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Gea de Armore

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¿Alguien se atreverá a amar al
Rey de las Manos Pálidas?

I

Sólo la belleza de Gea de Armore me impulsa a exhumar esta historia ahora que nadie la recuerda ni cree en sus poderes. Su cadáver yace en tierra de lobos, pero cuando sus padres la vendieron a Pierre Menjouin tenía la edad de una flor espiritual. Menjouin era un viudo de sesenta años que compraba sedas, porcelanas y tapices a los sátrapas del Oriente. Solía pasar largos meses con sus amigos de Bizancio, en las cortes de Palestina; y en otras mucho más lejanas, donde se vive en el boato, en la desvergüenza y en los pecados carnales. Aunque esto se rumoraba desde hacía largo tiempo, la Iglesia y su Santo Tribunal de la Inquisición nunca llamaron a cuentas a Menjouin, pues en este siglo impío se puede comprar la santidad por menos de las 30 monedas que recibió Judas Iscariote.

En el rostro del viejo las arrugas repugnantes eran el signo de las noches de lujuria, rodeado de huríes, complaciéndose con aquel agujero de la mujer del que no puede salir el fruto de una nueva vida. Menjouin brindaba su viejo instrumento a aquellas desvergonzadas para que le propiciaran placeres que no debo mencionar, y, quizás, peor aun, después que el vino había hartado su barriga de asno, se introducía entre los eunucos cometiendo el pecado de varón con varón.

Sin embargo, cuando el espíritu es pobre no ve los tesoros de la inocencia ni los guarda bajo siete llaves. Siendo hombre de baja estofa, vil por naturaleza, Sidanius de Armore y su mujer Acrilia prefirieron el oro de este mundo y entregaron a la dulce Gea a aquel pecador de Menjouin. Bajo las grandes cúpulas de la Iglesia, aplastada por las notas lúgubres de órgano, escondidos sus ojos tras el velo blanco, Gea escuchó con terror la orden del sacerdote. “Ahora usted puede quitar el velo y ver el rostro de su esposa”. Aquellos dedos, rugosos y fétidos, semejantes a las viejas ramas que nadan en los pantanos, levantaron el velo de la doncella. Ella continuaba mirando el suelo. Menjouin estiró el labio inferior, dejó rodar baba por él, y apretó la barbilla de Gea hasta poner su rostro frente a frente. Él tenía varias papadas que se repartían desde las orejas hasta ocultarse en las vestiduras. Seguía escurriendo baba. Quería echarla en los labios rojos, en las mejillas rosadas y tersas. El sacerdote y toda la congregación contemplaban la fuerza que ejercía sobre la faz que se negaba a complacerlo. Resbalaron los dedos de Menjouin, bajo ellos la piel de Gea había quedado desgarrada, en algunos sitios, de las excoriaciones, salían pequeñas gotas de sangre. Pensó el novio que se vengaría al llevársela a su casa. “Prosiga, padre”, pidió Menjouin. El sacerdote presentó ante los novios la hostia y el vino, la carne y la sangre de Jesucristo. La Presencia Viva de Dios en este mundo. Gea de Armore miró el pan circular y blanco y se estremeció ante ese dios que tenía enfrente y que se disponía a adelantarle el infierno en la tierra. “Come, hija”, le dijo el sacerdote con esa dulzura de los que brindan una fruta envenenada. Sólo las brujas rechazaban los sacramentos, no beber la Sangre del Cordero ni comer su Carne la conducía a la hoguera de inmediato. Empezó a tragársela mientras el viejo Menjouin la imaginaba tragando otras cosas que él se encargaría de obligarle a comer. Fluidos de su cuerpo corrompido que caerían sobre la blancura y la pureza de Gea. No tenía mayor placer el comerciante que pensar en esto. Solía orinar sobre espejos de plata, sobre plantas recién nacidas, defecaba sobre las flores, y echaba cuerpos agusanados en los nidos de los halcones y las águilas. Siempre tenía una buena provisión de mariposas de alas blancas para matarlas con sus escupitajos llenos de flemas.

En los salones cubiertos de alfombras persas fue la fiesta. Gea de Armore vestida con otras ropas, ya sin velo, no se atrevía a hablar, no lograba levantar la cabeza. Estaba sentada al lado del viejo Menjouin que bebía como una caverna tragándose a un pantano, soltaba malos olores de su trasero, tiraba los platos de comida al piso, y gritaba junto con sus amigos, comerciantes también, barbaridades en todos los pedazos de idiomas que conocía. Otras mujeres, sudorosas, se acercaban y la felicitaban por todo el dinero del que iba a disponer. Sin duda, su padre, el curtidor, le había buscado un buen marido. Ellas eran viudas ricas que también fueron vendidas en la doncellez a ancianos. Ahora, con muchos dientes de menos pero con la fortuna de los maridos, pagaban mancebos para que las regalaran cada noche. Borrachas, describían los “jugosos troncos de aquel bosque”, y sus savias, que recogían en copas para beber y brindar.

Gea temblaba cuando veía que algún invitado se iba. Cuando la casa quedara vacía el viejo Menjouin reclamaría sus derechos de marido, y ella no tenía ningún argumento ni fuerzas para negarle su blancura. La Iglesia le daba todos los derechos a Pierre. Era algo malvado. Sin embargo, le habían dicho que nada superaba en crueldad a Lucifer. ¿Cuánta sería la sevicia de aquel ángel caído para superar a la del Sumo Pontífice que avalaba matrimonios como el de ella?

Quedó la casa sola. Menjouin vio a Gea inclinada sobre la mesa, como si la entrada imprevista de nuevos invitados pudiera salvarla. La entendía y su miedo le provocaba latidos de placer. Sabía que cuando la desnudara vería una niña con un poco de senos y algo de vello en el pubis. Pero quería demorar ese momento, extender el terror de Gea. Se sentó frente a ella y gritó. “¡Las esposas tienen deberes sagrados para con sus maridos!”. Gea tomó un hueso de pollo y empezó a mordisquearlo. “¡Dame eso, imbécil! ¡No tienes derecho a comer si yo no te lo ordeno! ¡Una mujer no tiene voluntad propia!”. Y de un manotazo tiró el hueso al piso. Gea extendió su mano temblorosa hacia una bandeja de pan. Quería tener algo, infinitamente algo que hacer para nunca enterarse de cuáles eran aquellos “deberes sagrados”. Menjouin tiró los panes al suelo. “Recógelos con la boca, perra”. Algo que hacer, algo que hacer que no fueran “los deberes sagrados”; algo que hacer, cualquier cosa; y Gea se lanzó al suelo aliviada. Apoyada en las rodillas y en las palmas de las manos tomaba con los dientes los panes y los volvía a depositar en la bandeja. Pero ahora tuvo más miedo. Menjouin abandonó su silla, se puso detrás de ella, se agachó. Ella iba a darse vuelta, pero se lo impidió el gritó. “¡Termina de recoger el pan, perra!”. Se inclinó hacia un mendrugo, era tan pequeño que no lo podía asir con los dientes. Menjouin había tomado los bordes de su falda. “¡Perra, con la lengua!”. Y Gea estaba pasando la lengua por el piso, en un vano intento de que el fragmento de pan se le pegara a las papilas gustativas, cuando Menjouin, de un tirón, le arrancó la falda y esta vez murmuró. “Oh, maravilla... Oh, maravilla... Qué dulces han de ser tus orines”. Gea, desnuda de la cintura para abajo, huyó a gatas. No se atrevía a ponerse en pie. Cuando chocaba con alguna pared, cambiaba de rumbo en busca de la puerta. Durante un minuto, quizás, no escuchó a Menjouin. Veía ante sí las patas de la mesa y se disponía a esconderse cuando un latigazo en sus partes más tiernas la acalambró y cayó de bruces. Menjouin le puso un collar de perro. Tiraba de la correa. La llevó hasta una escalera. Sintió otra vez el látigo en sus glúteos, y a Menjouin ordenándole que subiera las escaleras para cumplir “el sagrado deber”, o es que “...acaso su puta madre no le había dicho las cosas que le hace un hombre a una mujer”, las cuales son pura basura entre los seres del universo, y cuyo único uso es el que disponga de ellas el marido.

Siguió blandiendo el látigo y Gea fue a dar a un lecho donde Menjouin entró y cerró las gasas. Desde adentro salían sus gritos. “Ese, ese soy yo, ese soy yo, esa cara blanca, esas teticas de puerca recién nacida, esa soy yo, me estoy viendo como soy. ¡¡Dí que tú eres el espejo donde me reflejo, puerca!!”. “Yo soy el espejo”. “Maldito espejo, me robaste mi verdadera imagen. Yo era esa doncella tierna, maldito espejo, maldito espejo, yo era esa doncella tierna, maldito espejo, yo era esa doncella tierna, maldito espejo...”. Salieron volando los pantalones de Menjouin, y se escuchó un gran chorro de orine, pestilente, como si el hombre tuviera la vejiga podrida. Menjouin saltó fuera de la cama desnudo, sosteniéndose la enorme panza, fue hasta su jardín de margaritas, escogió con una lámpara de aceite los brotes más tiernos y sobre ellos defecó llorando, pues se dijo que había perdido su imagen de doncella lozana, pues un espejo humano que estaba en su habitación se la había robado.

Pierre Menjouin se durmió sobre las margaritas, junto a sus deyecciones. A medida que el sol subía llegaban las moscas. Lo despertó el zumbido. Uno de los insectos se había posado en su nariz. En la cercanía la cabeza se veía enorme, los ojos amenazadores, la trompilla dispuesta a romperle la piel. Pierre intentó chillar como una jovencita asustada, pero sólo le salió un sonido de toses y flemas. Se tapó la boca, como si por su propio esfuerzo no pudiese sujetar aquellos carraspeos. Escuchó un llanto que venía de la casa, probablemente del lecho matrimonial. Supuso que la muchacha continuaba allí. Recordó lo que había pasado con el chorro de orine y se río a carcajadas, pero luego empezó a sentir su propio cuerpo pegajoso, pestilente, los labios y la garganta sucios, la tierra en que caminaba empapada de meados y llena de pliegues como una sábana mojada. Pierre intentó, otra vez, gritar y gemir como una muchacha, pero las toses y las flemas eran lo único que salía de su cuerpo. Corrió hacía uno de los corredores del patio interior, se sujetó a una columna, llamó a gritos a los criados. Lo vistieron y cuando se le pasó aquella sensación de que todo estaba inundado de fetidez a orines, mandó a que mataran y desollaran una cordera blanca, joven. A la piel, como es costumbre, no dejó que le echaran sal y la abrieran hacia el sol para que empezara el proceso de desecación, sino que el mismo la enrolló y la puso en un rincón de la cocina llena de moscas, donde seguramente se agusanaría pronto.

Subió hasta la alcoba. El olor a orines era muy fuerte. Detrás del mosquitero de gasa vio la figura de Gea, refugiada en un rincón del lecho donde quizás los meados no calaron. Pierre Menjouin pensó que debía comer, iba a llamar a los criados para que la alimentaran, pero cerró la boca. Le gustaba estar allí, viéndola, con movimientos torpes, buscar algún lugar donde esconderse. No se atrevía a saltar fuera de la cama, hasta que por fin se hizo un ovillo, como si esto pudiera ocultarla de Menjouin. Él imaginaba la mordida del hambre en el estómago de Gea. Esa vaguedad en los pensamientos que produce el déficit de alimentos. Como si la sangre escurriera de los sesos en forma de gotas de plomo. Plas, plas, plas... Y en cada sonido se oscureciera un pensamiento. “El crepúsculo de la razón”, pensó Menjouin, y tuvo miedo de que en cualquier momento su propio cerebro no pudiera encadenar los hechos de manera coherente.

Por las ventanas de arcos ojivales entraban los últimos esplendores del sol, tocaban el lecho matrimonial donde Gea había dejado de moverse. Su figura era una mancha un poco más oscura, la sensación de su presencia dejaba de tener contornos humanos. Menjouin volvió a pensar en el hambre: destruía los pensamientos, pero concentraba las emociones, las cernía, desechaba las menos importantes y sólo dejaba la esencial. Un miedo vaporoso y sin forma flotaba entre los dolores de cabeza de Gea de Armore. Un terror que le impedía recordar bien la identidad de Pierre Menjouin. Era como una forma errante en la oscuridad, babosa, grasienta, expulsora de deyecciones pestilenciales. Pierre se movió hacia la cama. En la oscuridad flotaba aquel fantasma que recién imaginado. Ahora tampoco él podía nombrarlo. Tuvo miedo de que el fantasma lo mancillara a él, de que le convirtiera la vida en un lugar donde ni siquiera los pensamientos son posibles, donde sólo brota el miedo a que ensucien algo que quieres guardar oculto a todas las miradas. Tomó el látigo y llenó a Gea de Armore de grandes verdugones que empezaron a abrirse y a soltar sangre. “¡Perra, acuéstate en el suelo!”. Y él puso su trasero sobre su espalda, descargando los intestinos mientras recordaba sus mariposas de alas blancas, las mariposas que también habían escapado de su alma y ya nunca tendría. En realidad no tenía nada adentro. Padecía la soledad que surge cuando del alma escapan las cosas puras y no hay un lugar interno a donde dirigir la mirada porque todo es asqueroso. En su mentalidad de mercader sólo flotaba una palabra: “He sido robado, he sido robado...”. Y fuera de él los espejos de plata, los pétalos blancos, las mariposas, la doncella que creía haber sido seguramente estaban sufriendo las porquerías de este mundo. Lastimadas por ese fantasma vicioso, lleno de deseos obscenos, gordo y grasiento, que vagaba en las noches y lo seguía paso a paso. ¿Dónde estaba la doncella que fue? Y lloró Menjouin con abundantes lágrimas, porque seguramente ella se estaba deseando la muerte, y empezaba a odiar todas las cosas, desde su madre, su padre, el marido. Y sobre todo, las flores y las mariposas, porque una doncella, al ser embarrada de mierda, seguramente empieza a odiar todo lo que es perfumado y bello. Al levantarse sintió la sombra del ser monstruoso siguiéndolo. No ya a un paso, no ya a un milímetro de su piel, sino encajado perfectamente en su cuerpo, cada célula de la piel del bicho empotrada en sus células, el corazón agusanado latiendo en su corazón, las uñas sucias de los pies metidas en las suyas, el cerebro estaba dentro de su cráneo, los pensamientos eran los del sapo espectral que siempre lo seguía, con la garganta atascada de arañas, mosquitos y piojos, una garganta sedienta de alcohol. Y bajó a las cavas, bebió tarro tras tarro. Despertó con la cabeza adolorida, no sabía cuánto tiempo había pasado. En los primeros minutos no recordó nada de Gea de Armore. Su mano tanteaba telarañas, una barrica había derramado todo su contenido sobre el piso. Las tablas olían a vino y sus ropas también. Empezó a subir los peldaños de madera casi en total oscuridad. La trampilla lo llevó a la cocina. Allí un olor nauseabundo apagó el del vino. Era la piel de cordero que había guardado. ¿Ayer? ¿Hacía tres días? ¿La semana pasada? No sabía. De sus pliegues caían grandes gusanos blancos. Quería ponérsela a alguien. Oír chillidos de asco. Pues tenía que vengarse. No podía soportar que la pureza que tuvo cuando era un mancebo la hubiera suplantado y succionado aquel bicho horroroso que llenaba cada una de sus células. Tenía que vengarse de la vida, no importa contra quién. Lo importante era vengarse y hacerles sentir a otros la suciedad de la cual él era víctima. Subió dando tumbos a la recamara nupcial. Tanto vino, tanta falta de comida, tanto tiempo habitado por aquella presencia extraña lo debilitaban. Abrió las cortinas del lecho, pero allí no estaba Gea de Armore. Sólo quedaba el vaho de las deyecciones del mercader. Ahora el demonio que lo habitaba se enfureció. Gritaba como sólo se puede hacer en las grutas más profundas del Averno. Y él, Pierre Menjouin, corrió de un lado a otro. Asustado como una doncella. Llevando en su mano la piel blanca y podrida del codero. Hasta que chocó con un bulto suave. Era Gea de Armore, junto a una ventana, bella y perfumada, lavada de las inmundicias, con una soga en la mano, dispuesta a fugarse. Estaba bella como nunca. Y Pierre quiso ser así. No sabía por qué Dios lo había castigado dándole el aspecto de un feo mercader y no el de una joven hermosa. O quizás así fue él, y ella se iba robándose su ser. Quería ponerle la piel a Gea. Mas, no fue tan fácil, Gea de Armore sacó de su vestido una espada curva, uno de los sables que Menjouin guardaba de sus viajes al Oriente, e hirió las manos del mercader. Las gotas de sangre creaban nuevos estampados sobre los dibujos de las alfombras persas, que en realidad son jardines que el musulmán teje mientras mira el desierto y añora las fuentes, los pájaros y las flores. El mercader hubiera podido dominar a su esposa con el látigo, como las veces anteriores, pero le insinué otra cosa. Salió de su casa enfurecido y sangrando y llegó al Tribunal de la Santa Inquisición. Desde lo profundo donde moro, percibí la gran agitación que se producía entre los oscuros muros de piedra ante la perspectiva de poder llevar otra bruja a la hoguera. Menjouin acusaba a Gea de Armore de haberle robado el alma, por lo cual no había tenido erecciones en toda una semana de casados, cosa que podrían comprobar fácilmente, pues ella seguía siendo virgen. La mesnada de los perros de dios, los domini canes, los dominicos, con sus hábitos blancos y sus capas negras, partió en busca de la presa. Hallaron la piel agusanada, rodeada de manchas de sangre. No había mejor argumento para alegar brujería, pues sabido es que se debe tomar algo santo y mancillarlo. El cordero blanco es uno de los símbolos del Señor, y aquella pecadora había dejado que se pudriera como para pudrir el rostro divino y llenarlo de alimañas. La sangre lo confirmaba todo. Eso dijeron los domini canes. Menjouin ocultó las heridas de sus brazos y manos en guantes y mangas. Una monja clarisa verificó la virginidad de Gea de Armore. Y entonces la cargaron de cadenas y la trajeron hacia acá. A pesar de toda la tierra que está sobre mí, de los sucesivos muros de templos y salones ignorados que me cubren, pude oír cómo se iba aproximando la marcha de los buitres. Alborozados con la perspectiva de lacerar aquella carne fresca. Si no la podían poseer, por lo menos sentían grandes erecciones al torturarla y destruirla. Algunas voces se escuchaban claras, otras confusas, algunas nunca las pude descifrar. Menjouin repetía sin cesar que le había robado el alma y lo había dejado impotente como varón. Los inquisidores preguntaban cómo había sido su contrato con el demonio, ya que era virgen por delante, aventuraban la hipótesis de una relación sodomita, acto del que el cerdo de los infiernos gusta más que de cualquier otro. ¿Quién le había enseñado la brujería de la piel de cordero agusanada y rociada de sangre? Ella negaba con balbuceos que no pude entender. ¿En qué lugar se encontraba con el demonio? Hija mía, confiesa de buena voluntad para que no sufras los tormentos del potro y podamos salvar tu alma quemando tu carne. Gea negaba. Quizás dijo que el autor de la piel agusanada era el propio Pierre Menjouin, pues oí sus chillidos de rabia y de protesta. Seguramente los dominicos se encolerizaron al escuchar que una mujer osaba poner en duda la palabra de un hombre, pues como habían leído en el Malleus Maleficarum, compuesto por hermanos de su propia orden, peor es convivir con una mujer que con un león, y ella es semejante a una quimera de vientre nauseabundo. La bajaron a la mazmorra más fría y profunda, donde había un potro destinado a descoyuntar los huesos. Aquel aparato, bien lo sabía Gea, zafaba las articulaciones y la gente quedaba como una masa informe, con todos los cartílagos, las venas y los nervios reventados. En la cama, llena de ganchos, grilletes, ruedas dentadas y palancas, estaban las marcas de las uñas de quienes presa del dolor habían intentado romper la madera con sus débiles dedos. Más allá había una especie de horca, pero no estaba destinada a matar. Al réprobo se le ataba un gran bloque de hierro a los pies, quizás más pesado que él mismo, y luego se dejaba caer, con la consecuencia de que separaba todas las vértebras, y el reo quedaba inválido para siempre. Toda aquella maquinaria estaba destinada a salvar las almas, a obligarlos a confesar los pecados para que pudieran recibir la absolución y luego quemar la carne pecadora. Pero si no bastaban esos artilugios, quedaba otra cosa. El cuerpo descoyuntado, tan laxo como un manto de seda era encerrado en una pequeña caja de metal que no tendría más de medio metro de altura y lo mismo de ancho. ¿Puede caber una persona ahí? No, no una persona normal, pero si el amasijo de músculos, venas, nervios y cartílagos confusos y caóticos de los endemoniados, que con frecuencia morían dentro, pues el dolor en aquella caja de Dios jamás termina ni da un segundo de reposo. Todo esto vio Gea de Armore. Bajo las sombras de la bóveda de piedra y el frío de los hilillos de agua que corroían los muros, empezó a llorar. Su cabeza le dolía. No quería morir, pero tampoco podía mentir, porque entonces aquellos tormentos temporales se prolongarían por toda la eternidad en el infierno, ya que ese es el destino de los que no dicen la verdad. Santa Gadea se dejó rebanar ambos senos antes que traicionar a Cristo. Pero ahora no eran los paganos, sino los ministros del Señor quienes se empecinaban en no creerla a ella y sí a Pierre Menjouin, tampoco podía suicidarse, el suicidio es un pecado sin perdón, el alma se queda por toda la eternidad en el estado de angustia, deseos de morir sin morir, sentir que se está muriendo y ya no poder evitarlo, del momento en que se está ejecutando tal acto. Un grito rasgó la noche. En otra mazmorra empezaban a estirar los miembros de un condenado. Era un hombre acusado de predicar la existencia de otro Dios y de otra Iglesia. Era un hombre que se decía, perfecti, iluminati, frente a la Iglesia de Satanás, que era la del Papa. Decía que en la lucha eterna entre la luz y las tinieblas la sombra estaba triunfando, pero sólo momentáneamente, y que el dios en el cual él creía acabaría lanzando al lago de fuego a sus torturadores. Se oía cómo sus coyunturas traqueaban. Luego uno de los frailes pidió que lo inflaran de agua. Con un embudo en la boca empezaron a echar balde tras balde. Después de cada dosis le preguntaban si se arrepentía de sus doctrinas heréticas. Él respondía que no, luego balbuceaba, y casi al terminar la madrugada, en esa hora que es más negra que todas, el hombre calló para siempre. Para Gea de Armore la mención de otro Dios y otra Iglesia distinta a aquella que la había apresado fue toda una revelación, una esperanza de consuelo. Si había otro Dios le pediría que la salvara y comenzó a rezar de manera confusa mientras lloraba. Fue entonces cuando empecé a mover mi cuerpo. Estaba sentado en un trono de piedra, en un salón muy profundo, en tinieblas, y hacía siglos que no emprendía ninguna acción. Tardé un poco en que mis dedos y mis brazos recobraran el vigor. Noté que sobre mi rostro, sobre todo mi cuerpo las arañas habían tejido una especie de velo, una gruesa mortaja cubierta de polvo y alimañas. La sacudí y escuché cómo salían volando cientos de murciélagos. Al levantarme del trono pensé que iba a tropezar y a caer, pero no importaban las tinieblas, durante mucho tiempo yo había andado y desandado aquellos caminos, podía oler la presencia de los muros, lo compacto de las piedras, el vacío de los huecos, el polvo ascendente de la escalera, y empecé a subir. Escuchaba cómo los restos de telaraña, adheridos a mi manto, barrían el polvo. Mis manos palpaban otra vez la escritura que cubría cada centímetro de las piedras, signos que ya nadie sabe leer, y que encierran secretos más antiguos que la Iglesia, Roma, los frailes, sus guerras teológicas contra los sabios moros y los herejes; historias que cuentan guerras más viejas que la de los cruzados contra los musulmanes y las incursiones de los césares en el norte. Aquí he seguido, viendo el mundo pasar. Hasta que Gea comenzó a llorar, y seguía llorando, pidiéndole al desconocido dios del retador difunto. Empujé con mis manos hacia arriba y moví un artilugio sólo por mí recordado. No sé qué cara pone la gente ante los milagros, supongo que Gea de Armore pensó que el otro dios empezaba a actuar, casi dejó de respirar, cuando ya mis manos estaban afuera le dije, y mi voz seguramente sonó al moho de las viejas cavernas, que se volviera contra la pared y cerrara los ojos, pues todo aquél que me mire de frente muere. Pero previendo que la muchacha fuera curiosa, salí con la cara tapada por la capucha y me puse contra una de las paredes. “¿Qué ves, Gea?”. “Nada, tengo los ojos cerrados”. “Ya puedes abrirlos”. “Ah, es muy alto. Y está muy sucio. Su capa está rasgada. ¿Por qué las uñas de las manos son tan largas? ¿Por qué la piel es tan blanca? Y su pelo, es tan rojo... ¿Cómo es su cara?”. “Ah, no la puedes ver, morirías”. “¿Eres el otro dios que decía aquel hombre?”. “Vámonos. Ya empieza a amanecer y llegarán los verdugos a romperte los huesos. Baja por esa escalera”. Ella metió su pie indecisa en el hueco. “Está muy oscuro. ¿Qué hay abajo?”, me preguntó. Los frailes llegaban a la puerta, la abrían. Gea miró el potro, el embudo de cuero que colgaba de la pared, la horca para descoyuntar, y bajó dando traspiés los viejos peldaños. Yo me volví hacia los religiosos, escruté sus rostros, estaban asombrados, se habían llevado la sorpresa más grande de sus vidas. La piel se les comenzó a agrietar, pronto tuvieron cientos de heridas de las que no brotó sangre, sino el fuego que consumía sus huesos, y se derrumbaron muertos. Bajé tras Gea de Armore. Las piedras se cerraron. Estábamos en total oscuridad. Se había detenido dos o tres peldaños más abajo. Sentía el miedo expandirse en ella. El sentimiento de la perdición. Palabra que en una educación como la de ella significaba presentir la cercanía del infierno, imaginar que se comete algún pecado, aunque no se pueda identificar, ni nombrar, pero la sombra de la sospecha contra uno mismo es peor que cualquier castigo. Gea tenía que vivir la perdición, pero una perdición más completa, un abandono de todos los caminos que había transitado, convertir su alma en un vacío tenebroso en el que sólo resonase su voz preguntando a gritos quién soy y el eco entonces responde nadie, no eres, no hay nada. Para ella, que por los gritos del hereje y el aspecto de las máquinas sí pudo imaginar lo que le pasaría, mi presencia ya no originó ninguna cosa nueva, pues si su destino era el infierno ya había entrado en él y no habría mucho que descubrir. Cayó en una lasitud donde nada le importaba y se sentó en la oscuridad. La cargué y seguí bajando. Al llegar al salón del trono la deposité sobre una gran mesa de piedra, la despojé de su ropa, y me senté. Veía su cuerpo blanco esplender como el hielo, todas las cosas frías estaban entrando a ella. Ahora, que no sabía qué estaba sucediendo, si había sido salvada por el otro dios o por un loco peor que Menjouin, ahora que estaba tan triste que no le importaba lo que le sucediera, se soltaron las formas vagas, los fantasmas prisioneros que la habitaban, y empezó a imaginar que torturaba a Menjouin de mil maneras, de formas lentas, hasta reducirlo a polvo, a ceniza, pero pretendía que aquella ceniza siguiera teniendo vida, recuerdos, sentimientos, para que su penar jamás acabara cuando el viento la dispersase y la arrastrase por los mil caminos del mundo. En cuanto a ella se sentía como una piedra en una noche llena de mil luciérnagas. Caía en un abismo y dentro del mineral que la constituía no había sentimientos, sólo una tranquilidad vaga, sin recuerdos, sin ambiciones, sin sufrimientos, sin amores, viendo solamente los insectos multicolores que inundaban la gran caverna, disfrutando la sensación física de la velocidad, con los sentidos más despiertos que nunca, percibía el girar del mundo, de las esferas cósmicas, el susurro de los ángeles que gobiernan cada planeta, ángeles buenos, y ángeles caídos, galaxias enteras dominadas por demonios de formas imposibles de visualizar, mas, presentes de alguna forma misteriosa. Al final del precipicio estaba la cama de piedra de mi salón, y sobre ella se desmadejó. Entonces comencé a prender las antorchas en los muros, y Gea de Armore vio los cuatro grandes árboles tallados en la cúpula, cuyas raíces se convertían en los cabellos de cuatro mujeres sentadas. Una en el norte, otra en el sur, una en el este, y otra en el oeste. Las ramas de los árboles se entrelazaban en el centro de la cúpula y allí estaba posado un pájaro llameante, cuya posición coincidía con una serpiente de piedra en el piso.

“Me acercaré a ti”, le dije desde el trono. “Recuerda que no debes mirarme el rostro”. Y así la tomé por una mano y la llevé (era tan suave como un ángel de nieve), hasta la serpiente. Ella miraba mi manto negro, aún cubierto por telarañas, iba subiendo la vista, recorría los bordes de mi capucha, desviaba las pupilas unos milímetros, se encontraba con mi cuello blanco y terso, subía a la barbilla. “No, no... Morirás. Nadie puede ver mi rostro”. Pensó Gea de Armore que debía de ser una cara horrenda, que infundiría un pánico mortal, y lanzó su vista hasta la cúspide de mi capucha, la cual está ceñida por una corona de metal negro y brillante, desconocido en el mundo, y en el centro del triángulo más alto, el cual concuerda con la medianía de mi frente, hay un gran rubí rojo que siempre destella. “¿Eres un rey?”, me preguntó Gea. “Tal vez soy un rey”. “¿Y cómo se llama tu reino?”. “No quieras saberlo. Te debe bastar con que te he salvado”. Ella no habló más y la senté sobre la serpiente. Fui hasta el altar de los sacrificios, la mesa de piedra estaba cubierta de una gruesa capa de polvo. La sacudí con mis manos. Aparecieron los signos y las palabras, pero no había ninguna víctima. Antes, muchos siglos antes, o quizás miles de años, cuando hombres que ya son polvo en los caminos y en los cementerios, construyeron este templo, siempre hubo sacerdotisas que traían a la criatura. Pero si sacaba a Gea del eje en que la había introducido entre el Fénix y Tiamat se retrasaría mucho su iniciación.

Yo buscaría a la víctima. Recorrí un largo pasillo en cuyas paredes empezaron a abundar los nichos. Toscos hoyos en las piedras donde asomaban cráneos amarillentos, mandíbulas con grandes colmillos, falanges resecas que aferraban espadas herrumbrosas o partidas. Una raza de hombres que no se enterraba con ningún atributo cristiano, porque nunca conocieron tal religión. En algunos cráneos de mujeres crecían todavía largas cabelleras rojas. Ellas sostenían entre sus manos cadavéricas dagas ensangrentadas o pequeños cráneos de niños. Las ratas jugaban entre los huesos con olor a viejo, a humedad abismal, a cadáveres de gusanos. Salían grandes y enormes, engordadas por un roer continuo, pero se apartaban con miedo ante mí. Luego el túnel empezó a ascender, había un montón de huesos que llegaba hasta el techo. Con una vieja viga de hierro los fui apartando hasta abrirme paso nuevamente. Ahora los niños tenían cruces y palabras en latín que hablaban de la vida eterna junto a Cristo. Era la parte más reciente del cementerio. Me introduje por una de las criptas y salí a una capilla subterránea donde el ataúd de un noble estaba destrozado y sus huesos esparcidos. Pero encima tenía una puerta de hierro, la abrí y el viento me golpeó la cara. Estaba rodeado de tumbas. La forma oscura de la iglesia se recortaba contra las estrellas y más allá ardían los candelabros en las ventanas del pueblo. Tomé por la calle principal. Mi manto rozaba el suelo produciendo un leve siseo. Entonces los perros empezaron a ladrar al unísono y rompieron la quietud de la noche. Dentro de las casas las mujeres se persignaban y los hombres permanecían alerta. Lechuzas y búhos volaban del bosque hacia la villa. Un lobo subió a lo alto de una colina y cuando se disponía a aullar llegué a la casa de Pierre Menjouin. Percibí sus sollozos. Lamentaba que le hubieran robado para siempre su belleza, su virginidad, su blancura, su pureza, pues aquella bruja de Gea se la había llevado al centro del infierno. Allí estarían quemando y torturando todo lo que le perteneció, y Menjouin prorrumpía en gritos y chillidos, pues imaginaba que unos demonios horrendos machacaban sus dedos gráciles en lo profundo de una gruta en llamas. Un sacerdote estaba junto a él recitando oraciones en latín para sacar los maleficios que Gea de Armore había, supuestamente, dejado en él.

Dejé la calle principal y tomé por un callejón. Los perros callaron por un momento y se escuchó nítido el aullido del lobo. El pueblo entero temblaba. Nadie se atrevía a salir. Se empezaba a correr el rumor de que era el espíritu de la bruja Gea de Armore que se transmutaba en animales salvajes. Una mujer aseguraba que en forma de un puerco le había comido la pierna a un niño. Eran susurros que provenían de chozas pobres, hechas con pedazos de piedras, troncos mal cortados, puertas tapadas con pieles de animales. Los hongos, el musgo, los líquenes, las hierbas, las hiedras, crecían en las paredes semipodridas de estas chozas de techos de paja donde anidaban murciélagos y pájaros de todas clases. Las ratas cruzaban frente a mí perseguidas por gatos negros. Una gallina enloquecida cantaba como si fuera un gallo. Las casitas disminuían, los árboles aumentaban. El lobo calló por unos momentos y escuché el llanto de un niño recién nacido y los quejidos de una parturienta.

Mi sombra negra se acercó a la choza. Una mujer solitaria acababa de dar a luz. No había junto a ella comadrona ni sacerdote para bautizar a la criatura. Me acerqué a la puerta y empujé. “¿Eres tú, Bernard?”, preguntó la mujer con voz débil. Con otro empujón eché abajo la puerta y entré. Una antorcha alumbraba el único recinto donde un montón de heno servía de cama a la madre. Todo era pobreza y miseria. Ella vio una sombra negra acercarse y unos brazos extenderse hacia su hijo. Desde entonces se convirtió en la loca que deambula por el pueblo día y noche preguntando por su criatura; Bernard, su marido, la ata con cadenas, pero ella saca unas fuerzas inusitadas y rompe el metal, y sale a gritar, con una voz que hiela los huesos, quita el sueño, y trae pesadillas de horror. “¡Ay, mi hijo!”. “¡Ay, mi hijito, pobre de mi hijito!”.

 

II

Gea continuaba sentada sobre la Serpiente Tiamat, debajo del Ave Fénix, cuando regresé a esa noche eterna que es mi morada. “Sobre el agua y bajo el fuego”, en eso debes meditar, le susurré. Y las llamas envolvían sus cabellos espirituales mientras el agua sin fondo sostenía sus caderas, sus muslos, sus pies. Fui hasta el altar de los sacrificios, y si ella hubiera tenido los ojos abiertos, hubiera visto la espada de mango rojizo y hoja centelleante, como un trueno, entrando en un cuerpo blando, de formas confusas. Era el llanto del que nada sabe del mundo, pero intuye el horror que jamás llegará a comprender. ¿Y acaso no es una bendición no comprender nunca? ¿Morir al nacer? Bebí su sangre en un cáliz de oro y probé su carne. Consagré el resto y lo llevé en una bandeja hasta Gea de Armore. “Recibe el fruto amargo de la tierra, recibe el dolor de la tierra, recibe a la tierra misma”. Y cuando ella hubo terminado de comer soplé mi aliento gélido en su boca. “El aire y la tierra, el fuego y el agua, ahora empezarán a revelarte sus secretos. Sin moverte viajarás a las cuatro casas de la sabiduría, a la Casa del Aire, a la casa del Fuego, a la Casa de la Tierra, a la Casa del Agua”. Me senté en el trono para vigilar su cuerpo, su alma y su vida en el largo viaje que emprendería para hablar con todos los poderes ocultos. Desde La Gran Circe yo no había iniciado personalmente a ninguna mujer en la brujería. Gea de Armore sería poderosa entre las poderosas.

 

III

Gea sentía que bajaba en un océano sin fondo y sin vida. El silencio era total. Contra un fondo azul oscuro se movían formas confusas parecidas a grandes nubes de niebla. Pero nada de ello estaba vivo. Conoció el miedo de no poder regresar jamás, pero lo dominó, o más bien lo superó, pues dejó de importarle el regreso, a dónde fuere que la condujera aquel abismo estaría bien. Seguía bajando en el agua y divisó lo que parecía la cima nevada de una montaña. ¿Cómo podía haber nieve allí? Y no era nieve, sino la cabeza enorme de un reptil, cuyo cuerpo enrollado formaba las laderas de la montaña y seguía bajando en circunferencias cada vez más amplias formando los valles y las cárcavas submarinas, las playas y las tierras roturadas, que no eran más que su sudor de millones de años. Ella era el fundamento de la tierra, ella era la Serpiente Tiamat, la Serpiente Antigua de que habla el Génesis, y el Libro de Job nombra a los hechiceros como “aquéllos que se atreven a despertar a la serpiente”. Gea tendría que despertarla para que le transmitiera los conocimientos acumulados en un tiempo más largo que el infinito. Tocó con sus manos uno de los grandes párpados coriáceos. Éste se abrió y dejó ver un ojo negro, sin expresión alguna, sin destellos, como si detrás de su superficie sólo hubiera muerte. “Enséñame tu sabiduría”, dijo Gea. Como si ocurriera un terremoto submarino, empezó a abrirse una gran grieta en las rocas. Era la boca de Tiamat. “¿Te atreverías a entrar a mi boca y a dialogar con mi alma?”, preguntó la serpiente. “Desde Merlín nadie se ha atrevido a entrar, por eso él fue un gran mago, y los otros mercachifles, pero antes de él entró el Gran Nimrod, el primer hombre que fue famoso y obtuvo poder. Los sacerdotes antiguos también venían a mí, pero ahora nadie viene, los hombres olvidaron el fundamento del agua, creen que estoy vencida, y en realidad lo sostengo todo. ¿Te atreverás a entrar, Gea de Armore? ¿Quieres el poder y la gloria?”. Y Gea se lanzó a la gran boca del ofidio, la cual permanecía en tinieblas y en silencio absolutos. Las fauces se cerraron herméticamente y durante tres días y tres noches la aprendiz estuvo dentro del monstruo dialogando con aquella alma arcaica sobre secretos acerca de la fundación del universo y de ritos que practicaron seres monstruosos anteriores a los hombres. Y Gea se hinchó de orgullo por saber todas aquellas cosas, y quiso volver al mundo para practicarlas, pero la boca de la serpiente no aparecía por ningún lado. Estaba dentro de un gran tubo hecho de rocas, tal vez su estómago, donde de cuando en cuando corrían fuertes ácidos que deshacían colinas enteras. Ella se llenó de desesperación, y después de furia, sólo sentía los deseos de destrozar, de matar, de atacar, aun a Tiamat, pues había perdido la razón, y no era más que una depredadora enjaulada. La piel le hervía, la sangre le espumeaba, y pronto se convirtió en una hoguera, las llamas se movieron como alas y atravesó la bóveda de rocas derritiéndola, subió por el océano sin apagarse, y ascendió hasta los cielos donde vio un pájaro enorme de fuego que le dijo: “Soy el Ave Fénix. Has llegado hasta mí porque ya tienes la suficiente furia para salir de Tiamat. Ahora, además del poder del agua, tienes el poder del fuego. Pero no como yo. Nunca intentes arder hasta convertirte en cenizas, pues de las cenizas sólo el Ave Fénix vuelve a nacer”. Y los ojos de Gea de Armore se nublaron, ante ella aparecieron bosques, pastizales, viñedos, trigales. Batió sus brazos y los árboles gigantescos ardieron. Lloraba cada hoja. Humeaba hasta consumirse el jugo de la vida. Y esto le provocó a la bruja una euforia tan grande que todo su ser temblaba, sentía que estaba fuera del espacio y del tiempo, que se perdía para siempre en el sufrimiento vegetal. Batió otra vez sus alas de llamas, con desesperación, pues le parecía que el fuego iba demasiado lento. Empezó a gritar, como si esto pudiera hacer que de su interior salieran más llamas. Se le incendió el corazón. Voceó más alto. Eran sonidos ininteligibles, y aunque hubiera querido decir algo no hubiera podido pues sólo sentía el deseo obnubilante, ciega la razón, de incendiarlo todo. Ardieron también los pastos, los trigales, se consumieron las viñas. La tierra apareció ante sus ojos, calcinada, humeante y destruida. Entonces sintió una paz agradable, un gran deseo de dormirse. El fuego se apagó lentamente en su cuerpo y fue arrastrada por los vientos. Continuaba durmiendo, pasó por una tormenta con lluvia y granizos, atravesó un huracán, se vio envuelta entre relámpagos que la rodearon como un velo de novia. Sentía un dulce cansancio cuando escuchó una voz con timbre de idiota, de retrasado mental. Abrió los ojos y no vio a nadie. Flotaba en el aire, tan alto que el suelo era sólo una mancha verde. Después del gran viaje en el fuego y en las tormentas, ahora despertaba a una sensación de idiotez tan vaga como la voz que había escuchado. Su escape espiritual no había conducido a ninguna alegría permanente, sino a aquella sensación de cretinismo, de que todo, al final, es insulso y ríe con la risa de los que no tienen cerebro, de esos niños que nacen acéfalos y su mirada se pierde en el sinsentido. Así, como una tonta, como el ser más estúpido del universo comenzó a caer hacia la tierra. La voz idiota y sin rostro balbuceaba. “Ja, jaaaaaa... Los misterios de la Casa del Aire”. Y siguió, hasta que sólo fue un murmullo. Gea cayó suavemente en un salón circular hecho de piedra. Había un trono oscuro, vacío, la luna brillaba arriba. Se escuchaban gritos de un niño. Vio que se acercaba una procesión de seres con caras de pescado y cuerpos de hombre o de mujer. Las hembras llevaban una alta tiara de la que colgaba un velo negro, de encaje, que les llegaba más debajo de la cintura, y los machos una mitra, como de obispos. El que encabezaba la procesión cargaba a un recién nacido humano en uno de sus brazos, y en el otro llevaba un gran báculo que terminaba en un cuerno de macho cabrío. Llegó ante el trono, puso al niño en el suelo y lo empezó a pisotear hasta matarlo. Entonces una de las sacerdotisas trajo un gran cuenco de oro, y allí recogieron la sangre que salía por las decenas de desgarraduras en la carne macerada. El niño murió al echar la última gota de sangre. Los seres con cabeza de pescado hicieron tres reverencias ante el trono, se volvieron hacia Gea y le dijeron “Bebe, esto es lo único que hay en la Casa de la Tierra. Sangre, dolor, impiedad y sacrificios para lograr el poder y la gloria. Sacrificios a aquél que todo lo da”. La bruja bebió la sangre del recién nacido y a medida que la tragaba empezó a ansiar el poder. Se veía subyugando a todos con lo que había aprendido, torturaba a Pierre Menjouin, y también alcanzaba la fama en las cortes más opulentas. Miraba sin horror la cara de los pescados bípedos. Sus bocas chorreaban sangre. Ahora deglutían al niño. Tuvo la certeza que ellos eran una raza más antigua que los humanos. Una civilización que ya sucumbía cuando los primeros hijos de Adán comenzaban a pisar la tierra. El resplandor lunar se opacó hasta desaparecer. Ya no vio más a aquellas criaturas. Poco a poco unas antorchas empezaron a prenderse. El círculo de piedras ahora tenía una bóveda con el relieve del Ave Fénix. Ella seguía sentada sobre la escultura de la Serpiente Tiamat. El trono ya no estaba vacío. Aquel monarca de manos blancas estaba en él. Tenía la cabeza agachada y únicamente se le veía la capucha. Gea le besó los pies. “Ahora eres una de las más grandes hechiceras que han vivido sobre la tierra. Mañana saldrás en la noche a probar tus fuerzas”, dijo él. La bruja asintió y se quedó dormida sobre las botas de cuero.

 

IV

Gea despertó con hambre. Yo continuaba en la misma posición, con mis manos sobre mis rodillas, la cabeza inclinada, de mi capucha negra brotaban largos mechones de pelo rojizo. Las arañas empezaban a hacer otra vez sus telares sobre éste, el polvo cubría mi gran túnica oscura. La hechicera oía mi respiración profunda, como si fuera el viento circulando en hondas grutas. Tenía deseos de ver cómo era mi rostro, pero el miedo a morir la contuvo. “El rey de las manos pálidas, mi salvador. Cuánto diera por ver el rostro de mi salvador”, escuché que murmuraba. Me bajé la capucha hasta la barbilla y levanté la cabeza para decirle. “No lo hagas, Gea, morirás. He estado mucho tiempo solo en esta cripta. No me dejes solo otra vez”. “No, mi rey, no te dejaré solo nunca”. “Me gusta que me llames el rey de las manos pálidas”. “Es que no sé su nombre, señor”. “Y nunca debes saberlo, yo tendría que abandonarte”. “Entonces no lo quiero saber nunca”, me contestó Gea y comenzó a subir por la misma escalera de piedra por la que yo la había traído hacía una semana. Pronto sobre su cabeza estuvo la trampilla. Empujó y salió a la mazmorra. Otro prisionero había ocupado su lugar. Lo tenían allí por hereje. Había predicado por toda la zona que Jesús fue una mujer y José un ángel carpintero que hacía las sillas tan sólo soplando sobre los clavos y maderos. Los apóstoles eran animales salvajes con apariencia de hombres. Cuando el hombre, Boniphas Luturium, vio que el piso se abría, pensó que El Mesías en persona venía a salvarlo. Y rápidamente preparó un discurso para decir que quería morir allí por su fe, pero al ver que se le aproximaba una loba supuso que se trataba del apóstol Pedro. Extendió la mano hacía el hocico de Gea de Armore, pero sólo tuvo tiempo para ver cómo se la destrozaba a mordidas, pues luego la bruja le saltó al cuello y le arrancó las venas, los cartílagos, rompió las vértebras, y la cabeza de Boniphas Luturium quedó colgando de su cuerpo unida sólo por un pellejo. El chorro de sangre todavía salía cuando los guardias abrieron la celda para ver qué pasaba. De atrás del hereje inane saltó la loba gris, más grande que todas las que habían visto, y huyó por la puerta abierta. Los guardias se quedaron estupefactos, sin poder tomar ningún arma, cuando aquel animal lleno de sangre, la lengua roja como fuego, el pelo hirsuto, pasó corriendo por todas las escaleras y pasillos del Tribunal de la Inquisición y salió a la calle, donde sembró el pánico entre los que vendían verduras y especies en el mercado. Dos dominicos recién llegados de España, fray Álvar Fáñez y fray Jerónimo de Sahagún, inquisidores, intentaron en vano conjurar a la bestia, pero su reacción fue tardía, pues ya Gea se internaba en las callejuelas más olvidadas e inmundas de la villa. Encontró una arboleda cerca de un grupo de chozas y allí se escondió a esperar la noche. Entretanto fray Álvar Fáñez y fray Jerónimo entraron al Tribunal de la Inquisición, revisaron el cuerpo del hereje y no dudaron que allí estaba la huella del maligno, por lo que organizaron una tropa, montaron ellos mismos a caballo, y llevando en una mano una gran cruz, y en las alforjas agua bendita, las Sagradas Escrituras, y el ritual del exorcismo, partieron al galope siguiendo el rastro de sangre. Al llegar a la arboleda empezaron a revisar choza por choza. En una había un cadáver carcomido por las ratas, en otra un leñador dormido, y en la última, la más pobre, una vieja vestida con harapos y una larga cabellera blanca cocía raíces del bosque en una olla, pues era lo único que tenía para comer. Los inquisidores vieron una señal satánica en sus manos como garfios, en sus huesos que casi rompían la piel, en los dientes podridos y filosos. No dudaron que confeccionaba alguna poción venenosa y que ya había abandonado el aspecto de loba. La amarraron y cargaron con ella a las mazmorras de la Inquisición donde sería sometida a largas torturas e interrogatorios.

Gea continuaba agazapada detrás del tronco de un gran roble. Sus sentidos, aguzados al máximo, escuchaban todas las conversaciones, llantos y murmullos de la villa. Repasaba casa por casa, buscaba los sonidos de Pierre Menjouin. El comerciante estaba desnudo en la alcoba matrimonial y había embarrado todo su cuerpo de excremento para castigar al monstruo que había devorado su cuerpo de doncella. Tenía la prueba de que él fue una doncella. En los armarios continuaba toda la ropa de Gea de Armore. Pierre las acariciaba pensando en el hermoso cuerpo que le había sido arrebatado, pero más lamentaba la pérdida del alma. Ahora no recordaba nada de sus hermosos senos, ni de su piel tersa, ni de sus muslos blancos, todo lo que fue se había ido de su memoria, pensaba Pierre, y lloraba con desconsuelo, mucho más al ver el órgano horrible que le colgaba entre las piernas.

Anocheció y él continuó llorando en la oscuridad mientras miles de moscas se posaban en su cuerpo apestoso. Algunas ya habían puesto sus huevos, pequeños gusanos empezaban a crecer, en algún momento querrían lacerar su carne, y él esperaba ese momento con ansias, pues el cuerpo, el cuerpo... Era el cuerpo del monstruo que había suplantado a la doncella y debía ser torturado, sobre todo en aquella parte que le colgaba entre las piernas y que él se había atravesado con alfileres para que sobre la sangre y el pus los gusanos empezaran a trabajar y la devoraran. Le había dolido, le dolía mucho, pero en el dolor experimentaba un gozo del que no podía prescindir. Lo apartaba de sus ideas de desesperanza, le quitaba los recuerdos propios del monstruo, siempre en la estéril tarea de vender, comprar y acumular dinero. El dolor le dejaba muy pocos pensamientos, sólo los necesarios para tratar de reconstruir la imagen de la doncella que él creía haber sido.

Una luz diferente empezaba a crecer dentro de la habitación. Pierre alzó la cabeza y vio que provenía de más allá de la ventana. Era una mujer en llamas, que ardía y no se quemaba. Era tan bella como aquella adolescente a la que el monstruo le pegaba y la humillaba. Ella, en realidad, era el alma de Pierre, pero el monstruo siempre la odio. Regresaba a él como oportunidad única de recuperar su verdadero ser. El comerciante se lanzó por la ventana y se rompió las entrañas al caer. Mientras agonizaba, pensó que ese era su viaje a ser una hermosa mujer.

Gea contempló unos segundos cómo se deshacía en tripas, sangre y excremento y luego voló sobre el pueblo envuelta en llamas y lanzando truenos y relámpagos. Un rayó cayó sobre la torre de la iglesia. La campana sonó por última vez mientras se derrumbaba envuelta en piedras y nubes de polvo. La gente salía de sus casas. Una bruja castigaba al pueblo. Quizás la misma que, según los rumores, había salido del Tribunal de la Inquisición. Tal vez aquella Gea, que desapareció misteriosamente de su celda. Los sacerdotes dejaron sus camas. Fray Álvar y fray Jerónimo vieron aquel prodigio que se alejó hacia los campos provocando granizadas. El hielo arruinó las cosechas. A la villa le esperaba una gran hambruna. El amanecer llegó entre las lágrimas de los vecinos.

A esa hora fray Álvar y fray Jerónimo liberaron a la vieja sospechosa de brujería y fueron hasta la mazmorra donde la loba había destrozado al hereje y a los guardianes. Escudriñaron el suelo y vieron que un rastro de sangre seca iba desde el centro hasta la pared norte. Al parecer Boniphas Luturium, con las últimas fuerzas, intentó huir del animal. La puerta de hierro estaba cerrada. La única probabilidad era que la loba hubiera entrado por otra parte. Ya que no había ventanas, quizás había alguna trampilla en el suelo. Ambos frailes golpearon con báculos durante largo tiempo hasta descubrir un lugar donde sonaba a hueco. Como no encontraron ninguna fisura trajeron diez hombres para que cavaran allí. Entonces provoqué un derrumbe y la escalera quedó totalmente cegada por piedras. Al escuchar los ecos fray Álvar y fray Jerónimo hablaron del “Príncipe de las Tinieblas”. Los hombres se persignaron y no quisieron seguir cavando. Unos soldados los amenazaron con lanzas en el cuello, pero un gesto de los dominicos hizo que retiraran las armas. “Váyanse”, les dijeron a los excavadores, quienes huyeron. Allí quedaron tirados los picos y las palas. Fray Álvar miró el hueco que habían hecho, apartó algunas piedras y llamó a fray Jerónimo para que viera uno de los escalones. Mandaron a cerrar la celda, derramaron agua bendita en la entrada y pusieron un rosario en la puerta. Después se marcharon a sus celdas y comenzaron una meditación, oración y ayuno que duraría tres días ininterrumpidos. Buscaban la iluminación divina para actuar en este caso, pues estaban convencidos de que habían hallado una de las bocas del infierno.

 

V

Gea entró por una de las tumbas hasta donde yo estaba. Vivía la euforia del poder, pero también la fascinación por las sombras. La pertenencia a un mundo donde las cosas hace mucho tiempo que se pudrieron y sólo quedan sus fantasmas ciegos. Los maxilares rotos de las calaveras, con sus dientes amarillos y partidos, el mundo secreto de las ratas, las satisfacciones de la crueldad, el abandono del temor a la senda más fácil: la del crimen. ¿Por qué no tomar lo fácil que yo ofrezco? Mis métodos son sencillos: ambicionar, matar o ultrajar, o cometer cualquier clase de felonía, con tal de conseguir lo que uno quiere. El mundo espiritual es como un embudo, en la parte más ancha esta Aquél cuyo nombre no menciono, en la parte más estrecha estoy yo, todo humano está en el medio. Las fuerzas espirituales, al igual que el agua, fluyen de la parte ancha a la parte estrecha, por eso es tan difícil llegar a Aquél que tanto ha prometido a los hombres; sin embargo, la propia corriente arrastra a los hombres hacia mí. Es fácil, sólo hay que seguir el río de la vida, aceptar mi salvación como Gea la aceptó. El embudo es infinito y eterno, tanto hacia la parte ancha, donde está Aquél, como hacia la parte estrecha, donde estoy yo. ¿Pero acaso lo estrecho no acaba por unirse y terminar? No. Separa de los otros seres humanos y va hundiendo a la hechicera en su propio ser, que también es infinito, pero infinito en tinieblas, en inmundicias, en malos pensamientos, en placeres que sólo tienen que ver con dañar a sus semejantes. Es una mística también. Y si alguien totalmente ajeno se parara en la cima de una montaña y mirara el embudo, ¿acaso podría decir que es mejor la mística de Aquél porque lleva al ampliamiento, a que el iniciado pueda desbordarse en amor hacia los demás? Los hombres, desde una montaña ajena a esta vida, son como paja que se lleva el viento, un momento, una chispa que se enciende y apaga en medio de la eternidad. ¿Qué importa si la chispa fluye hacia el lado ancho, o hacia el estrecho, hacia sí misma, donde también podrá exultar en los placeres religiosos del mal? ¿Tienen algún significado el bien y el mal? No. Sólo está Aquél en la parte ancha y yo en la parte estrecha. Sé quién es Aquél, pero no lo diré. Aquél también sabe quién soy yo. Algunos creen que ha revelado mi esencia a los hombres, pero entre Aquél y yo hay vínculos cuyo misterio no cabe en la mente de un humano. No, no somos amigos ni nos queremos, se trata de otros asuntos. Sin embargo, hay un gran riesgo para los que viajan por la parte estrecha y fácil, impulsados por la corriente que tan fácil los lleva a mí. Ejerzo una fascinación peligrosa. ¿No contiene riesgos la fascinación que ejerce Aquél? Claro que sí, pero prefiero hablar de mí, de la terrible atracción que genero. Y lo primero que sucede a una hechicera es que después de probar sus poderes quiere saber cómo es el que se los dio. Nunca muestro mi rostro, mas ellas quieren verlo. Y Gea estaba ante mí, con su vestido desgarrado por las ventoleras del cielo, con el pelo rojo desparramado, con las uñas creciendo en forma de garras, con una fiereza exótica, producida por la marca del odio en un rostro tan joven y bello. Sus ojos buscaban develar mi faz, pero además de la capucha negra que siempre la cubre yo estaba recostado contra el trono, y no parecía más que una sombra dentro de las sombras. Mis tinieblas anuncian que hay un gran peligro en mí, y ni siquiera una hechicera puede dejar de percibir que cuando avanza se está acercando al sol, al sol subterráneo que ilumina con rayos tenebrosos, y cuyo centro puede deshacer hasta a los más grandes astros. Gea lo percibía, pero poco a poco, arrastrándose (empujada por esa sed de conocimiento que es también un ansia secreta del más grande de los crímenes, el crimen contra sí mismo, el deseo de autodestrucción), llegó hasta mi mano izquierda, pálida, de piel casi transparente, puesta sobre los brazos del trono, y la besó. Estaba congelada y seguramente fue como un hielo en sus labios. Es la pasión más fría de todas, y sin embargo, quema. Esta muchacha, esta muchacha tan bella no había dejado de ser inocente a pesar de los asesinatos que había cometido. ¿Acaso no atinaba a vislumbrar que los poderes que la habían movido por el cielo y por la tierra eran más de lo que ella veía? ¿Qué yo no era simplemente la figura seductora y oscura sentada en el trono? Como del murciélago en la noche tenebrosa sólo se oye su revoloteo, pero nada se ve de su cuerpo monstruoso y amenazante, así soy yo para Gea, y mi chillido, al igual que el de este cazador nocturno, lo lanzo yo y sólo yo lo puedo escuchar. Pero mi hechicera, la más dulce y joven de mis hechiceras, empezó a besar mis manos, y lloraba con pasión sobre ellas. “Dime tu nombre, señor, dime tu nombre, porque no puedo vivir sin saberlo, muero cada instante, y lo único que quisiera pronunciar sería tu nombre”. Algo extraño había pasado con Gea, después de pasar por la Iniciación de las Cuatro Casas había perdido toda compasión hacia los demás, no podía amar a ninguno de sus semejantes, era de hielo para ellos, pero mi gelidez derretía la de ella y la hacía arder. Nunca había pasado. Nunca una de mis hechiceras había sentido esas extrañas perturbaciones por mí. Debía alejarla, quizás se le pasaría. “Debes regresar a la villa. Busca una doncella y tráela. Aliméntame con su sangre”, le dije. “¿Pero cuál es tu nombre, señor?”, insistió. “La gente lo dice todos los días. Basta con que escuches las oraciones de algún clérigo y lo sabrás”. “Ese es el nombre que el vulgo te ha dado, quiero saber tu nombre verdadero”. “Desde el principio te dije que morirías si veías mi rostro y sabías mi nombre. No digas una sola palabra. Vuela en la noche. Tráeme a la joven que pedí”. Y Gea calló, dormía a mis pies esperando que el sol dejara de alumbrar a los hombres. Yo disfrutaba la suavidad de sus cabellos que como serpientes enamoradas se enrollaban alrededor de mis piernas.

 

VI

Gea sacudió sus cabellos y voló por galerías, criptas, catacumbas, cruzó pesadillas que fueron soñadas hace miles de años, muecas de terror dejadas por seres que nadie puede ya imaginar, agonías de envenenados, pasiones perversas, dientes apresando huesos, ataúdes cada vez más recientes, menos desvencijados, hasta que salió al cementerio, levantó la lápida, adoptó la forma de un caballo negro y cabalgó por toda la villa. Al ruido de sus cascos despertaron soldados y frailes. Fray Álvar y fray Jerónimo vieron pasar al corcel. Cargaron agua bendita, rituales de exorcismos, cruces, biblias y salieron a la noche. Daban el aviso de que la bruja recorría otra vez las calles. Los niños se orinaban sin entender las palabras de adultos. Un fuerte olor a ciénaga brotó de la tierra, el polvo se sacudió cuando cientos de dedos cadavéricos crecieron como pasto, agitados por un viento que no era de este mundo.

A pesar de que cientos de personas habían salido a las calles, Gea, llena de soberbia, creída en sus poderes, sedienta de que vieran su forma sobrecogedora, no cesaba de cabalgar. En una esquina se encontró con fray Álvar y fray Jerónimo, quienes estaban acompañados por una tropilla de ballesteros. Antes de que pudiesen esgrimir las santas armas de la conjura, los pateó con los cascos delanteros, y tanto religiosos como soldados quedaron en el suelo ensangrentados. Ella siguió su cabalgata, sintiendo por primera vez el peso de un gran falo entre sus piernas. Vio una casa señorial, saltó la barda, y empezó a subir las escaleras. Suaves perfumes de áloe se esparcían por allí. La noche estaba tranquila sobre azucenas y muros. Una doncella cantaba en lo alto de una torre. Gea se sintió magnetizada por la belleza de la voz. Subió las escaleras cabalgando, y al llegar a la puerta atisbó por una grieta de la madera. La muchacha se bañaba en una tina de agua caliente, a la luz de muchos candelabros, mientras una criada frotaba su cuerpo con perfumes y aceites olorosos. Aquello que le colgaba entre las piernas traseras se erguía, tomaba la forma de un ariete de acero, casi tenía una personalidad propia, pedía a la muchacha, a la muchacha que también yo deseaba para satisfacerme con sus perfumes, con sus cabellos, con su hígado fresco, con su corazón inocente, con su sangre pura. No creí que Gea, a pesar de las apetencias del caballo en que se había transformado, osara desafiarme. Cuando derribó la puerta con sus cascos Gea se puso al lado de la tina, su piel brillaba ante la luz. La criada bajó llena de pánico. Sus gritos inundaron la calle. Fray Álvar y fray Jerónimo volvieron a encontrar la pista. Corrían hacia los alaridos de miedo. Gea debía apurarse. Pero nada de esto sucedía. Berna estaba sumida en una contemplación de la belleza del caballo negro. Este le pasó su cuello aterciopelado por los senos y la doncella se llenó de placer. ¿Osaría Gea a desafiarme, a tomar para sí una víctima que yo había pedido? ¿Y el amor que Gea sentía por mí?, pensé. Si no la detenía el miedo, ¿la detendría el amor que sentía por mí? ¿Podría albergar más amor por Berna, a la que acababa de conocer? Pero esas ideas tenían un nombre: celos. Se supone que los celos son inconcebibles en un ser de mi naturaleza. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué turbulencia ocurría en las más secretas esferas cósmicas para que yo tuviera celos? ¿Qué cambios estaban operando los ángeles que rigen los astros para que yo sintiera celos? Era algo nuevo y totalmente imprevisto en los miles y miles de años de mi existencia. Era algo, a pesar de la furia me di cuenta de que tenía que ver con todo el destino de la humanidad. Con los caminos de la creación, las fuerzas sagradas estaban a punto de confluir.

Fray Álvar había logrado prender uno de los incensarios y corría agitándolo delante de sí, ya fray Jerónimo prendía el otro. Los soldados alumbraban con antorchas. El humo del incienso se alzaba como una neblina de responsos, salmos y oraciones, envolvía el cuerpo de los dos frailes y se confundía con los amplios pliegues de sus hábitos blancos. Corrían, corrían con todas sus fuerzas rumbo a la casa de Berna. Ya tenía a la vista a la vieja que gritaba. Gea debía tomar a la muchacha y cabalgar hacia mi trono, pero no fue así. Recibía los besos de la doncella desnuda, se preparaba para poseerla. Berna acababa de descubrir que la seducían las bestias hermosas. Experimentaba unas ansias y un ardor incontrolables. Cayó sobre el lecho y el corcel se precipitó sobre ella. Los frailes subían por la escalera. Me moría de rabia y de dolor, surgieron en mí los deseos de destruir a Gea de Armore. Fray Álvar y fray Jerónimo entraron al aposento y vieron la cópula monstruosa. Eran signos del anticristo, dijeron, y comenzaron a conjurar a la bruja. Gea introducía con placer su enorme falo en Berna. Cuando termine, me dije, se irá a los montes con esa manceba y vivirán juntas en completa felicidad. Jamás se acordará de mí. Extendí mi mano y quebré por unos instantes el eterno diálogo de emanaciones divinas entre la Serpiente Tiamat y el Ave Fénix. Fray Álvar pronunció el vade retro, los incensarios humeaban más que nunca, Fray Jerónimo aplicó un crucifijo a la piel del caballo, que se desvaneció entre relinchos y coces, ante sus ojos tuvieron a una Gea desgreñada y sucia, que frotaba su vientre contra el de Berna. “¡Es la viuda del señor Menjouin!”, exclamaron los soldados. “Préndanlas por brujas, cárguenlas de grilletes, húndanlas en el más profundo calabozo. Hoy ha sido un día grande para el Señor Todopoderoso, de quienes somos sus más humildes siervos”, clamó fray Álvar y ambos religiosos cayeron al suelo en plegaria. Los guardias hicieron como les habían ordenado, y yo cerré los ojos en medio de la oscuridad.

 

VII

Gea de Armore fue descoyuntada en la misma celda donde yo la había rescatado. En vano rogó una nueva reaparición mía. No tolero las traiciones. Berna era para mí. No fue para nadie. La propia Gea la vio morir cuando le introdujeron un hierro al rojo vivo en la garganta. Álvar y Jerónimo prolongaron más la vida de mi iniciada. Sabían que el camino hacia mí ella lo había recorrido y pretendían que los guiase. ¡Qué soberbia la de estos frailes! ¡Pretendían la cruzada que ni siquiera el pescador de hombres ha emprendido! Convirtieron a Gea en una bolsa de carne llena de huesos rotos. Sentían el dolor de la bruja, lo lamentaban, hubo momentos en que quisieron huir de los calabozos, en que se sintieron asquerosos, pero pensaron que aquel dolor era como una espina más de la corona de su amo, que ellos estaban destinados a que dicha espina se les clavara en la frente, se dijeron que su salvador seguramente habría sufrido más cuando predijo la ruina de Jerusalén y no la salvó, y con estos pensamientos le dieron un descanso a Gea para mantenerla con vida y al cabo de una semana o dos continuar con las torturas.

La muchacha apenas tenía algunos momentos lúcidos en medio del inmenso dolor que era su tiempo. Ya no pedía que la rescatara, pedía ver mi rostro, y dijo lo que siempre sospeché. Que me amaba. Un sentimiento completamente ajeno a mi ser. ¿Ajeno? Ajeno hasta ese momento. Mi cambio empezó cuando me compadecí de su pasión. Inmediatamente me di cuenta de que el universo entero, el tiempo y la eternidad iban a variar, pues una alteración en mi esencia supone la metamorfosis del todo. ¿También en Aquél que Es? ¿El que me mira desde la parte ancha del embudo? No lo sé, nunca lo he sabido.

El caso es que estuve tentado de ascender y destruir los artilugios de dolor y muerte. Yo podía restituir el cuerpo de Gea a su primigenia belleza. Lo deseaba pero no lo hacía, pues no podía olvidar que me traicionó con Berna. Eso, entre los humanos, se llaman celos. Ser humano: ser pasional: ser débil: ¿eso era yo? No, yo no soy humano. ¿Estaba convirtiéndome en humano? ¿Había perdido mis poderes? No, la tercera parte de los poderes espirituales, los ángeles rebeldes, me obedecían como siempre. Tuve que aceptar que algo estaba cambiando en las fluctuaciones sobrenaturales, y que estaba escrito desde que en la nada se plasmó la orden de producir criaturas, pues lo que pasa en el mundo divino se definió una sola vez y para siempre. ¿Quién dio la indicación? ¿Aquél que Es? ¿El que permanece para siempre? Siempre ha dicho que es anterior a mí, que me inventó, pero yo no lo sé, pues cuando abrí los ojos el momento de la creación ya había pasado. ¿Y si hay un Tercero que nos inventó a los dos? ¿A mí, que estoy en la parte estrecha del embudo; y a Él, que está en la parte ancha? ¿El Tercero definió que en un momento de mi existencia experimentara pasiones? Parece que sí. Pues no podía soportar el dolor de Gea. Quería verla bella como al principio. Tal vez era el principio de una pérdida de mis poderes, o tal vez no. Lleno de dudas y sufrimiento me encogí en mi trono de piedra.

 

VIII

Fray Álvar y fray Jerónimo dieron la orden de reiniciar las torturas, pero ya Gea agonizaba. Ni siquiera reaccionó cuando el verdugo le clavó largas agujas en los senos. La Inquisición determinó que había suficientes pruebas para quemarla por bruja. La subieron en una carreta y la ataron a los barandales para que no cayera durante el trayecto. El pueblo entero salió a insultarla. Todos los que habían tenido alguna pérdida o alguna enfermedad se la achacaron. La bombardearon con huevos podridos y piedras. Su rostro, sanguinolento y fétido, era irreconocible. Cuando le preguntaron si se arrepentía de sus pecados no pudo responder. Tenía los tímpanos reventados. La lengua quemada por hierros al rojo vivo salía entre los dientes como una serpiente desollada. La ataron al poste y prendieron fuego a la leña, mientras fray Álvar y fray Jerónimo pronunciaban letanías y conjuros. Las llamas empezaban a crecer, el humo ocultó a Gea de Armore. Se le escuchaba toser. En el cielo se movieron las nubes. Pronto todo estuvo negro. Cayó un rayo e hizo pedazos la cúpula de la iglesia. Los dominicos y los pobladores se persignaron. La lluvia torrencial se desató. Era un aguacero como nunca antes visto. Las zonas bajas se transformaron en lagunas, y un torrente caudaloso apagó la hoguera, desprendió el poste, y junto con él arrastró a Gea de Armore rumbo a un bosque. Fray Álvar y fray Jerónimo lograron ponerse a salvo subiéndose sobre la carreta. La gente y los soldados huían diciendo que toda la furia del infierno se había precipitado contra ellos.

En medio de grandes robles y hayas recibí el cuerpo maltrecho, desfigurado de Gea de Armore. Estaba cubierta de hojas secas, semidesnuda, inconsciente, con las piernas y los muslos a medio quemar, pero viva aún. La arrastré hasta una vieja tumba en medio del bosque, una cripta cuya entrada estaba cubierta por musgos, hiedras, hongos, tierra. Allí estaban los restos del terrible sacerdote que me había invocado seis milenios atrás. Su espíritu resguardaba la cueva y causaba la muerte de todos los que entraran en ella si tenían la increíble fortuna de encontrar el sepulcro.

Puse a Gea sobre el ataúd y la desnudé. También yo me quedé sin ropa. La iba a fecundar. Era la única manera de que pudiera salvarse. Sólo que yo iría desapareciendo a medida que mi esperma creara otro ser dentro de ella. Porque en realidad no iba a crear otro ser, yo me iba a trasladar a sus entrañas, tomaría carne de ella y volvería a nacer al cabo de cinco siglos. Entre en su virginidad jamás profanada por el cerdo de Menjouin. Yo era el primero y sería el único. Sentí el placer, el inefable placer, y empecé a perder la conciencia, sólo aspiraba el suave perfume de la primavera que llegaba a través de las grietas de la tumba.