Letras
Bienvenido Mr. Crusoe

Comparte este contenido con tus amigos

Casi las seis de la madrugada. Un choque arrancó al multimillonario de sus dulces sueños. ¡Menudo follón! Fue lo primero que pasó por su mente atontada. Al despejarse vio que el suelo del camarote iba cuesta abajo. ¿Acaso se estaban hundiendo? Se lanzó al puente, orientado más por el tinglado que por su conocimiento del barco y echó un vistazo alrededor: la cubierta era un vaivén de tripulantes liados. La nave, por su parte, parecía estar a punto de zambullirse, con la proa casi rozando el agua. No soplaba nada de aire; un bochorno sofocante pesaba por encima de todo cual capa que asfixiara el barco y el mar, justo un momento antes de que asomaran los primeros rayos del Sol. Delante de ellos, tras casi un kilómetro de agua mansa, se perfilaban los contornos irregulares de una isla .

Su barco. El yate que le había costado un dineral acababa de naufragar, ¡coño! El adinerado maldijo todo lo que se meneaba. Por cierto, alguien le debía explicaciones, enseguida. Fue a por el capitán, que se encontraba en el puente de mando, dando órdenes a diestra y siniestra. Tenía ese aire decidido que suelen ostentar los que están acostumbrados a hacer frente a situaciones graves. Adelantó la pregunta obvia con una respuesta seca.

—Un banco de arena, señor Crusoe. Estamos bien encallados —siguió un instante de silencio; luego el capitán tuvo el espíritu de agregar:— Era lo último que nos esperábamos por esta zona. Y todo porque la marea alta escondía el fondo.

A Crusoe le pareció haber escuchado bastante.

—Por su bien, capitán, espero que usted sepa cómo sacarnos de este lío.

—Pues... la buena noticia es que la quilla no parece estar dañada, no nos vamos a ir a pique. La mala es que nos hemos embarrancado en profundidad. Tendrán que remolcarnos para sacarnos de aquí; puede que pase todo el día antes de que vengan a socorrernos desde Caracas.

—O sea, que puedo decir adiós a mi negocio en Brasil —concluyó Crusoe, y continuó refunfuñando:—¡Mierda! Justo lo último que me faltaba.

El capitán no se tomó demasiado en serio los berrinches de su jefe y, quizás para quitárselo de en medio, pensó proponerle tomar tierra.

—Ya que nos tendremos que quedar varias horas, igual vale la pena visitar la isla. A lo mejor hay algo interesante, o alguien que pueda ayudarnos, que con lo mal que vamos...

—Visitar la isla... —replicó instintivamente Crusoe—. ¿Es que somos turistas? —pero al cabo de un momento la idea de explorar él solo la isla le instiló cierta curiosidad; comenzó a alimentar su ego, sintiéndose importante—. Pero bueno, si esto es lo que hay más vale echarle un vistazo a la maldita isla —un par de mozos prepararon una chalupa para la excursión—. Mientras tanto quédese usted aquí, que ya bastante ha hecho metiéndonos en esto. Encárguese de arreglarlo, si no quiere acabar con su carrera de capitán.

Robert Crusoe, treinta y nueve años, cientos de millones de dólares repartidos en varios bancos de todo el mundo. Su familia, residente en Nueva York desde tiempos inmemoriales, lo había educado como el medio burgués que era. Parecía ser, aunque no se tuvieran noticias seguras, que sus antepasados eran originarios de Gran Bretaña. Se decía que uno de ellos habría conquistado enormes riquezas gracias a unos negocios no bien definidos en América del Sur. De todas formas las cosas no debieron de irle muy bien a los Crusoe, ya que en un dado momento la familia se trasladó a Nueva York para escapar de las deudas. Robert era un chico mimado cualquiera, sin embargo la pasión por el comercio, el dinero fácil y los estudios de económicas le habían convertido en un trepa sin alma. La boda con la hija de un gigante de la inmobiliaria hizo lo demás: ahora era un coloso, la octava persona más rica del mundo, según afirmaban las revistas. No era precisamente un lobo de mar, pero para sus negocios le gustaba viajar con toda calma y cómodo. Por eso se había comprado un gran yate para él solo, incluida la tripulación completa. Uno de esos yates con el puente de madera, los mármoles de Carrara y un comedor digno de una villa señorial romana; esa misma nave que ahora estaba detrás de él, hincada en la arena.

Ya amanecía cuando la barca se acercó a la tierra. La isla no tenía buena pinta; al mirarla de cerca ofrecía un paisaje lunar. No había signos de vida: nada de árboles, ningún ruido de seres vivientes ni rastros de presencia humana. Una sensación extraña, casi un escalofrío, fulminó a Crusoe mientras pisaba la playa blanca. Sin saber cómo ni por qué, tuvo la impresión de tener algo que ver con aquel lugar. Sólo fue un momento y no le prestó especial atención. Eran seis y decidieron formar dos grupos: Crusoe, con dos marineros, explorarían un tramo de la costa; los tres restantes echarían un vistazo tierra adentro.

La arena era de un blanco cercano al gris, tan fina que parecía polvo de cemento, casi impalpable. Una especie de mineral estéril arrancado de las entrañas de la tierra. Muertas se veían también las dunas y los relieves rocosos: a la que destacaba como la montaña más grande de la isla le faltaba una parte del flanco, aparentemente devorado por algún tipo de excavación, que como una fiera que arrancara bocados de carne de su presa, se había cebado en la piedra inanimada. El lugar en su conjunto, cuyas dominantes iban del beige al gris pardo, recordaba un paisaje primordial que todavía desconociera la vida. Lo único que llamó la atención de Crusoe fue algo parecido a un canalón, un cauce pedregoso y árido. Todo dejaba suponer que ahí, alguna vez, había habido agua. Sí, seguramente aquello era el antiguo lecho de un manantial de agua dulce; pero ésta debió de agotarse, así como toda la isla. No tardaron en volver al sitio donde habían desembarcado para juntarse con los demás, que se habían aventurado camino al interior.

—Aunque usted no se lo crea, esta isla una vez estuvo habitada —dijo de entrada uno de los marineros—. Hemos encontrado las ruinas de un pueblo, a ni siquiera media milla de aquí. Pero yo creo que lo abandonaron hará cosa de un par de siglos.

—¡Quiero ir a ver! —exclamó Crusoe sin más, sorprendiendo con su interés a todos los presentes. Su indiferencia hacia todo lo que no supusiera dinero, negocios o lujo era típica de su personalidad. Nadie se atrevió a llevarle la contraria. Recorrieron un breve tramo de un valle baldío hasta que llegaron al pueblo. Lo único que quedaba eran los restos de unos cincuenta edificios de ladrillos de clara realización europea. Ninguno de ellos estaba entero o reconocible, y nada más que guijarros redondeados testificaban la antigua presencia de una calle principal. Cualquier cosa hubiese ocurrido ahí se lo habían perdido. Definitivamente la isla estaba desertificada, hecha estéril por una explotación indiscriminada: se habían talado todos los árboles; una agricultura llevada a cabo de forma poco sabia había sangrado el suelo y chupado hasta la última gota de agua.

—Qué asco de sitio —concluyó Crusoe. Su mirada dio con un sendero que subía por una altura. Sin pensarlo, fue a ver hasta dónde llevaba. Alcanzó un claro que limitaba, de un lado, con lo que parecía ser la entrada de una cueva obstruida por unos escombros. Sin embargo lo que le resultó más interesante fue entrever en el suelo la base de una valla. También vio algunas tablas de madera cuidadosamente recortadas y aplanadas, que tal vez antaño habían sido mesas. Debía de ser otro asentamiento, aun más antiguo que el anterior.

No tuvo tiempo de continuar con sus observaciones; de nuevo le acuchilló la mente aquel presentimiento tan absurdo. Porque él, en algún recodo de su cerebro, sentía que algo le unía a esa tierra. Pero ¿por qué él? ¿Y por qué a un lugar tan inútil? No sabía nada de la isla, nunca había estado ahí antes. Pero una voz retumbaba en su cabeza, desde lejos.

—¡Quédate aquí, Rob Crusoe! Esta es tu isla —la voz no le llamaba con su verdadero nombre, no le hablaba de usted. No. Esa descarada le hablaba de tú, como si le conociera de toda la vida. Y ahora parecía quedarse con su nombre—. ¡Rob Crusoe! Poor Robin Crusoe! Don’t leave! This island is yours!.

—¿Que esta isla es mía? Claro, cómo no —replicó él en voz alta.

Señales acústicas procedentes del mar llamaron su atención. Trepó a un montículo de piedras y pudo ver los remolcadores que trabajaban para desencallar su nave. ¡Ya era hora de que me marchara!, dijo entre sí, vagamente aliviado. Mientras se dirigía hacia la playa pensaba en qué haría con esa isla que ya tenía por suya. Pensaba en algún nuevo negocio para compensar su mediocridad. Ese podía ser un lugar ideal para llenar de hoteles de cinco estrellas, de casinos y, por supuesto, montar un gran parco de diversión. Las playas y los valles baldíos quedarían genial con palmeras y céspedes artificiales. La ciencia y el dinero hacen milagros. ¡Oh sí! Crearé un paraíso de diversión; un oasis de relax en el océano, para quienes tengan ganas de viajar y mucha pasta para gastar. Pronto se acabará con ser una mierda de sitio: este será mi reino. Y mientras hacía sus planes, se despidió de la tierra que se alejaba con una sonrisa pícara.