como un Cristo a mi costado, como este amor que me atraviesa el pecho y me vacía extasiada, como esta inconsolable soledad a la que me siento setenada sin posibilidad de redención. Él, aquí, conmigo, cosido a mis entrañas, porque no es tuyo, sino mío. Sí; mío y bien mío. Él, aquí, amor, aquí, en mí como yo estoy a tu lado, que ni Dios ha podido moverme de este cuarto ni Dios podrá quitármelo, porque aquí me quedo, a tu vera, en la ribera de tu alma, vigilando, vigilando. Él es, amor, cuanto he sido y soy, ya que todo, todo te lo he dado sin que nada me pidieras, y sin él no podría ser, sino, acaso, el resto de mi naufragio póstumo, ése que la marejada del dolor arroja a esta yerma orilla de la vida, derrotada, vencida. Amor, a su lado, donde quiera que esté, te esperaré cada hora que me reste, aguardando esa fausta arena final en que ambos latan al unísono, porque los dos se habrán callado, por fin, para habitar la eternidad solfeando. Hasta entonces, amor, hasta entonces, es mío y sólo mío, y, entonces, amor, te lo devolveré multiplicado”.

El doctor entró apresuradamente en la habitación, reclamado por la enfermera de la unidad de cuidados intensivos. Sin decir palabra se precipitó sobre la mujer, la tomó el pulso, la levantó un párpado, pasó ante la pupila su diminuta linterna, y agitó la cabeza negativamente.

—Déjenla —ordenó a las enfermeras que se afanaban en recuperarla—, es inútil: al menos lleva dos horas muerta.

El respirador mecánico repetía machaconamente las dos únicas notas de su pauta y el monitor cardiaco replicaba tediosamente con la suya; pero a quienes allí estaban, por un instante, les pareció que se alteraban sus acordes y que se entretejían los compases de un minueto suave y abemolado, como interpretado a luz de gas, que lentamente se iba sofocando en la desolación del silencio.