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El frente inmóvil, de Benhur Sánchez Suárez

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Regresó Benhur Sánchez Suárez con otra novela histórica, apoyado, como de costumbre, en una muy exigente investigación documental, por lo demás, poco conocida.

Se remite al pasado, en este caso, a la guerra limítrofe entre Colombia y Perú, pero permitiéndose la libertad de hacer una crítica sutil a la historia del presente, entrelazando de manera estrecha los más destacados hechos históricos de esta confrontación con la vida cotidiana de un puñado de personajes de la saga familiar del propio autor.

Con esta nueva incursión en el género, entra Sánchez Suárez a ocupar un puesto en la novela histórica colombiana: primero con Así es la vida amor mío, sobre el líder liberal Reynaldo Matiz, y ahora, con la obra que lleva el irónico título de El frente inmóvil.

Para alcanzar tal propósito organiza sus procedimientos narrativos, su lenguaje y la estructura para reafirmarse en que tal procedimiento es una manera diferente de acceder al conocimiento histórico y blindarse del concepto positivista de la historia, tan ligado a la inasible idea de objetividad. Así que irrumpe en la novela con la convicción de que el pasado sólo es cognoscible a través del discurso. De tal forma que constituye una puesta en escena del lenguaje como estructurador de la realidad. Así, nos encontramos frente a varias voces narrativas, que se expresan en distintos lenguajes, cada uno de las cuales transmite su propia cosmovisión, donde conviven los recursos propios de la novela con los de la historiografía. El de la novela, porque es el género literario a cuyas convenciones está sometida, y el de la historiografía, porque con ella comparte tema y objetivo: la escritura de la historia.

En su preocupación porque el tío (el personaje principal) mire la narración como una distorsión histórica, el sobrino-escritor se pregunta: “No sé si lo llegarán a descontrolar mis exageraciones pues, en últimas, había decidido que todo aquello fuera una novela, una ficción, y no sabía si él estaba preparado para escuchar algunos fragmentos de ella o aceptar, por lo menos, que una novela es algo muy distinto a una biografía o a un libro de historia. Puede tener rasgos parecidos pero es un invento” (pág. 180).

Codifica la realidad del pasado desde diferentes discursos (el de los indígenas, el de los compañeros de aventura, ex combatientes, el de los historiadores) que encarnan maneras alternativas —y a veces contrarias— de entender dicha realidad, creando por lo tanto versiones propias de la historia de dicho pasado. A su vez, la orquestación de todas las voces en la novela es una propuesta de escribir la historia con todos los lenguajes que han participado y participan de la aprehensión y estructuración de la realidad.

Así que el autor desecha el concepto de la historia como un saber científico y la novela como un saber narrativo, puesto que demuestra que la historiografía, en tanto que narración, se vale de los mismos mecanismos que la novela para construir un relato del pasado que únicamente se constituye en historia en y por su escritura; pues lo narrado está ligado irremediablemente al narrador y a los intereses e intenciones del mismo, corriendo los riesgos que conlleva la novela: “Era de esperar que aspirara de su sobrino un libro sobre él o algo parecido. Anhelaba una semblanza. Una crónica, tal vez. O una biografía” (pág. 180).

En El frente inmóvil, y como de costumbre, la historia oficial, deseosa por canonizar y establecer una genealogía de próceres inmaculados, presenta versiones reductoras y maniqueas del pasado, más preocupada por consagrar que por conocer: el héroe Cándido Leguízamo no es tal. Las heridas que sufrió se las causaron sus propios compañeros, en eso que ahora llaman “fuego amigo”. Por supuesto que su metaficción va unida a un interés por la intertextualidad. La novela dialoga con muchos otros textos (de López Michelsen, de Juan Lozano y Lozano, Alfredo Vásquez Cobo, Enrique Olaya Herrera...) para hacer una reconstrucción histórica sólidamente documentada, pero sin que quede la menor duda de que el principal interés de la trama radica en la recreación.

De ello el autor es consciente. Por eso el tío Julio César, veterano del conflicto contra el Perú, y quien narra de primera mano los hechos, queda decepcionado cuando su sobrino le cuenta que el resultado de sus charlas ha sido una novela: “—¿Una novela me dijiste, sobrino? Pensé que era algo más serio. Creo que he perdido el tiempo contándote las experiencias de mis años mozos por el Putumayo” (pág. 187).

El autor aprovecha este marco común para alternar las trayectorias de la “guerra” y de su saga familiar para localizar en el pasado las causas de lo que sucedió y delinear el proceso por el que estas causas se encaminaron lentamente hacia la producción de sus efectos. Hay un equilibrio en la estructura de la novela donde mezcla en su justa medida la historia con la ficción, que hace que las relaciones entre los personajes no oscurezcan en modo alguno los elementos históricos de la obra. A la vez que se cuida de que tampoco termine convertida en un ensayo de historia.

La novela fluye, así, referido a dos bloques temporales que se alternan regularmente, se tocan, demoran en su contacto, se entretejen, (¿con las meditaciones del propio autor?) y los inevitables anecdotarios y la narración romántica de la selva del Caquetá, el Putumayo y el Amazonas (a lo La vorágine) que se cruzan, desplegando jirones de diferentes fuentes en el mismo espacio, siempre en la trayectoria de su antepasado en un lapso aproximado de sesenta años, sin caer jamás en el proselitismo, y en cambio, fortalecido con referencias y anécdotas históricas.

En esta novela hay, básicamente, dos narradores —uno enmarcado en la narración del otro; uno que le sigue la pista al protagonista y el propio narrador que le sigue la pista a su alter ego. A primera vista —dotado de cierta autoridad emanada de su apoyo en la documentación— parece el sujeto exclusivo de la investigación y su relato, pero muy pronto nos damos cuenta de que su supuesta solvencia está interferida por otras dimensiones de la subjetividad del protagonista, de la cual aparece, a veces, como un inseguro y vacilante súper ego (su sobrino, y escritor en ciernes).

Es una novela ágil, entretenida y bien escrita. Sería interesante que la volvieran lectura “obligatoria” en los colegios de Puerto Leguízamo y en Neiva, en donde uno de los barrios más grandes lleva precisamente el nombre de Cándido Leguízamo.