Letras
La plaza de los poetas

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La soledad significa sentirse solo no de un modo agradable
sino de un modo que atemoriza y vacía,
a tal punto que significa exiliarse de uno mismo
(Thomas Merton).

Recordado profesor. Sospecho que de inmediato va a pensar que algo anda mal conmigo. Sí, ya sé... que sólo lo busco cuando tengo problemas. Discúlpeme, pero no tengo a quien más contarle. Espero que vayan bien sus asuntos, y que su hija Emilia esté bien. ¡Cómo pasa el tiempo!... Hace casi dos años que salí del país. Creo que para navidad voy a estarme unas semanas en casa. Ya ve, apenas faltan unos meses para reunirme otra vez con la familia y, por supuesto, hacerle una visita a usted. Una buena noticia: ya le conseguí el libro que me encargó. Los estudios en la universidad van bien.

¿Qué es lo que me pasa ahora? Estará usted intrigado. La vida universitaria en sí misma es fascinante; sin embargo, afuera del Campus me siento cada vez más extranjero; sobre todo, al olfatear la rutina de la mayoría de la gente que vive aquí. La ciudad me parece, cada vez más, una fría y gran altiplanicie con guetos de pobreza y de riqueza cosidos por hilos: desde amplias autopistas hasta maltrechas calles en las barriadas. Los parques se colman de locos y mendigos; pero también de jóvenes y viejos sin empleo, que en tropeles van de aquí para allá, asumen poses y discursos, inventan posibilidades, maldicen gobiernos y luchan contra el desaire. Los crímenes están a la orden del día, si supiera usted. Camiones y tanquetas, repletas de bisoños soldados, pintan de verde olivo vastas áreas de la ciudad. Hay que andarse con cuidado. El miedo se respira de palmo a palmo y la desconfianza se nota harto en los semblantes. ¡Qué contraste!... con la sonrisa retocada de los rostros que exhiben los afiches proselitistas, que por doquier, irrumpen el espacio de la urbe. Lejos de exagerar, merodea un pánico indecible, que sólo se matiza un poco los domingos, cuando se llenan los estadios de fútbol... ahí, cuando estalla el hincha y se adormece —embriaga— el hombre-esclavo.

Desde que apuré mis primeras vueltas por las zonas del comercio, me llamó la atención la gran cantidad de establecimientos defendidos por guardias privados... “La paz de los fusiles”, como dice un amigo poeta. No acaba ahí el asunto... Si uno por casualidad anda de visita por alguna zona residencial y, exhausto por el reflejo del sol en el asfalto, se detiene un segundo para tomar aire a la sombra de una arboleda, desde ese momento se le quedan viendo a uno con sospecha y, tras bastidores, los aparatos de seguridad comienzan a bregar, por si las dudas. No digamos si hay que ir a realizar alguna diligencia a las villas privadas; andando uno a pie le ponen una retahíla de trabas, interrogatorio cuasi policial de por medio, antes de obtener —si se camina con suerte— el permiso para entrar a esas áreas palaciegas. Parece que en la ciudad sólo está permitido ver los escaparates de las tiendas, prerrogativa incluso asequible para los habitantes de las barriadas, que faltos de espacios, ¡figúrese usted!, visitan por centenares los megacentros, en un ir y venir jubiloso por los pasillos, para ver, tras los cristales, las impagables mercancías.

Si uno se toma el tiempo para recorrer la ciudad de extremo a extremo, se da cuenta de que es como estar en varias épocas y en diversos países al mismo tiempo. Sé que allá en nuestra ciudad, profesor, es algo diferente, porque es todo tan angosto que no se puede ocultar la pobreza desde ningún sitio; parece un mosaico, o quizás mejor valga decir: un collage social. En cambio aquí... una metrópoli, que se siente uno tan pequeño, insignificante, ¡vaya!, es como si la ciudad nos engullera hasta extirparnos la esencia.

No en vano le relato esto. Tal vez no le suceda a todos, pero siento un desgarramiento, como una enfermedad que carcome el ímpetu. La vastedad de estos lares alienta en mí un vacío, un desasosiego que me afixia. Sin duda, profesor, vivo en un exilio premeditado.

Quizás la gota que derramó el vaso, lo que me hizo asumir que estaba transformándome, sin saber yo en qué dirección, sucedió en los primeros días de junio. Con algunos compañeros estaba en una sala de estudio, discutiendo un reporte; de a poco, las voces de mis compañeros se fueron apagando. Sólo podía mirar sus gestos. Observaba risas, expresiones de reproche, asentimientos, mientras yo quedaba petrificado con la mano izquierda deteniendo la sien.

Entretanto, mi conciencia se posó en lo alto de la sala y con la mirada fui ampliando el panorama: la salita, el pasillo, estudiantes que iban y venían, catedráticos errabundos, y supuse que afuera: tráfico, sol, ciudad-prisión. Quería estar en todas partes, pero no en algún sitio en particular; no me sentía parte de un mundo sino de pequeños mundos cargados de sinsentido. Me aterró el tener conciencia de mi finitud. Como un rompecabezas con piezas trastocadas, me vi fragmentado en pequeñas partes que no lograban concordar. Al volver en mí noté, a juzgar por la ausencia de extrañeza en mis compañeros, que nadie había advertido mi situación. Volvieron las voces, la agitación en los pasillos y el espeso aire del mediodía. Pero también escuché otro sonido en medio del avispero, filas de pentagramas desfilaban y se balanceaban en el aire, y yo sentía que venían hacía mí. Sin dar explicaciones, dejé el asiento y me marché.

Como si fuese arrastrado por un oleaje, fui siguiendo un hilo de música de violín que, tenue, provenía de alguna de las aulas del edificio de enfrente. Cuando logré dar con el lugar del que brotaba la música, me quedé afuera del aula, escuchando la sonata, como quien oye en una playa el murmullo de las gaviotas. Sentado en el suelo y con la espalda contra la pared, sin premeditarlo, me quedé semidormido varios minutos, con la mente en calma, en un viaje interior que mucho tenía de inédito y que, descombrando mis viejas resistencias, me llevaba hacia una luz envolvente, cuyo reflejo permitía ver mi lado oculto, agazapado, cautivo entre paredes enmohecidas, arrojando gritos que se apagaban, impotentes, al estrellarse con los esquemas de la prisión. Pude entonces, durante ese lapso, reconciliarme con mi yo más profundo, tomando fuerzas desde las entrañas para llevarlas conmigo a la superficie.

Había perdido la sensación corporal, no era consciente de mi propia densidad, podría decir que flotaba en un espacio indeterminado, hasta que una joven tocó mis hombros, despertándome, y luego preguntó si me sentía bien. Sí, muy bien, le dije, largando un suspiro de alivio, como si aquella frugal siesta me hubiese quitado un peso de encima. Después de aquella experiencia, varias cosas han cambiado; en cierta forma, estuve a pocos segundos de enfrentar mi soledad.

Por supuesto que no ha sido fácil superar la pesadumbre. En alguna ocasión me he dejado arrastrar hasta el lado más profundo del foso, y, créame, es el infierno... la tierra del sin-deseo, ni siquiera asoma la rutina, es la desidia pura, que no se anda con rodeos. En verdad, hay momentos en que me agobia un tedio inescrutable. No quiero ver a nadie, ni siquiera el reflejo de mi cara en el espejo. Y si me descuido, después, aflora en mí una agresividad inusual, un repentino afán por lanzar los objetos contra la pared y gritar improperios. Empeora la situación si cedo a la tentación de embriagarme al tope con mi amargura, entonces tengo que atarme, literalmente, para no ir a liarme a golpes con el primero que me lance una mala mirada.

Mis peores momentos suelen transcurrir después de la jornada en la Facultad. Como usted sabe, vivo en el cuarto piso de un modesto edificio de apartamentos, algo retirado de la universidad. Al llegar al edificio, fatigado no sólo por la jornada de estudio sino también por el exasperante viaje en autobús, siento como si estuviese a punto de ingresar a un foso de concreto, chato y húmedo.

Cuando abro el portón, creo dejar atrás, no la universidad, sino un mundo de rostros cetrinos que dando manotazos finalizan el día. Y luego de avanzar por un pasaje de gradas, que se abre paso como gusano en la estrechez, entro a mi pieza con la sensación de estar sepultándome en un nicho, en el que las sombras se dilatan con el resplandor mortecino del bombillo. Le cierro la puerta al mundo, y al mundo no le importa, no tiene tiempo para mí, es más, no sabe quién soy yo.

En los días que me asalta la depresión, me enervo tanto que enciendo la televisión y me echo en un mullido y destartalado sofá; tiro los cuadernos a la mesa que hace las veces de comedor y, como loco, hago desfilar los canales en busca de algo que me aturda y ayude a olvidar el peso de las horas. A veces, veo un rato los noticieros para tomarle el pulso a las crónicas del día, o peor, como espectador cómplice, disculpe usted, de ese teatro con juegos pirotécnicos que nos exhiben para disfrazar la guerra en Medio Oriente. Muy pronto me harto y busco algo de música, miro un par de videos musicales y termino después embobado con alguna película. Si no me da sueño, ahí se complica más el asunto, tampoco me dan ganas de leer. Apuro algún bocado para medio cenar y tomo asiento para aguardar los regaños de la señora del cuarto de junto, que reprende a su hijo porque volvió a venir tarde de la calle.

Como no tengo teléfono, no le puedo hablar a nadie para pasar el tiempo. Por lo que, ya hastiado del televisor o de la radio, me acuesto en la cama, boca arriba, y comienzo a revolver la maraña de pensamientos que me inquietan, o mejor dicho, comienzo a enfrentarme a mí mismo, contra ese “yo” relegado pero punzante que me aguarda hasta que alejo la última mediación. Antes, cuando estaba en el país, podía recurrir a usted e invitarlo a caminar linterna en mano por las orillas de la ciudad. ¿Recuerda que varias veces nos sorprendió el amanecer, mientras conversábamos hora tras hora sin apercibirnos del tiempo? Bueno, no tengo con quién hacer algo así por estos rumbos, y caminar solo, durante la noche, es arriesgado.

En la mañana despierto sin desearlo, y el sopor del mundo sobrepesa mis párpados. Sólo el deber de la rutina logra ponerme en pie. Corro la cortina y observo el amanecer. La ciudad aún calla, parece inmóvil, sorprendida por los primeros rayos de luz. Pero, aun dentro de esa quietud, temprano se ve a hombres y mujeres que, como hormigas, preparan el ritual del nuevo día, esa repetición autómata de un mundo que raya en lo absurdo, digo, la recreación de “un mundo para casi todos jodido”.

Perdone si ahora desvarío, pero no puede imaginar usted, a menos que le haya sucedido, cuánto cuesta encontrarle sentido a este permanente abandono que hacemos de nosotros mismos, a ese refugio maniático en la idiotez, estirando los momentos cuanto podemos, sólo para terminar viéndolos estallar e inundarnos de agonía. Confieso que en esos momentos, cuando pierdo hasta la mínima certeza y me abandona todo propósito, la impotencia me seca el ánimo... Dejo de ser peregrino, me convierto en hombre-ausente, y mi aliento sabe agrio, como la propia rutina que condeno.

Quizás, a mi favor, soy de los que en la adversidad tratan de buscar la luz al final del túnel. No sé cómo ni dónde buscar, pero trato de moverme a tientas, siguiendo algún reflejo, o mi propio instinto. Puede sonarle baladí, pero una noche, varios meses atrás, realicé un intento que tiene algo de embrionario, de huella para trazar una senda más larga. Fui al cine, a la penúltima función; al finalizar la película, todavía no tenía ganas de irme al apartamento. Pensé que si me metía a la otra sala del cinema, así pasaría el tiempo.

Como no me atrajo el filme, sospeché que sería un fastidio quedarme. Fue entonces que por pura maña me acerqué a la taquillera. Ya la conocía, habíamos cruzado algunas palabras, al menos un par de veces, las suficientes para enterarnos de que vivíamos en la misma zona.

El pasillo que da a la ventana, adonde venden los boletos, estaba desolado; así que luché contra mi usual estado de retraimiento e intenté abrirle plática para después invitarla a caminar, porque ya iba a finalizar su turno de trabajo. Con frío cálculo, anticipaba que era poco probable que aceptase ir conmigo; por eso la abordé desprovisto de ansiedad, con tono gentil, hasta cierto punto desinteresado. No tengo por qué mentirle... ¡Aceptó! Afuera, el viento soplaba suave pero frío. Le presté mi suéter y nos internamos en la avenida.

Sin mucho rodeo, le fui hablando de mi estado de ánimo, del malestar reciente que sentía con la vida, de mi indiferencia hacia el mundo. Sin embargo, la noté aturdida, sin ganas de nada; me miraba por compromiso, quizás porque le prometí llevarla a su casa. Pronto me cansé del monólogo, y se me ocurrió preguntarle si le pasaba algo. Metiéndose las manos en el suéter, y haciendo más lento el paso, me contó que su madre estaba enferma y que necesitaba con urgencia una operación, entiéndase que muy delicada. Dijo, además, que en el hospital no tenían cupo para operarla sino dentro de cuatro meses. Las luces de los pocos autos que pasaban en dirección contraria a nuestra marcha alumbraban por momentos su cara, así que pude mirar rastros de dolor en su expresión, al tiempo que se esfumaba, sin retorno, la sonrisa que en su rostro parecía inextinguible. Contrariado, decidí no hablar más. Ella tampoco lo hizo. Avanzamos varias cuadras en silencio hasta que la despedí enfrente de su casa, muy cerca de mi apartamento.

Supongo que en apariencia ella y yo fuimos descorteses esa noche; ninguno reaccionó con empatía a la pena del otro. Quizás los dos nos sentimos como tontos luego de nuestras actitudes. No obstante, en el fondo creo que para ambos significó un desahogo, aunque fuese por un momento, ya que desafiamos el silencio que impone nuestra anónima presencia en la ciudad. Pero bien... uno va intentando aquí y allá, con tal de buscarle alguna salida al letargo del alma, unas veces resulta, otras no.

Todo lo que hasta ahora le he contado no tendría mayor sentido si omito lo que aún me resta. ¡Profesor!, frente a esa sensación de extrañeza que siento de mí mismo, frente a la idea de que la vida no es más que un accidente, encontré algo que me hace lidiar contra la monotonía. ¡Vea!, este quehacer, al que me voy a referir, ha sido reconfortante; sé que no es gran cosa, pero ha venido muy bien, a estas alturas de mi fiebre. Confieso que... por la pena, me sería difícil hacer esto en mi país; pero aquí, como nadie me conoce, no hay problema. Bien, me pongo unas alpargatas viejas y me voy a una pequeña plaza los domingos en la tarde, llevo libros de poesía, sin olvidar a mis favoritos: Machado, León Felipe y Vallejo. Cuando siento que es el momento, comienzo a leer en voz moderada, aunque lo suficiente alta para que alguien se interese. Allí va juntándose la gente, en ocasiones unas ocho personas; en otras, incluso hasta veinte. Leo por intervalos de quince minutos, a veces, en la pausa, aprovecho para tomar una taza del café que vende al aire libre una señora de trenzas largas, después reanudo la lectura.

A algunos los he visto asistir más de algún sábado... ya llevo cerca de dos meses. Siempre me preguntan si soy extranjero, porque no me notan su acento. Y preguntan si soy poeta, si tengo poemas propios. Me da tristeza desilusionarnos, pero les digo que lo mío es leer, no escribirlos. A algunos les gusta la idea. Hay una jovencita, estudia historia en la misma universidad a la que asisto, que me acompaña durante la jornada, e incluso una vez aceptó mi petición de que ella misma hiciese la lectura. Fue así que comenzó leyendo una de mis favoritas: Alturas, de León Felipe... Se recuerda, profesor... “Yo no distingo ya / desde un piso cuarto / un cetro de oro / de un bordón de palo...”.

Empero, lo que más me asombró de la estudiante de historia fue que, al cuarto sábado, me preguntó si podía ensayar en público un monólogo, escrito de su puño y letra. Por supuesto que no me molesta, le dije, y la animé a hacerlo. Llamé a la gente que estaba cerca y les anuncié el acto. Me pidió una pequeña colaboración: que acurrucara el cuerpo, sin moverlo, y me dejara poner encima una manta gris. En una suerte de exordio, dijo que yo, es decir, el cuerpo que cubría la tela, era “la verdad”, cincelada en bronce, pero oculta bajo ese trapo decolorado. Dijo que la verdad era la búsqueda permanente de sentido, y la manta, apuntilló, semejaba las taras de la humanidad, de una humanidad vencida por las falsas convenciones.

No dejó de parecerme muy abstracta y comence a preocuparme, pensé que iba a aburrir a los parroquianos. Pero eso jamás sucedió, la verdad que no. Aunque no vi su gesticulación, noté la consistencia que adquirió su voz, y el silencio del público me hizo suponer rostros entre expectantes y conmocionados. Si bien yo sentía un poco de malestar en las piernas, entumecidas por la posición, esa circunstancia no fue impedimento para que se me grabaran las últimas palabras. Profesor, tras una brevísima pausa de suspenso, cuando ella hubo lanzado sus frases frenéticas, a manera de epílogo y con el tono de voz más sosegado, dijo: “Un poeta es un pez de agua dulce lanzado arbitrariamente al mar”.

Después, se desplomó. Sólo unos momentos más tarde comprendí que aquel suceso no había sido fingido. Al parecer, exhausta, se quedó sin aliento. Escuché el rumor de la gente, confundida, supongo, dudando si aquello era parte del acto o no. Me quité la sábana y vi a un par de mujeres ayudándola. Me acerqué. Ella tenía los ojos abiertos, resplandecientes, en tanto pulso y respiración eran normales. En cambio, su expresión distante y la sonrisa congelada, la hacían ver como si fuese un ser de otro reino, imbuida del paroxismo de una sinfonía. Desde aquel hecho, la plaza adquirió un aura peculiar, reverdecida por el soplo de una prodigiosa espontaneidad.

No puedo asegurarlo, pero creo que ella experimentó algo parecido a lo que yo viví el día que la conocí en un pasillo universitario, cuando al quedarme adormilado al influjo de la música del violín, ella, que pasaba por ahí, me despertó para saber si estaba bien. Por discreción, me abstuve de preguntarle qué había sentido una vez concluido el monólogo. Hay circunstancias en que la observación basta.

Sabe, he animado a varios compañeros de la Facultad, ¡hombre!, para que se den una pasada los sábados, pero todavía no ha llegado ninguno. También invité a la taquillera del cine, a la vecina que regaña al adolescente, y a éste también. No me lo va a creer... ellos ya fueron a la plaza. No sé cuánto tiempo voy a continuar con las lecturas; por ahora, confieso que me siento tan comprometido como satisfecho.

El sábado pasado llegó un par de jóvenes músicos, los cuales ofrecieron acompañar algunas de las poesías a ritmo de charango y quena. Poco a poco fueron acudiendo varios amigos de los músicos y el ambiente se puso bueno. No sólo estaban ya mis libros, sino también otros que los muchachos iban sacando, y mejor aun, hubo tiempo para leer poemas inéditos. Por turnos, fuimos leyendo embelesados hasta que el policía que cuida la plaza se asustó de ver a tanto joven con el pelo largo, camisas de manta y sandalias. Le aclaramos que no ocupábamos “polvo” para extasiarnos, que se tranquilizara, nadie de nosotros iba a causar algún disturbio. Le compartimos café con pan; él, mientras tanto, se sentó un rato a escucharnos.

Estoy consciente, reitero, de que esta inquietud a la que he dado alas no es gran cosa. Cualquiera podría decir: ¿qué significan diez o veinte personas convocadas por el verso? De acuerdo, no es algo descomunal; no obstante, es un hálito que mantiene mi ilusión por la vida, una esperanza para que la ausencia no me despoje. Aun así tengo que luchar contra un gusanillo que me escarba las ideas, que me hace recordar aquel poema de Vallejo en el que dice, entre otras dagas, que un albañil muere al caer del techo y ya no almuerza, y se pregunta entonces por el sentido de innovar, de abstraerse en el tropo, en la metáfora...

No tengo respuestas a esa inquietud, pero la intuición me dice que la poesía es más que un alarde. Creo que es antes que nada pasión, y sé que hay de pasiones a pasiones. El verso para mí es pulsión, sangre caliente que me arroja a la vida y me salva del hielo. Es una vertiente, como podrán sin duda existir otras, que me hace palpar los amaneceres y los crepúsculos, la tristeza y el júbilo de la gente, que me induce a juntar mis manos y mi voz con otras manos y otras voces. Es por eso que me siento poeta... aun sin escribir versos.

Con franqueza, no puedo negarle que en este quehacer he encontrado sentido a mis horas bajas... y le cuento, en confianza, que me entra una tentación de leer los poemas en el recorrido del autobús, para ver si se levanta un poquito el ánimo de los pasajeros. Bueno, voy tomando valor, en medio de esta vorágine de las almas. Yo creo que, al fin, he encontrado un punto de partida.