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Vuelta al mismo lugar

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Vuelta al mismo lugar, los mismos ojos insomnes, las mismas bocas sedientas, las botellas vacías y el tango de siempre retumbando en la memoria... si supieras que aun dentro de mi alma conservo aquel cariño que tuve para ti, quién sabe si supieras que nunca te he olvidado, volviendo a tu pasado te acordarás de mí... Doy un paso y avanzo hacia el fondo, tomo un trago más y mis párpados caen como hojas muertas, quedo suspendida en el vacío hasta que una voz me rescata diciendo:

—Esta se la manda el señor de la mesa de la esquina.

—Gracias —respondo, mientras miro al lugar de donde proviene el líquido sagrado. Un hombrecito corriente, de ojos parcos y figura sosa, me sonríe dejando a la vista sus amarillentos dientes. Le hago gesto de agradecimiento y vuelvo a la nada, donde habitan mis pensamientos.

Me pregunto qué hago en este lugar y mi necio yo no me responde. Trato de recordar cómo llegué y a qué horas, pero una terrible pesadez en la cabeza me impide traer algo, una simple imagen a mi memoria.

Tomo un sorbo del néctar embrutecedor y le digo al hombre de detrás de la barra:

—Quisiera escuchar una canción.

—¿Cuál sería? —me pregunta con un tono cansado.

—Dos gardenias —me adelanto a decir con voz atropellada.

—Un momento —responde y se da media vuelta para buscar en el cuartito de donde provienen las notas malditas que llenan de sentido el espacio.

Tarareo otra canción, mientras reparo en las cosas del lugar: las sillas de cuero, las mesas de madera, las lámparas a media luz, el orinal de Ellos oculto con una pequeña portezuela que deja al descubierto los pies del incauto necesitado, la acabada puerta de Ellas tras la cual está el sentadero que lleva al paraíso, la pequeña barra donde me encuentro, los cuadros de Gardelito, de Celia, de Tito y de muchos otros cantantes que seguro he escuchado y no recuerdo.

Dos gardenias para ti, con ellas quiero decir, te quiero, te adoro mi vida, ponles toda tu atención que serán tu corazón y el mío, dos gardenias para ti que tendrán todo el calor de un beso, de esos besos que te di... Claro, un beso, retumba esa palabra en mi cabeza, cuando aparece la imagen distorsionada de un hombre con el que uno mis labios una y otra vez, mientras su mano se posa en mi cadera y empieza a ascender lentamente... por más esfuerzo que hago, no logro divisar con claridad quién es, tal vez sea un recuerdo muy lejano, tal vez no exista, tal vez me lo esté imaginando.

Tomo otro sorbo y pronuncio muy bajito... y hasta creerán que te dirán te quiero, pero si un atardecer las gardenias de tu amor se mueren... Gardenias no, Rosas tampoco, Margaritas menos, Dalias, claro, Dalia sí, Dalia estaba conmigo, miro a uno y otro lado y nada, Dalia no está acá, pero sí salimos juntas. Pregunto con mucho esfuerzo para articular al copero mesero:

—¿Dalia?

—Usted pidió las gardenias —responde con desconcierto.

—No, Dalia, la mujer que estaba conmigo —interrogo con preocupación.

—No, señorita, usted ha llegado sola, siempre ha estado sola —contesta con extrañeza. Pero con extrañeza quedó también yo, si Dalia estaba conmigo, me llamó esta tarde para que saliéramos a algún bar, recuerdo su voz tras la bocina diciéndome a las ocho y treinta.

Acaso, ¿que horas son?, ¿serán menos de las ocho y treinta? Me cuestiono y otra vez mi yo no me responde. Busco entonces el reloj y miro cómo las manecillas se mueven en todos los sentidos, sin responderme tampoco. Pregunto, ahora, al copero mesero:

—Señor, ¿qué horas son?

—Las dos y treinta —contesta.

—¿Las dos y treinta? —exclamo con preocupación.

¿Será que nunca fui a la cita con Dalia?, ¿será que nunca nos pusimos tal cita? Pero si su voz retumba en mi cabeza, a las ocho y treinta, no me vayas a fallar, claro, Dalia estaba conmigo o ¿no?... no sé, siento cómo figuras se deshacen y hacen ante mí.

Tomo un gran trago de cerveza y mi vejiga se retuerce, como si estuviera a punto de estallar, me levanto con mucho esfuerzo y dando tumbos llego a la puerta que indica Ellas, cojo la chapa para abrirla y de pronto siento una sombra que me murmura al oído: aquí estás, palomita, no podrás volar más, volteo y ahí esta el hombre de figura sosa sonriéndome con sus grandes dientes amarillos, lo miro a los ojos y entro al baño con premura, sin musitar palabra.

Adentro, hago malabares para poder bajar el pantalón y las bragas, en un golpe de suerte encuentro el retrete y apoyo mis nalgas en él, un gran chorro amarillo sale de mí, mientras escucho una salsa... cuidado en el barrio, cuidado en la acera, cuidado donde quieras que te andan buscando... ¿Por qué ese hombre me acaba decir lo que me dijo?, no lo he visto nunca. ¿O sí? Me interrogo nuevamente y mi yo empieza a titubear, tal vez sí, tal vez sí...

De vuelta a la barra me encuentro con rostros escurridizos que no me dicen nada, traslado mi vista a la esquina, donde el hombrecito de sonrisa amarilla abre su boca para gesticular palabras que apenas puedo descifrar. Me aterro con el gesto de ese hombre, pero desafiante pido otra botella de cerveza.

—¿Quién es ese hombre? —pregunto al mesero copero, con una voz más segura.

—¿Cuál, señorita? —responde, mirando hacia todos los lados.

— Disimule —le digo—. El hombre que me envió la cerveza.

—No sé, nunca lo había visto —afirma con vehemencia.

—¿Hace mucho llegó? —interrogo nuevamente.

—Un poco después de usted —afirma, guarda silencio por un momento y dice—: no la ha dejado de mirar desde que llegó, pareciera que la conociera —dice finalmente y retorna a atender a los otros borrachos.

¿De dónde lo conozco? Me repito y mi yo trae retratos recortados como un rompecabezas que no puedo armar. Me aviento un chorro y de tanto cavilar, riego un poco de cerveza sobre mí, me miro, para limpiar la parte mojada, me sorprendo con lo inusual de mi vestimenta, pantalón ajustado, blusa roja de un profundo escote... ah, recuerdo nuevamente la voz de Dalia, diciéndome, vístete para la ocasión, nos vamos de levante.

Dalia, Dalia, ¿dónde diablos esta Dalia? Me cuestiono con desesperación y mi yo se va con la letrilla que empieza a sonar... Mi gato se está quejando, que no puede vacilar, que donde quiera que se mete, su gata la va a buscar... pero, ¿por qué repiten esa canción? Ya la han puesto, ¿o no?, no fue acá, fue en otro lugar, pero si anoche la escuché, claro, con Dalia, en el Paraíso. ¿Por qué no estoy en el paraíso?

—¿A qué horas llegué a este lugar? —asalto con una nueva pregunta al mesero copero.

—No estoy seguro, creo que a media noche —responde con duda. Guardo silencio y mi cara se torna sombría, el copero mesero nota mi desesperación y se adelanta a decir como ayudándome a recordar—: entró asustada, bañada en sudor, como si viniera corriendo —asevera con solidaridad y vuelve a su trabajo.

Maldita laguna, pienso, y ahora hago un esfuerzo mayor para traer escenas a mi cabeza: el paraíso, una copa, unas manos, un tequila, otro tequila... por fin, ahí está Dalia con su mirada coqueta hablándole a un par de tipos.

—Deben estar forrados en billetes —me había asegurado antes de sentarnos en la mesa con ellos.

—Parecen más bien traquetos —le advertí con desconfianza.

—¿Y qué? Mejor, más platica pa’ rumbear —dijo sin prevenciones.

Yo me dejo llevar por las circunstancias y salgo a bailar con un hombre robusto, que me apreta contra sí, me besa una y otra vez, mientras su mano se posa en mi cadera, ascendiendo poco a poco hasta posarse en mi pecho, en un arranque de ira la separo de mí y le grito hijueputa, él me grita zorra y vuelve hacia mí con ganas de terminar y matarme, encuentro una botella y se la aviento en la cabeza dejándolo sin conciencia.

Lo mato, lo mato, gritan por todo el bar, un hombre con figura sosa y dientes amarillos procura atraparme, desesperada corro sin reparar en nadie, cruzo calles, avenidas, almacenes, personas, hasta llegar acá. Vuelta al mismo lugar, donde me pierdo en el tango, el bolero, la salsa, pido una y otra cerveza, hasta dilapidar la conciencia, los recuerdos, entierro toda mi vida en el licor, la abandono allí. Hasta que mi yo piensa en Dalia, ahora recuerdo que a ella también la abandoné, sus chillidos de auxilio retumban en mi cerebro, espérame, espérame, me suplicaba, pero era la vida o la muerte con ella, yo corrí y no reparé en sus súplicas.

Escucho la letra de mi última canción, Siento una voz que dice agúzate que te están velando... Un líquido amargo empieza a subir por mi garganta, siento un temblor un todo el cuerpo. Una voz que viene detrás de mí me advierte: palomita, llegó tu hora, me levanto de la silla, ahora sí de vuelta al mismo lugar de donde huí, de vuelta al precipicio.