Letras
La abuela (desalmada y muerta, pero no tan triste la historia)

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Dedicado a Mardonia López M.

Lourdes no dormía. Se pasaba la noche en vela, cuidando los sonidos que salían del cuarto de su madre. Un quejido, podía significar que debía voltearla hacia el lado derecho, un estertor, meterle las almohadas desde la cadera hasta la nuca. Un llanto parejo sin hipos, representaban usar el urinario portátil, y los gemidos entrecortados, eran para girarla completa sobre sí misma y quedar boca abajo durante pocos minutos, para lo cual se quejaba profundamente ahogada en sus carnes, para volver a la posición inicial. Todas esas posturas las hacía Lourdes, su hija, en el transcurso de la madrugada, y era increíble sentir las horas cumplirse insomnes y rápidas, para darle paso al alba y a los gallos cantores, y pasar el día haciendo exactamente lo mismo que la noche anterior.

Aparte de írsele la vida atendiendo a su madre inválida y moribunda desde hacía 27 años, ella preparaba las camas de todos, arreglaba el cuarto de ella y su esposo, barría la sala, montaba una olla sobre la hornilla, alimentaba y aseaba a los pájaros, repartía café antes del alba, bendecía a sus dos hijos y trenzaba la crineja de su sobrina quien vivía dos casas más arriba. Sin tiempo para bañarse, entraba a la ducha y mientras esparcía detergente, el agua helada lavaba su cuerpo, y a veces, apresurada en la faena, olvidaba la pastilla de jabón de olor y su piel se resecaba con la espuma de fregar pisos.

Su hija mayor le comentó un día que deseaba seguir estudiando una profesión después de que saliera del liceo. Esa primera educación la pagaba ya una beca ganada con sus excelentes notas. En vez de alegrarse, en su rostro se dibujó una mueca intraducible. De desesperanza, sin anhelo, un gesto triste y desmesurado. La chica salió y dejó a Lourdes, postrada, literalmente, en la silla del comedor. Si su hija deseaba hacer una carrera universitaria, ¿quién era ella para impedírselo? Lo único que sabía era sobre la cruel realidad de sus tragedias, y que sería ella sola quien apañaría la nueva resolución, ya que su esposo, empleado del Puerto, apenas ganaba para pagar las cuentas y beber sus pócimas, que de su propio decir, no eran alcohólicas, sino medicinales.

Faltaban pocos días para el acto de graduación en el liceo. Acto al cual ninguno asistiría, ni siquiera la graduando. Retiraría su título de bachiller en ciencias, y luego se irían a Caracas a legalizar la inscripción en la Universidad Central en la carrera de medicina. En esa época no existía el examen de admisión. Una vez terminada la inscripción, debían rezar por salir en el ciclo básico de la carrera, allá por Sebucán.

Ya por ese lado, Lourdes tendría que pensar en el pasaje ida y vuelta hasta Caracas, y desde el terminal, hasta el fin del mundo, en un Este pegado al cerro del Ávila, que en vez de calles eran pendientes y enrevesadas cuestas sin beneficio así subieras o bajaras de ellas.

En su casa eran delgados. La abuela atesoraba su dinero en un banco del Puerto y ellos comían poco, y para vestir iban igualmente ligeros, gastando un par de zapatos cada año, más o menos, y limitando los lujos a una vez casi nunca. Los medicamentos de la anciana eran pagados por el seguro social, para lo cual Lourdes, antes con sus niños pequeños, debía hacer largas colas para cobrar la pensión y luego cambiarlos por tickets y después por las medicinas. Un promedio de tres filas interminables, durante un día o dos.

El marido de Lourdes se metió a santero, en el barrio era preferible pasar por cualquier cosa que ser un hombre desquerido y abandonado en su propia cama por su mujer. Su ropa blanca, que ella lavaba hasta romperse los nudillos, se adornaba con collares de colores y un discurso recurrente sobre el celibato y los espíritus. De cualquier modo, su marido desteñía, y lo que era blanco en la mañana se convertía en marrón café por las noches. Aparte de los jeans del muchacho, la ropa de cama, los manteles, los tesoros de la abuela, incluyendo su traje de novia de principios del siglo XX, la de su hija, las batas de laboratorio, y a veces la ropa ajena de los vecinos.

Las horas se consumían con una rapidez extraordinaria. En medio de los estertores de la abuela para ser cambiada de posición en la cama, curarle las escaras y darle de comer, Lourdes se inventó un nuevo oficio, que ni siquiera el hijo inútil la ayudaría a ejecutar, mucho menos salir con el invento a la calle a venderlo. Comenzó a hacer suspiros con clara de huevo, a amasar la difícil textura de la polvorosa, a conseguir el tuétano para los aliados, con el dinero de unos invertir en el papelón de otros, la manteca blanca y los frutos verdes para las conservas abrillantadas con azúcar y los leños para las hogueras, porque el gas era un lujo para gastarlo en esa dulcería criolla, la industria que ya todos veían con horror. La poca solidaridad hizo que Lourdes saliera, entre un gemido y otro, a vender los dulces en diferentes bodegas, donde dejaba las bandejas y se regresaba a veces sin contar el número. El dinero lo recolectaba a los tres días, invertía y le sobraba el pasaje y los libros de medicina, unos más caros que otros, y a veces se sentaba en la mesa y aprovechaba el descanso para amontonar las monedas en grupos de 10. El hijo inútil dio cuenta de sus ganancias más de una vez, por lo que se inventó un arca de caudales la cual escondía bajo una tabla del piso.

Así como se le fueron las horas pasaron los años. Su hija, médico graduada, dejó de visitarla por muchos meses, se le veía distinta, con ropas de marca y cortes de cabello, zapatos y maletines de cuero. Cuando la empezó a frecuentar, Lourdes notaba su incomodidad. Ya no se sentía a gusto en su cuarto y jamás entraba a ver a su abuela, quien seguramente agradecería sin decirlo, otro diagnóstico a su enfermedad tan larga y viciosa. Su madre jamás rogó más de dos veces, luego insistía y a mitad del día no le decía nada más.

Una noche de julio, con el calor pegajoso adhiriendo las ropas al cuerpo salado por los vapores del mar en calma, su hija médico vio a Lourdes pálida y destruida. Su espalda encorvada por el peso de la abuela, las manos ajadas como su rostro, los ojos hondos y una antigua tristeza. Le dijo entonces a su madre que descansara esa noche, y ella se ocuparía de voltear a su abuela, además de explicarle que sabía el significado de cada gemido, porque allí, oyéndola, se les había pasado la mitad de la vida.

Tenía más de siete años que no entraba a esa habitación, el olor acre y dulzón le alborotó el estoicismo. Las muñecas de porcelana viejísimas, el dosel de la cama casi fúnebre, el espejo cubierto con un paño negro, le parecieron recargados, anacrónicos, igual que el enorme baúl, contentivo de reliquias jamás usadas. Y, tendida, en el centro, hundida o tragada por el raído colchón, estaba la abuela, con la nariz ganchuda y una sonrisa espectral, mientras dormía. El concierto de gemidos no se hizo esperar. Ella, con su escuela de medicina detrás, comenzó su trabajo. “¿Quieres que te voltee, abuela?”... “A ver... este es para la derecha. Listo”... “Ahá, este para el otro ladito, abuela, ¿no es así?”... De pronto, sin gemidos, sin la abuela pedirle movimiento, la tomó de los brazos y la volteó una y otra vez, con más fuerza, con furia. Una vez a un lado y la dejaba caer desde su altura. Y otra vez, y otra. Los ojos de la abuela la miraban interrogante, no le daba tiempo de sucumbir a sus estertores porque ya no salían de su garganta. Y la giró de posición en la cama, muchas veces. Agotada, por el peso, el que soportaba su madre desde hacía un siglo, se desmadejó sobre la silla. La abuela se quedó quieta y silenciosa toda la madrugada.

En la mañana, entró Lourdes azorada, con el tazón de avena temblando entre sus manos. Su hija la miró y le dijo: “Mamá, la abuelita está muerta. Creo que quería verme y despedirse de mí. Anoté la hora de su fallecimiento, eran las 3:34 am... y... ¡no lo creerás!... me miró, sonrió y se quedó quieta para siempre”.