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Última parada

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No evocará mi memoria este capítulo de mi vida más que en esta ocasión, recuerdo que quedará después enterrado en lo más profundo de la mente de esta desventurada.

Las puertas del vagón se abrieron, y como cada mañana, me apresuré a buscar un asiento libre entre empujones de gente que entraba y salía.

Un olor dulzón, rozando lo empalagoso, me llamó la atención al instante. Curiosamente, y lejos de molestarme, se me antojó agradable aquel aroma. Busqué su procedencia y mis ojos toparon con otros de color gris. Era un hombre, y me estaba mirando. Tranquilo, observándome mientras yo le observaba a él, sin que eso pareciese turbarle de ningún modo. Incómoda, retiré la mirada, consciente de que mis mejillas adquirirían un tono rojizo de un momento a otro.

Quise adoptar una pose distraída y dirigí mi atención al libro que llevaba conmigo. Pero, curiosa, no pude evitar mirar de reojo. Y allí estaban de nuevo sus ojos, seguía mirándome, seguía sereno. Me hubiera parecido una actitud del todo maleducada por parte de ese desconocido, si no fuera porque observé que era endiabladamente guapo. Vestía un traje negro, corbata del mismo color y camisa blanca, lo que le otorgaba un aspecto brutalmente atractivo. Yo me sentía incapaz de mantener la mirada, pero el hecho de que él siguiera haciéndolo provocó que entráramos en una especie de juego, un coqueteo que se mantuvo mientras duró el viaje.

Seis estaciones más tarde aquel hombre pareció llegar a su destino. Y apartando su mirada de mí, tomó posición frente a las puertas del vagón, aún cerradas. Leí el rótulo: La Laguna. Cuando éstas se abrieron, y con un gesto del todo despreocupado, tomó la mano de una anciana que estaba a su derecha. Me resultó curioso, pues no me había dado cuenta durante el trayecto de que ambos fuesen compañeros de viaje, ya que ninguno de ellos actuó como tal. Por supuesto, como cabría esperar de cualquier persona en mi situación, no dediqué más que ese instante de pensamiento a un acto que, aunque curioso, carecía de toda importancia. Y sin más salió con ella. Mis ojos le siguieron hasta que ya no pude verle. No se volvió ni una sola vez, no me regaló una mirada de despedida.

Al poco, se detuvo el tren en mi parada. Entrando en casa, me di cuenta de que volvía a cobrar conciencia de mis actos. Y es que tan absorta iba en mis pensamientos sobre ese hombre, por quien —debo decirlo, y esto me abochorna— me había sentido tan atraída, que no recordaba nada del trayecto desde que le vi bajarse en La Laguna hasta que llegué a mi pequeño apartamento de Ciudad Universitaria.

A la mañana siguiente el mismo aroma cargante me alertó de su inequívoca presencia en el vagón. No tardé en localizarle sentado a poco más de un metro de donde me encontraba yo. Iba acompañado de un chiquillo de unos seis o siete años, con una carita encantadora, sobre cuyo hombro reposaba él su brazo en señal de protección. Me hizo saber que también me recordaba, y le devolví la sonrisa como muestra de un saludo cómplice. De pie y sujeta a la barra tenía una perspectiva cómoda que me permitió observarle con tanto descaro como él lo había hecho un día atrás.

Los ojos grises destacaban en una tez ligeramente bronceada. Y el cabello corto y oscuro pero graciosamente revuelto en su parte más alta, le atribuía una edad próxima a la mía, lo que contrastaba de modo muy interesante con cierta apariencia más madura reflejada en su semblante. Volvimos a dar inicio a un divertido intercambio de miradas, tan infantil e inocente como travieso y provocativo, que cesó en el momento en que, junto con el pequeño al que acompañaba, se bajó en Sol de Rey.

¡Qué caprichoso el destino! A lo largo de todo un mes, día tras día, fui encontrándome con ese desconocido que ya dejaba de serlo, en un lugar u otro del metro. Daba igual que vagón eligiera yo, él siempre aparecía. Y que agradable me resultaba esa coincidencia. Pero no cruzamos una sola palabra, ni absurda ni coherente, ni tímida ni osada. Como si todo sobrase tras la mirada, una mirada realmente encantadora. Y aunque esta situación hacía las delicias de mi yo romántica, por otro lado me impacientaba, pues no percibí en él la más ligera pretensión de disponer un acercamiento.

Cierto día de esos en que me topé con él, sentí la tentación de ir tras sus pasos cuando vi que nuestro juego llegaba a su fin, cuando le vi ponerse en pie para alejarse de mí. No sé con qué propósito, ni sé si me hubiese atrevido, en caso de haberle seguido, a acercarme a él. Pero cuando me hube armado del valor suficiente para llevar a cabo la acción, algo, o más bien alguien, se interpuso. Observé, en un estado mezcla de sorpresa y decepción, cómo de manera cálida, pero a la vez distante, colocaba la mano alrededor de la de un hombre de pelo cano y cuerpo encorvado por la edad, para abandonar el vagón. Un hombre con el que no tuvo otro gesto que ese, y sólo ese, durante los diez minutos que transcurrieron de una estación a otra. Llegó a irritarme la situación, la fastidiosa casualidad de que nunca le encontrara solo.

Y así se eternizaron mis días. Cuanto más tiempo pasaba, cuanto más le veía, más ansiaba yo conocer el sonido de su voz, más jugaba a imaginar el sabor de su boca en un beso cruel que no me daría. ¿Qué fuerza imbatible provocó que la atracción de un principio empezara a transformarse en necesidad, y esta necesidad se viera dirigida hacia ese invicto sentimiento llamado amor?

Ya una tarde, que recuerdo como la más terrible de las vividas, el desconocido me brindó el presente de sus palabras y así la revelación de su identidad. ¡Aciaga tarde de dolor y espanto!

Sentada entre la multitud mis ojos buscaban ansiosos la imagen de aquel que debía aparecer. En la boca una sonrisa, y en los ojos mi reflejo. Allí estaba. A su lado, una mujer muy bella. Me llamó la atención el aire feliz que sugería su rostro, el de ella. La impresión respondía seguramente a la errónea costumbre de tender a creer que quien va a morir no puede sentirse dichoso. Llevaba un pañuelo cubriendo la cabeza y bajo él podían vislumbrarse restos de lo que había sido en otro momento una cabellera sana y posiblemente bella. Mi madre había muerto de cáncer unos años atrás, y no pude remediar compadecerle al ver los estragos que la quimioterapia había provocado en una mujer tan bonita.

Deslicé la vista hacia él que, como siempre, no dejaba de observarme. Sentí estremecerme ante la sonrisa pícara y la forma abrumadora en que me miraba. Recé para que el tren sufriera algún tipo de avería y quedáramos atrapados juntos. Recé para que esta vez fuese mi mano la que le acompañase a la salida. El tren no se averió, hizo la parada que tenía prevista en Puente de las Acacias. Y yo, viendo que se levantaba, y que además esta vez estaba completamente sólo, me dirigí hacia él. Sin pensarlo, me puse en pie y avancé decidida. Las rodillas me temblaban, no lo tenía previsto, no sabía qué iba a decirle, pero mis pasos nos acercaban cada vez más. Él se había quedado inmóvil frente a mí, observando cómo me acercaba, consciente sin duda de mis intenciones, esperándome. El corazón me latía con fuerza. Le miré fijamente, le sonreí tímida, y esperé. Allí, más cerca de lo que nunca habíamos estado, frente a frente, su peculiar olor se hizo irresistible, esperé. Entonces, con un gesto que me hizo flojear, se inclinó hacia mí. Lentamente y sin dejar de mirarme, fue encorvándose ligeramente y aproximando su cara a la mía. Cuando estuve a punto de cerrar los ojos para saborear el beso que estaba convencida que iba a recibir, deslizó sus labios con suavidad hacia mi mejilla, recorriéndola casi sin tocarla hasta llegar a rozarme el pelo con ellos. Y entonces me susurró estas palabras al oído:

—Tesoro, delicia y tentación hasta para el alma más fría que es la mía. No vuelvas a mirarme, no cometas el error de volver a acercarte a mí. ¿O no sabes pequeña, que cometes pecado al desear a la Muerte?

Un zumbido penetró en mis oídos, punzante, que me impedía escuchar los sonidos a mi alrededor. Incapaz de reaccionar, con la vista perdida al frente, dejé brotar una lágrima que él recogió con su mejilla, enjugando así la mía, y volvió a mirarme. Es bien cierto lo dicho acerca de ella: la muerte es cálida, es hermosa, es calma, y en algunos momentos, sí, la muerte es tentadora.

Elegante hasta para destrozarme el corazón, se dio la vuelta y volvió junto a la bella mujer del pañuelo, que parecía esperarle para no salir sola de aquel vagón. Unieron sus manos sin mirarse y yo les observé perderse entre la gente.