Letras
La cena de los niños

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—Chicos, coman la cena, para crecer sanos y fuertes.

—¡Está fea la comida, abuela!

—No está, fea, Andrés.

—¡Andrés tiene razón, abuela! ¡Esta comida está sucia, tiene pelusitas!

—La comida está limpia, Rosa, no tiene pelusitas, y si no la comes, vas a ser una chica pequeñita y fea.

Asomada a la ventana, abierta pese que la noche era bastante fresca, la madre escuchaba la discusión.

El tranquilo vecindario suburbano se veía desierto. Del otro lado de la calle, se distinguía la sombra de un hombre en la única ventana iluminada de un bonito chalet con terraza. La madre observaba atentamente la oscura silueta del hombre, y cada tanto levantaba su vista hacia la luna llena que iluminaba el barrio.

—¡No quiero esta porquería!

Andrés había comenzado una furiosa rabieta. Tras alejar su plato de un empujón, chillaba y pateaba el piso, mientras la abuela procuraba apaciguarlo.

—¡No voy a comer! ¡No voy a comer!

El hombre desapareció de la ventana, que un momento después se oscureció.

La mujer se acodó en el alféizar de la ventana y reconcentró su atención, ahora dirigida a la terraza de la casa de enfrente. Ambos niños se había unido en una rabieta mancomunada y la abuela se mostraba impotente para dominarlos.

—¡No voy a comer! ¡No voy a comer!

 

* * *

 

El hombre había subido a la terraza. Resistió cuanto pudo, pero la irresistible llamada de la luna lo había vencido, como siempre. Otra vez triunfaba la maldición. Miró angustiado a la luna. Quiso gemir su congoja, y lo que brotó de sus labios fue un áspero gruñido. Pasó su mano por el rostro, mojado por el sudor pese a lo frío de la noche; estaba terso, recién afeitado.

“Todavía soy humano”, pensó.

Se apoyó en el parapeto y miró hacia abajo. La amplia ventana del comedor de la casa de enfrente estaba abierta y el hombre veía claramente a la madre asomada mientras la abuela se ocupaba de la cena de los niños, sentados a la mesa. El hombre pensó en los niños y se estremeció.

¡Carne! ¡Necesitaba carne fresca, sangrante! ¡Necesitaba sentir los ayes aterrorizados de una víctima mientras le clavaba sus agudos dientes!

Miró otra vez a la casa de enfrente. Sus sentidos se habían agudizado y ahora percibió el tierno olor de los niños. Como las otras veces, la metamorfosis, lentamente anunciada por ciertos síntomas, se había consumado de golpe.

El lobizón alzó la vista a la luna y emitió un prolongado y terrorífico aullido.

 

* * *

 

Los niños habían quedado paralizados y silenciosos al oír el aullido.

Con una radiante sonrisa, la madre cerró el vidrio y los sólidos postigos de la ventana. Antes de darse vuelta, asumió un semblante severo.

—A cenar, que el lobizón se lleva a los chicos que no comen.

Los niños se pusieron a comer, ahora sin protestas. La madre y la abuela los miraban, sonrientes. Cuando los niños terminaron el plato, la madre dijo:

—Y ahora, la fruta... El que no come la fruta se lo come el lobizón.

Mientras servía la fruta, la abuela exclamó, dichosa:

—¡Qué suerte tener un vecino como el señor de enfrente!

Por la ventana cerrada se filtraba el pavoroso aullido del lobizón.