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Historia de una locura

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“(...) alucinaba a Santa Eulalia la de los pies lascivos; no se bañaba hacía meses, e iba adquiriendo una peste apropiada de esquizofrénico tipo místico y se imaginaba a sí mismo en una peregrinación hacia Santiago de Compostela”.

Memorias del sanatorio, Héctor R. Vallés.

Vallés, autor puertorriqueño de la novela Memorias del sanatorio, me comentó, a partir de algunas indagaciones mías en las razones de su obra, que Sartre, el filósofo existencialista francés, había escrito que el músico austriaco de la segunda mitad del siglo XVIII, Amadeus Mozart, era el último gran talento que fue feliz.

Con la psiquiatría contemporánea el problema de la infelicidad humana se ha reducido a un concepto médico, que supone la búsqueda de una etiología del mal y de una profilaxis del bien que debe aliviar al enfermo, aligerar la pesada carga de sus días. Para paliar las circunstancias humanas de la alienación han aparecido alienígenas, provistos de un determinado saber e instrumentando una tecnología, los cuales tratan un problema capital que las filosofías y las religiones vienen tratando e identificando desde milenios.

Es el llamado mal de la melancolía. “El mal del siglo”. Así se le llamó en el siglo XIX, donde estuvo de moda ser triste, como sentirse un completo escéptico ante las propuestas que nos hace a diario la vida. El problema era entonces abordado especulativamente por los literatos, los filósofos, por el pensamiento humanista; devenía, el concepto de infelicidad, en un rasgo sustancial del carácter de ciertos hombres y mujeres sensibles; predestinados a no ser comprendidos por su tiempo; marginados, en su altruismo, por esa “magia burguesa”, funcionalista y eficiente (creadora de una nueva escala de valores) que comenzó, poco a poco, a imperar en todas partes.

El espacio literalmente concebido para la marginación social, donde se han visto alojados por el vértigo de la nueva época el hombre y la mujer melancólicos, el pensamiento y el comportamiento inusual, fue sufriendo las modificaciones que el desarrollo de la ciencia le propició. El pensamiento burgués de nuestro tiempo, debido a su connotación utilitarista y pragmática, comenzó rápidamente a subvertir el otrora fundamento existencial de la infelicidad humana y la justificación ética del fracaso romántico ante la vida, para parcelarlo, como máxima contribución científica, en las celdillas de los nuevos hallazgos de la farmacopea y las más recientes definiciones médicas. El concepto mismo de enfermedad ha perdido con esto su dimensión simbólica, alegórica, metafórica que fuera la manera en que el profesor de Viena, creador del psicoanálisis, Sigmund Freud, concibiera los males de la mente como complejos culturales expresados filogenéticamente en las relaciones internas (sociales y psicológicas) de la familia humana.

Los nuevos paradigmas científicos y psiquiátricos ya no son los complejos psicológicos, fundamentados culturalmente por el teatro trágico griego de los clásicos Esquilo y Sófocles (el complejo de Edipo, el complejo de Electra etcétera) sino los nuevos descubrimientos del comportamiento bioquímico del cerebro y la química terapéutica. O sea, para decirlo filosóficamente, las enfermedades, incluyendo las psiquiátricas, tienen, en la nueva concepción, un basamento esencialmente empírico. Se llega con esto a la creación de un paradigma biológico, en consenso, para la comprensión y el tratamiento de todas las enfermedades humanas, incluyendo la infelicidad; el comportamiento anómalo y lo que se conoce contemporáneamente como locura, la esquizofrenia.

La novela Memorias del sanatorio narra la historia de personajes “sedados” por los neurolépticos. Es como un largo discurso exteriorizado que nos lleva de la mano por escenarios cosmopolitas, los cuales se ubican, indistintamente, en Miami Beach, Nueva York, Madrid y Puerto Rico. La entiendo como un texto pautado por frecuentes ironías, humor blanco y negro, curiosos rejuegos intelectuales y dolorosos sarcasmos, que han logrado hacer del lenguaje con el que fue escrita el personaje principal de la pieza literaria. Creo que me encuentro ante una obra concebida desde el placer y para el placer; un texto construido por la fiebre hedonista de quien manejó, desde el principio hasta el final, la enorme pulsión de su escritura. Un singular autor que buscó siempre conjurar los demonios que asaltaban su precaria paz, según parece, a alto precio conseguida.

Memorias... es una literatura compuesta de la manera en que el Marques de Sade quería que se escribieran todos los textos: desde la compulsión del Deseo. La novela es así la secreción que comienza en la primera línea, al modo de una agotadora, y prolongada en el tiempo, masturbación genesíaca. Concebida, luego del clímax definitivo, para el nacimiento originario de una literatura; una acabada expresión que deja, sobre el papel en blanco, la huella seminal de noches infernales, pero, también, de la esperanza intuida a la luz de una escritura al fin verificada.

A partir de lo antes dicho podríamos llegar a plantear un fundamento biológico, vitalista de la literatura y el arte. Mas, lo que sucede es que tanto el arte como el pensamiento son también entidades sociohistóricas, sometidas, por tanto, a los procesos temporales del cambio, las mutaciones y las necesidades materiales. Y del mismo modo que las enfermedades del cuerpo y de la mente no deben ser aisladas para su interpretación del contexto histórico y social (psicológico y familiar) en que se producen, el testimonio de nuestras anomalías espirituales, de nuestras más obscuras pulsiones y símbolos, poseen un contexto objetivo sobre el cual se verifican y sobre el cual se expresan literariamente.

El libro del filósofo francés Michel Foucault, Historia de la locura en la época clásica, narra la historicidad de la relación médico-paciente y las implicaciones socioculturales que esta relación tiene dentro de la teoría del conocimiento. Una relación, pudiéramos añadir, que se vuelve histórica porque es esencialmente hija de un complejo proceso material y humano. Que, por tanto, evita el conocimiento médico como formulación absoluta, al modo de una mediación, de raíz teológica, en la que la ciencia descendería al individuo por medio del chamán moderno, el médico, y su brujería, el domino técnico.

Pienso que Puerto Rico, refiriéndome al caso literario de Vallés, es un contexto cultural sumamente ubicuo por su doble carácter de semi nación isleña y nación desarraigada en los predios del Norte. Por eso es que opino que toda experiencia médica debería valorar el factor sociocultural (existencial) del paciente y entender al conocimiento científico como un devenir, jamás como una teoría desligada de un proceso real en constante formación. El conocimiento es una producción donde se implica todo, hubiera dicho Carlos Marx. Por ello el paciente no es sólo el objeto de un conocimiento (el psiquiátrico), es también coautor, sujeto actuante, dialécticamente hablando, de ese conocimiento.

Tal vez sea mejor sentirse de un modo en el que no se entienda nada humano que no sea producto de la historia. Lo más importante de la historia es su relativismo, su valor práctico y vivencial. La historia está viva y el conocimiento científico incurre a veces en el error de convertirse en el suelo de una demarcación muerta, obscura, reticente, ajena al individuo, quien, en cierto sentido, lo es todo.

Recientemente Vallés me decía textualmente: “La novela Memorias... es, como vista y bien vista por ti, y el discurso, del cual yo y mi historia somos la fuente, como un personaje de los montes de Lares o Naranjito (Puerto Rico) que trata de escribir, quizás como Pierre Menard, el Quijote”.

Todos los que han leído con atención el Quijote pudieron percibir que la obra sucede en un espacio geográfico muy bien definido, connotado por una diáfana ubicación localista: el pueblo del Toboso, la región de La Mancha, etcétera. Lares y Naranjito son, a su vez, localidades puertorriqueñas bien localizadas, las cuales, en su persistente latencia cultural, pueden auspiciar una expresión artística y literaria de distinto rango. Lo mismo puede decirse del Nueva York boricua o del Miami esencialmente latino, comprendidos como proyectos sociales donde opera el fenómeno histórico de la transculturación; las lentas simbiosis de culturas y hábitos.

“Pierre Menard”, citado más arriba por Vallés, debo aclarar, fue un personaje literario del siglo XX creado por el escritor argentino Jorge Luís Borges que, según él, copió, página por página, palabra por palabra, el Quijote de Cervantes en el idioma francés y lo firmó con su nombre.

Don Quijote es el clásico moderno que sacude hasta el tuétano nuestra sensibilidad de escritor. “Pierre Menard” es el gran loco que se propone la gran obra: estudiar con tal profundidad la época cervantina que el hallazgo, en sus archivos, de una copia tautológica, sometida a ligeras variaciones (su reescritura en francés del siglo XX), se convierte en la prueba más audaz de su originalidad de espíritu.

El personaje del escritor psicópata, interpretado por Jack Nicholson en el filme de 1980 The Shining, del director Stanley Kubrick, narra un caso parecido de rememoración tautológica: construye un libro de cientos de páginas que se compone de una sola oración, miles de veces repetida.

El arte conceptual ha sido pródigo en alardes como éste: el pintor Marcel Duchamp lo llevó a cabo con la reposición pictórica de la “Gioconda” de Leonardo da Vinci. Pero, esta vez, sometida a pequeñas variaciones, un mostacho, una perilla y esta notable inscripción: “Ella tiene el culito caliente”. Creo con énfasis que desde el Marques de Sade y Joyce en literatura, Duchamp, en la historia de la pintura, todas nuestras adorables majas deben tener el “culito” en semejantes condiciones. Incluyendo en esto a los personajes femeninos de Héctor Vallés: Santa Eulalia, la de “los seductores pies lascivos”; que más que un personaje literario cobra en Vallés la fuerza irruptora de una invocación, colmada de simpáticos apuntes y excelentes paralelismos religiosos.

La persistencia humana en modelos de conducta absurdamente repetitivos puede poner en evidencia un pensamiento anómalo. Pero cuando es la época que se vuelve tautológica, cuando sobre el tapete de las teorías literarias se realiza la propuesta de reinscribir una antigua obra clásica (el Quijote, La Divina Comedia, La Ilíada) en las sociedades de los siglos XX, XXI, lo que estamos haciendo es reabriendo una problemática histórica, la cual, en su momento, pudo quedar inconclusa. Es también como si viviéramos una situación de agotamiento psicológico generalizado, donde los antiguos textos, nuevamente reescritos, sometidos a modernas variaciones de significado, vendrían a reavivar nuestra lánguida memoria cultural.

No quiero quitarle al lector el placer de leer un breve párrafo de Memorias del sanatorio:

Crucé ríos y llegué a islas. Alertagado, en aquella duermevela, sufrí el terror de mis días. Vi a los monos amolando los cuchillos aquella noche. Yo enjaulado, esperando la decapitación que ahora se me avecina, treinta años después entre los abrojos. Los jueyes reptando detrás del sanatorio encayado. Mary se lo tomaba de lo más bien. Alegaba que como Juana de Arco se encontraría con Cristo de un momento a otro. Más allá de la luna sangrienta.

Luego el propio Vallés me vuelve a comentar:

He leído partes del libro que mencionas de Foucault. Al inglés creo que fue traducido como Madness and Civilization. Sin embargo, lo que trato de hacer a mi manera portorra es La montaña mágica, es decir, la de la esquizofrenia. Una curiosa tuberculosis. ¿No te parece?

Una de las cosas que se han vuelto privilegio de la locura, en una época esencialmente prosaica, es la autenticidad del espíritu romántico. La montaña mágica, de Thomas Mann, es la gran novela romántica del siglo XX. Sus personajes se mueven dentro del gran conflicto existencial desatado en Europa por la Primera Guerra Mundial. Dos de sus protagonistas reflejan los polos de una fuerte contradicción cultural: Nafta, el miembro de la organización religiosa de los jesuitas, prosélito de una cosmovisión cultural partidaria del totalitarismo de Estado y la dogmática espiritual; Septembrini, el ideólogo de los derechos del hombre y de una sociedad económica liberal. Si nos fijamos con detenimiento, veremos que esta contradicción permaneció, con sus epicentros ideológicos, a todo lo largo del siglo XX: liberalismo, fascismo, comunismo, social democracia y neoliberalismo.

En La montaña mágica veremos a hombres, colocados bajo un foco de luz, disertando sobre su tiempo; especulando sobre el sentido de la época en tinieblas y a la enfermedad de la tuberculosis devenida en símbolo cultural en la cima de una montaña. En Memorias del sanatorio veremos agonizar todos los discursos y una descentralización extemporánea de la personalidad humana, colocada bajo la supervisión de una totalidad médica y financiera, legitimada por los más avanzados descubrimientos neuroquímicos. Mann, en su espanto, podía tener aun la pretensión de explicar a su tiempo; Memorias..., en su desconcierto, se vuelve incapaz de aportar una explicación válida. La tuberculosis amenaza al cuerpo y templa al espíritu. La locura, por su lado, amenaza a la mente y disocia al espíritu. Ambos, y es lo que tienen en común, son, a su manera, males epidémicos que nos corroen desde abajo, poniendo a prueba la naturaleza de nuestro ser. Sin embargo, Foucault escribió que el Quijote, como el loco, era el hombre de las semejanzas perdidas que se propone un nuevo orden cultural; un nuevo sistema de relaciones interhumanas fundada en la pasión por las analogías. Un nuevo mundo inscrito sobre la tierra como una reactivación moral del trabajo y su sentido social, y, una religión, de raíz ecológica, pueden indicar al paraíso perdido, hasta ahora sólo entregado en simbólico usufructo al genio romántico, que, como el loco, lo conserva como su más preciado tesoro.

Por ese camino es que se podría explicar especulativamente las razones de Memorias... La razón de la sinrazón, que con razón le afecta; la sensibilidad asediada, puesta en la picota por la razón estereotipada de la ciencia. Cuando Freud habló del “malestar de la cultura” implicó directamente cosas como estas. Hay algo en nuestra civilización que estamos haciendo muy mal. Hay algo en la locura que nos apunta hacia una claridad de sentido. Pero, por el momento, a los locos sólo los salva la poesía. La novela de Vallés pudo ser también una forma de poetizar sobre el significado de la vida. No lo es exactamente. Hay demasiada desolación en esas páginas.

Una poética, no obstante, construida a la manera en que la pintura de los románticos del siglo XVIII, William Turner y John Constable, reflejaba los paisajes de la vieja Inglaterra. Hay mucho de óleo con colores y manchas difumadas, de siluetas humanas emborronadas por el corrimiento del pincel, en los tranquilos atardeceres de todos los sanatorios del mundo. Muy bien lo sabe el autor de estas memorias. En las avenidas de los álamos donde suele batir la brisa, que el alienado percibe, y en la que refresca su agobiada existencia, puesta siempre en duda por otros; acorralada por tantos. Los verdaderos locos son los que se salvan de sí mismos gracias a la belleza del mundo y por el bien interior que suele habitar en la belleza. La inopia de los días sólo los hace pensar en madrugar.

Una de las mejores cosas de la novela es la centralización de la voz narrativa como coautora del libro y del mundo que examina, como si en ello quisiera implicarlo todo. Es decir, como un meta discurso que busca operar sobre lo humano y lo divino. La agonía del loco se vuelve entonces la agonía por el tiempo que se le escapa para emprender con éxito la gran tarea. ¿Qué hacer con el tiempo? Cómo poder escapar a la ansiedad depositada en la garganta, si no es con un uso verdaderamente humano del tiempo. Intentar una respuesta existencial, en la que esté en juego cuanto se cree, cuanto se espera, es la metáfora del hombre que, lleno de penas, se mueve sobre el hilo delgado de la vida y a quien un poeta árabe infaliblemente le recuerda: “Caminar el camino de tu salvación personal te será tan difícil como caminar por el filo de una navaja”.

Creo que es exactamente así. Las páginas del libro de Héctor R. Vallés me lo confirman.