Letras
Demasiado perfecta

Comparte este contenido con tus amigos

Lo primero que hace Laura es quitarse el disfraz de bailarina y tirarse sobre mí. Me restriega sus pequeñas tetas en la cara, su sexo en la entrepierna, las uñas en la espalda. Su cabello negro, su piel morena. Apenas puedo respirar. Y ella empuja y empuja, pidiéndome que la llame puta. Laura no es nada mío, pero se ha convertido en el centro de mi universo.

Laura tiene 19. Yo estoy casado, pero ella no lo sabe.

Me casé con la que había sido mi novia durante casi diez años. Le compré una casa y ella me dio dos hijos. Luego compramos un perro. Ella plancha mis corbatas y mis calcetines, me corta el cabello y me alcanza la toalla cuando salgo del baño. Buena mujer. Hasta cenamos con sus padres los fines de semana.

Cuando colocas explosivos en el lugar adecuado y los activas en el orden correcto, se puede volar un edificio gastando muy poco. BUM. Una explosión controlada. De la misma forma entró Laura en mi vida.

El día que cumplí los 39, mientras tomaba un vodka tonic en un bar de quinta al que me habían llevado mis amigos, mientras miraba a las meseras caminar de aquí para allá con sus faldas pequeñas y escuchaba música vieja, fumando un cigarrillo sin filtro, mientras me daba cuenta de que no tenía problemas económicos y mis amigos platicaban sus historias, me di cuenta de que no quería cumplir 40 sin haberme acostado con una jovencita.

Laura...

Laura había salido en el interior de una revista para quinceañeras, modelando pantalones de mezclilla, hacía unos meses. Eran apenas tres páginas en una publicación oscura, pero suficientes como para convertirla en una devoradora de adulaciones.

La miré por primera vez una tarde de noviembre, bajo el fuego de un viejo edificio en llamas, y supe que sería mía.

Después de aquella noche con mis amigos, comencé a mirar a las secretarias y las becarias, a las visitantes y las amigas, a las esposas y clientas. Caminaba por las construcciones donde trabajo, con mis botas de vaquero, dejando por todas partes mi aroma a Vetiver. Pero ninguna de ellas me parecía lo suficientemente atractiva, o lo suficientemente joven, o lo suficientemente delgada como para arriesgarlo todo. Pronto me convencí de que en ese lugar no iba a encontrar nada.

Mi esposa me preparaba el desayuno, me guardaba sandwiches en el portafolio, me echaba un yogurt, me anudaba la corbata. Me daba un beso antes de subirme al auto para llevar a los niños a la escuela. Buena mujer. Tal vez demasiado para mí.

En una ocasión, Laura se puso a cantar mientras bailaba sobre una silla a la mitad de un centro comercial. Se reía y daba vueltas agarrándose la falda. Se paraba de puntitas y me mandaba besos. Yo me tapaba el rostro y la miraba de cuando en cuando, riéndome. Ella me hacía sentir joven. Me hacía volver en el tiempo.

La llevaba a los hoteles más bonitos, a los que tuvieran espejo en el techo y jacuzzi. A ella le gustaban las burbujas y tomar ron con cola. Le gustaban mis cigarros sin filtro. Le gustaba rasurarme sentada sobre mis piernas. A mí me gusta su vulva depilada y sus tetas pequeñas.

“¿Te vas a casar conmigo?”, decía.

No lo creo, le contestaba. Y ella hacía como que se enojaba.

No vimos las mismas caricaturas, ni leímos los mismos comics, ni escuchamos la misma música, ni seguimos las mismas modas, ni vestimos ropa parecida. No tenemos los mismos sueños. No vimos los mismos programas en la tele. Lo que a mí me gusta, para ella es historia. Lo que a ella le gusta, para mí es cosa de niños. No somos iguales. Sólo nos parecemos en la cama, mientras nos revolcamos como animales, mientras ella se convierte en lobo y yo en la presa, y eso es lo que al fin y al cabo importa.

Laura tiene un Pointer rojo que yo le regalé.

Hay hombres que salen con las amigas de sus hermanas, o con las novias de sus hijos, pero yo no. No me fui a meter a una disco o un bar, mucho menos a un restaurante o un gimnasio. Todo eso es fácil, prefabricado. Como cazar un león en un zoológico. Quería una chica como las que veía en la calle; desconocida y hermosa. Quería comenzar de la nada para luego perderme en el fuego y elevarme al cielo, como un fénix.

Laura...

Todas las noches duermo del lado izquierdo de la cama. Leo unas cuantas páginas de algún libro y apago la luz antes de dormir. Mi esposa prefiere mirar telenovelas.

Antes de ir a la habitación checo que los niños estén tapados, que se hayan lavado los dientes y puesto el pijama. Miro que no haya mensajes de urgencia en mi Nextel y me digo que el día ha terminado. Me doy una palmada en la espalda. Sueño con Laura.

La conocí la tarde que se incendiaba un gran edificio azul lleno de vidrios. Me detuve para mirar de cerca lo que estaba pasando, y mirar a los bomberos con sus rostros llenos de tizne intentando detener el infierno. Me detuve y me quité el saco. Junto a la línea de contención estaba Laura, con el cabello lleno de ceniza.

“Siempre he imaginado que el día del juicio todo se verá así”, dijo ella sin mirarme.

Yo nunca había visto un incendio.

Nos quedamos hasta que no hubo más fuego, luego le di mi tarjeta y le dije que me llamara si algún día se sentía sola. Laura llamó al día siguiente.

Se había escapado de su casa el día que su padre se cansó de sus llegadas tarde, de sus berrinches. Le dijo que ahí se respetaba un horario, que esa era una casa decente. Y ella se fue a vivir con una de sus amigas que le consiguió trabajo como edecán. A Laura le gustaba la fiesta.

La siguiente ocasión que la vi, ella vestía de negro. Me dijo que venía de trabajar. Apenas y si mencioné algo sobre mí. Le dije que íbamos a cenar juntos y después, si quería, nos iríamos a bailar. Ella dijo que sí y subió al auto. Cenamos pizza y bailamos en el Buldog.

La primera noche que pasamos juntos, ella venía de la escuela; calcetas a la rodilla y camisa marinera. Salimos a carretera y luego nos metimos a un hotel-garage. Cerramos las cortinas y subimos a la habitación. Ella me dijo que no traía ropa interior. Me dijo que le gustaba que la llamaran puta mientras la penetraban. Me dijo que me quitara los pantalones.

“¡Es enorme!”, dijo. “Me vas a partir en dos, bebé”.

Mentirosa, le dije.

“Deberías quererte un poco más”.

Hacía mucho que no lo hacía tres veces en una sola noche. Honestamente, me sentí culpable.

Cuando eres joven, quieres cantidad. Lo haces una vez tras otra, como animal. Cuando te vas haciendo grande y llega la rutina, suples la cantidad con la calidad. Pero cuando se junta la fuerza con la experiencia, la mezcla puede partir al universo en dos. Laura lo hacía posible. Laura sacaba lo mejor de mí.

Al día siguiente me compré un par de zapatos, me corté el cabello y llegué a la oficina con ganas de trabajar. “Estás irreconocible”, me dijeron. “Pasa la receta”, fue otra de las cosas. Mi secretaria fue la única que dio en el clavo; “Usted tiene una aventura”, me dijo, y yo le sonreí.

Al día siguiente, Laura volvió a llamar a mi Nextel.

En casa, mi esposa parecía como un árbol en medio del desierto. Su cabello quebrado, su piel pálida, sus ojos cansados. Levantándose temprano para prepararme el desayuno, para vestir a los niños, para besarme antes de ir a la oficina.

Caminaba por las construcciones que debía supervisar con mi aire de iluminado, algo parecido a un maestro zen, como budista en las calles del Tibet. Quería gritarle a todos que estaba feliz. Nada podía hacerme enojar. El mundo había cambiado. Era un maestro zen, un Hare Krishna.

De Laura me gustaban sus senos pequeños, sus piernas bien torneadas, sus nalgas redondas. Me gustaba su cabello lacio, su boca, sus hombros estrechos. Me gustaba escucharla gritar mi nombre. Me gustaba quedarme dormido en sus brazos después de terminar.

Las dos cosas que más le gustaban a Laura eran las noches de fiesta y la ropa de diseñador. Plástica. Niña televisión. Muñeca de catálogo del Palacio. A mí sólo me gustaba mirarla desnuda, tocar su cuerpo suave y firme, apretarla ligeramente, morderle las nalgas.

Una noche, mientras miraba la tele y tomaba un vaso de leche, cuando los niños ya se habían ido a la cama y ya estaba a punto de irme a descansar, mi esposa dijo:

“¿Qué pasa?”.

Nada.

“Has estado muy raro últimamente”.

No. No tengo nada.

Y hubo silencio.

“Esta historia ya la conozco. Me lo hiciste hace muchos años, cuando éramos novios. No quiero que vuelva a pasar”.

La miré de la forma más seria posible.

“No quiero que vuelva a suceder”.

No pasa nada. Estás alucinando, dije.

“Sólo recuerda que te amo, y también los niños”.

Luego, con los brazos cruzados, mi esposa abandonó la sala, dejándome con todos esos pensamientos dando vueltas por mi cabeza. No pude seguir viendo la tele.

Maldición.

Al día siguiente me levanté muy temprano, me bañé y me perfumé, tomé las llaves de mi Audi y salí a la calle. No besé a mi esposa ni me despedí de los niños. Manejé el auto durante una hora, dando vueltas por la ciudad, y luego me deshice de él. Ya no lo quería. Lo vendí y me compré un jeep color amarillo al que le puse una cola de zorro en la antena. A Laura le compré un Pointer rojo.

La llevé a cenar a La Garufa, nos reímos un rato y luego le di las llaves del auto. Ella brincó sobre mí y me abrazó, gritando de alegría. Me besó. “¿Y qué quieres a cambio, bebé?”, dijo ella con su voz de niña tonta.

Luego te digo, contesté.

De vuelta en el hotel, Laura se quitó el disfraz de bailarina y se tiró sobre mí. Olí su cabello negro, su piel morena. Y comenzó a restregarme sus pequeñas tetas en la cara, su sexo en la entrepierna, las uñas en la espalda. Yo apenas podía respirar. Y ella empujaba y empujaba, pidiéndome que la llamara puta. Laura era el centro de mi universo, pero la detuve.

Tenemos que dejar de vernos, le dije.

“¿Qué?”.

Eso es lo que te pido a cambio. Quiero que dejemos de vernos.

“No puedes hablar en serio”.

Pues no me estoy riendo.

“¿Ya no me quieres?”, dijo.

Y no le contesté.

Laura se puso de pie, levantó el disfraz de bailarina, me miró un momento. Le temblaban los labios. Se quedó de pie delante de mí, sin decir nada, casi un minuto. Yo me arreglaba la camisa y me limpiaba sus besos de la cara.

Laura...

El auto es tuyo. Considéralo un pago por toda la felicidad que me has dado, le dije. Sé que sabías que lo nuestro no iba a funcionar. Son veinte años.

“¿Te doy vergüenza?”.

Nada de eso, dije.

Y pensé en mi esposa.

Sin decir más, Laura dio media vuelta y salió de la habitación. SLAM. Y mi corazón se desgajó como el papel tapiz de una casa vieja.

A los dos días la volví a ver en un centro comercial. Ella iba de la mano de uno de esos jovencitos que se visten con pantalones apretados y muñequeras con incrustaciones de metal. Los dos se besaban con furia. Él le agarraba las nalgas con fuerza, jalándola hacia sí. Niña televisión. Muñeca de catálogo del Palacio. Por suerte, Laura nunca me vio. Y yo me fui con las manos en los bolsillos.

Esa noche, cuando llegué a casa, cansado, besé a mis hijos y luego a mi mujer. Dormían. Me puse el pijama y me metí bajo las sábanas, escuchando su respiración.

Con la luz de la luna entrando por las cortinas, y los dedos cruzados sobre el pecho, recordé que la próxima semana era mi cumpleaños.