Artículos y reportajes
Dos voces en el viento que pasa

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A propósito de Luz en lo alto, antología del poeta colombiano Juan Felipe Robledo, y Álbum de los adioses, antología del poeta y periodista cultural colombiano Federico Díaz-Granados.

Juan Felipe Robledo1. Todos juntos bajo esa brillante lámpara: antología de Juan Felipe Robledo

Leyendo Luz en lo alto, la antología recientemente publicada del poeta Juan Felipe Robledo, un extraño imán nos recuerda al escritor Jorge García Usta, cuando decía: “La poesía se propone siempre imposibles cotidianos. Barricada que no exime del gozo. Es una estrategia de resistencia que nos obliga a ver todo el mundo, no sólo el que nos gusta. A un poeta, a una poesía, pueden beneficiarlos cualquier oficio, siempre que su hacedor esté dispuesto, no a decir tonterías sobre la ingratitud de la vida, sino a lanzarse vitalmente sobre ese oficio como sobre un festín, un río, una mujer dulce”. Estas palabras contienen el espectro de luces y sombras que iluminan la obra poética que nos ocupa.

Nos resulta necesario compartir algunas impresiones de Luz en lo alto (Universidad Externado, colección “Un libro por centavos”, 2006), que reúne treinta y cuatro poemas incluidos en cuatro libros anteriores y otros inéditos. Emoción, ritmo y pulso, son algunas de las premisas sobre las que se sustenta la poesía de Juan Felipe Robledo, nacido en Medellín, en 1968. Ganador del premio Internacional Jaime Sabines, 1999, en México, por el libro De mañana. Luego obtuvo el Premio Nacional de Poesía del Ministerio de Cultura de Colombia, 2001, con su libro La música de las horas. En 2002 Golpe de Dados publicó la antología Nos debemos al alba y la Universidad Nacional de Colombia en su colección “Viernes de Poesía” publicó el cuadernillo Calma después de la tormenta y otros poemas.

La vitalidad de una poética consiste en su capacidad de acercarnos a experiencias intuitivas, que nos permitan participar de la diversidad del mundo (intuir un orden posible tras el caos de cosas materiales e imperceptibles), y tal vez en un verso suelto encontrar noticias de nosotros mismos. Vamos a la poesía para intentar entender fenómenos y situaciones, pero sobre todo, vamos a ella para sentirnos menos solos. Y cuando hablamos de poesía, es hora de integrar en nuestra visión la verdad de que la poesía no está sólo en los versos, sino en comerciales, comics, cuentos, ensayos, películas, cortometrajes, videos, guiones, novelas, pinturas, crónicas, reportajes, entrevistas, el teatro; todas esas expresiones tienen algún momento epifánico, donde se destaca el fulgor de la poesía, ese instante frente a una verdad incandescente que revela los contornos de nuestro universo.

En estos poemas de Juan Felipe Robledo conviven múltiples razas expresivas, mimetizadas en una gran pluralidad de tonos y maneras. Hay una inicial búsqueda de la adecuación entre el tema y los medios expresivos. Lo importante es que en conjunto aquí hay una poesía que sí logra subvertir las conductas habituales del verso libre. Robledo se las ha ingeniado para romper la “rutina expositiva” del poema a la que nos hemos venido acostumbrando. Es decir, cuando creemos que en el tránsito del poema vamos llegando a un paraje reconocido, es entonces cuando se abre el tragaluz, la ventana, la carretera secundaria, que nos saca de nuestra pasividad lectora, y de pronto estamos instalados en lo desconocido. Porque el lenguaje es, entre otras muchas otras cosas, una trampa.

En algunos apartes, apreciamos que el poeta bucea en los recodos de su memoria, y sublima y redime con creces las ausencias que lo habitan. Su palabra es errabunda y cobra dimensiones que nos reconcilian con esas ausencias; pero al tiempo que llena esos vacíos, nos confronta con la verdad de que el vacío vale por sí mismo, así como una pregunta muchas veces es más necesaria que la respuesta que busca agotarla.

Porque son inasibles y ambiguos los hilos que tejen nuestra naturaleza, porque somos más agua que metal, y de allí la endeblez de nuestro lenguaje, tan vacilante y provisional como nosotros. De esa manera Robledo revela la inanidad de los discursos personalistas, de las posturas mesiánicas (en novela, poesía, ensayo) que pretenden dar una respuesta totalizadora, que reduzca nuestra movediza realidad humana a ciertas claves y fórmulas vitales. Frente a eso el poeta celebra: “...es una alegría estar aquí y que el agua nos haga falta / y que la suciedad nos aceche...”.

En los poemas en prosa, este autor logra desencadenar cadenciosamente toda una serie de significados, casi como si se tratara de parábolas: “Consejos para los amigos”, “Así se puede existir”, “Es el silencio”. Es en estos textos donde más sentimos a ese hombre, entregado simultáneamente a lo inexplicable de la vida y de la muerte, a la confianza y a la desconfianza en lo percibido, que lo condena a la ausencia de certezas, pero también a la invención de motivos y razones: de un sentido particular que refuerza su identidad y fe.

En Robledo no hay un ánimo rupturista doloso, con la tradición poética heredada como lector, sino curiosidad por las posibilidades expresivas frente a lo indecible. Asociar ideas y sensaciones es un arte. Aquí hay una ternura elegida lúcidamente, frente a una realidad social que parece inducirnos a la quema de naves. Hay líneas siempre sugerentes e inquietantes, que traducen experiencias endeudadas con la luz y el candor de la vida sencilla. Experiencias leídas que reviven sentidos ocultos. Un ansia de claridad que se debe a la tradición literaria árabe, al imaginismo anglosajón, al simbolismo francés, tanto como a una consoladora canción de la radio escuchada en un café, o una sentencia feliz y espontánea lanzada por un amigo, y que suelta el nudo apretado de nuestra melancolía.

Estos poemas son capaces de convencernos de que el hombre no es malo ni bueno, sino todo lo contrario. Que así como hay gente que colecciona zapatos, hay otros que intentan descifrar el idioma con que se cortejan los cuervos. El universo reducido a una armoniosa combinación de elementalidades: “El mundo, esa terca suma de aceite y rostros turbios...”. Pero más allá de lo dicho, ésta de Juan Felipe Robledo es una poesía hecha desde la convicción íntima de que aún la palabra es una posibilidad de compañía, de que el ser humano es algo más que una criatura abandonada a sus recursos en un páramo hostil.

Este libro es un abrazo invisible que desde lejos nos estrecha, y nos hace pensar que aún tenemos muchas cosas que decirnos entre nosotros, que todavía nuestro horizonte como especie no se ha borrado.

 

Federico Díaz-Granados2. Álbum de los adioses: memoria permanente del instante

Álbum de los adioses es el título del libro antológico del poeta y periodista cultural Federico Díaz-Granados (Bogotá, 1974), editado recientemente por la Dirección de Extensión Cultural de la Universidad Externado de Colombia, en su colección “Un libro por centavos”. Son treinta y tres poemas, representativos de las múltiples temáticas que han sido objeto de indagación por parte de este creador, en sus tres libros anteriores: Las voces del fuego (1995), La casa del viento (2000) y Hospedaje de paso (2003).

Díaz-Granados mantiene un vínculo respetuoso con la tradición literaria, pero también subvierte esas claves necesarias, cuando así lo exige su propuesta expresiva. Es allí, en esa libertad creativa, donde hallamos registros particulares importantes. ¿Cuántos poemas quedaron atrás, en la manufactura estética, en esa alquimia de tiempo y borrador, tan necesaria y desesperante, y gracias a la cual es posible la lectura y el disfrute de este libro?

Todo poema es un todo en sí mismo, la búsqueda de unidad en los libros es una elección personal, no una necesidad o exigencia de tendencias, escuelas críticas o filosofías personales. Estos poemas son atajos inesperados, plegarias cifradas, con los cuales se testimonia la extrañeza de estar vivos.

Hallamos los ritos domésticos que llenan el vacío que a veces somos, los mantras personales a los que acudimos cuando estamos a solas con nuestro temblor. En algunos pasajes, el autor manifiesta de manera rotunda su adhesión a los urgentes planteamientos de su época; tal vez alentado por la conciencia de crisis de su sociedad, y se obtiene entonces: una consoladora compañía.

El álbum poético de Díaz-Granados es exorcismo, pero también posesión. En varios poemas el autor revisa con insistencia el instante como átomo del tiempo, ¿de qué está llena esa partícula? Hay un hallazgo de preocupaciones, planteadas desde lo coloquial, con las que se amasa una poética que nos concierne íntimamente; compañía, en un mundo donde la soledad es materia viva.

Cabe destacar en otros textos la reflexión flexible en torno a la identidad, a ese río secreto y plural (aguas torrentosas, aguas apacibles) que corren trenzadas en lo que somos, o más bien, en lo que creemos que somos; invitando a que cada quien asuma la tarea de rehacerse cada día, de recomponerse como un todo. Por su parte, el poeta Mario Rivero nos dice: “(Díaz-Granados) no se detiene sobre el artificio y la inautenticidad. Nada tiene que ver con las ventoleras retóricas del libro como ‘objeto del deseo’, y sí mucho que ver con la gravedad, la discreción y la sutileza”.

Este libro hace un hueco en nuestra memoria, y se queda a vivir con nosotros. Refleja y contesta nuestro silencio, mediante un diálogo de opuestos y emociones coincidentes: la universalidad de lo humano y su tacto mutuo. Una poesía en la que se nota la batalla del autor contra su tiempo, el inevitable forcejeo con sus posibilidades expresivas, sus símbolos, referentes, y lenguajes que esconde el mismo lenguaje, y que hacen posible una poética donde lo vivo arde, en donde el lector se lee a sí mismo, y encontramos nuestro lugar en esta plaza que parecía tan sola.