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El papalote y la bruja

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Junio se estaba yendo, eran sus últimos resoplidos. El viento furioso se empeñaba en acelerar su partida. El ventarrón caracoleaba ágil por todos los espacios de la ciudad. Se descolgaba con fuerza inusitada desde la cima de los cerros y no bien se había esfumado una corriente de aire cuando ya venían detrás otras.

Sentía el aire y la polvareda arremeter contra la piel de su cara. Un sol a tres cuartos de su viaje diario, cerca de iluminar otros lugares, pendía del cielo. No supo por qué, pero volteó hacia arriba y los miró. No era la primera vez que los veía, pero si fue la ocasión en que se quedaron grabados en su mente por toda su vida. Una sonrisa sin menor pena floreció en su rostro, corrió hacia la barda que limitaba el terreno de su casa. La trepó ágilmente, se sentó con una calma que contrastaba con la alegría que retumbaba dentro de su cuerpo. Ni por un momento los había dejado de observar. Se le figuraba que había cientos de ellos culebreando en el cielo. Todos eran de diferentes colores, con distintas combinaciones. Danzaban ágilmente, murmuraban por unos instantes y por otros se alzaban furiosos dejando oír un ruido que atemorizaba.

Era un espectáculo fascinante, un cielo multicolor que se agitaba constantemente. Luego volteó hacia abajo y los miró. La mayoría tendría la misma edad que él. Otros eran mucho mayores. Los que eran sus pares, algunos de ellos iban con sus padres. Le llamó la atención un señor rollizo de piel blanquecina que de momento se tornaba roja por la algarabía de jugar. Se divertía él más que sus hijos.

La alegría y la emoción le corveteaban en los ventrículos del corazón. Sus desfallecimientos y las risas nerviosas que se le encimaban en su cuerpo, iban al compás de los movimientos de todas esas manos que abarrotaban el baldío que se extendía frente a él: un terreno vivo en polvareda rojiza, hierbas y piedras, y con unos cuantos, pero exuberantes, árboles de pirul.

No sintió pasar el tiempo, el tiempo no duraba lo que debía. No era como cuando iba a la escuela y se le hacía inagotable. Quería que la maestra ya terminara de hablar porque entre tanta palabrería sin ton ni son, las horas y los segundos y todas las demás fracciones que componían los segundos se atascaban, el aire se enviciaba y sentía que ya no había el suficiente oxigeno como para respirar plácidamente y le entraba la modorra y el bostezo escandaloso por el que siempre lo regañaban.

Una vez que se desvaneció por completo el sol junto con los niños y nada más quedó el murmullo de un terrenal solitario, mecido tiernamente por la noche joven, decidió meterse a su casa. Miles, millones, infinitas descargas infinitesimales de alegría hacían que su interior se coloreara como todos esos juguetes que había visto menearse altivos, sonoros, traviesos en el cielo. Con la sonrisa trémula en el rostro entró de prisa a su casa, buscó a su mamá y a la carrera que lleva la sorpresa, le contó todo lo que había visto esa tarde de fines de junio. La mujer miró a su criatura como si fuera una flor que enseñoreaba el lugar. Contempló las mejillas de su chamaco como pétalos de rosas, aterciopelados y colorados por el azote del sol y el viento. Lo miró y miró su niñez difícil endulzarse por el recuerdo de sus hermanos.

Le platicó que sus tíos, los hermanos de ella, hacían unos papalotes hermosos, pero los fabricaban para vender. Le dijo que sus tíos tenían un cuarto lleno de estos juguetes. Los hacían su tío Felimón y su tía Natalia. Hasta le platicó de cuando, encorajinada. la tía Natalia le fue a romper todos los papalotes que había hecho su hermano Felimón, nada más porque él le había pegado, según por desobediente. El chamaco escuchaba atentamente, se imaginaba lo que le decía su mamá, escuchaba y tomaba la leche tibia que ella le había servido. Y ya que la escuchó por mucho tiempo, se animó a decirle que le enseñara a hacer los papalotes. Pero ella le contestó que no, que otro día porque iba a ver la televisión y no le daba tiempo.

El niño le suplicó que en ese momento le enseñara. La mujer no se quitó de la negativa. El niño echó mano de sus mejores lágrimas, se tiró al piso, pataleó y gritó, pero no consiguió lo que deseaba, al contrario su progenitora le propinó dos arremetidas de manazos en sus nalgas acompañadas de un “¿No entendiste que luego?”.

Se llamaba Sergio, tenía ocho años. Era moreno, de rostro anguloso, los ojos negros en forma de almendra y el cabello grueso e hirsuto. Al otro día se había encontrado en un incómodo mesabanco, evocando lo que le aconteció la tarde anterior. Estaba sentado allí por mero compromiso. En realidad él no quería estar allí, pero no había de otra que aprender en contra de su voluntad y no sabía a razón de qué. El único argumento eran las manos de su madre revoloteando en lo alto mientras le decía “es por tu bien. Si no estudias no vas a ser alguien”. Pues si él ya era alguien ¿no?; no había razón para ir a la escuela, pero la sabía elocuencia de su madre siempre terminaba por convencerlo.

Esa mañana no fue tan larga como las otras, se entretuvo pensando en que su mamá le iba a enseñar a hacer papalotes. Y los que él elaborara iban a ser los más hermosos que se tuviera memoria por muchos años. Se alegró de su pensar y se sintió orgulloso de sí mismo porque estaba seguro de que nadie iba a diseñar, hacer y volar papalotes como él. Lo vendrían a ver de otros lugares para reconocerlo, le darían premios y reconocimientos a su ingenio. Todo mundo iba a admirar su arte para volar los papalotes. Nadie como él para llevarlos por el cielo. Su imaginación que volaba sin la menor restricción de pronto cayó a suelo duro cuando su maestra lo increpó y le dijo “¿ya terminaste?”.

Mucho tiempo después del que hubiera considerado necesario, salió de la escuela. Caminó a prisa, no le interesaba nada, ni el juego de canicas o el juego de pelota en la polvorienta calle sin pavimentar a espaldas de la escuela, quería llegar lo más pronto posible a su casa para insistirle a su madre que le enseñara a hacer los papalotes.

La emoción del deseo incontenible, de la ilusión que iluminaba la mirada, no lo dejaba quieto. Caminaba a prisa, casi corriendo. Cuando llegó a su casa encontró a su mamá platicando con la abuela.

—Te digo que fue la bruja —dijo la anciana, segura de lo que hablaba.

—No mamá, ¿cómo crees? Esas cosas no existen. Son puros cuentos.

—¿Cuál bruja abuela? —intervino Sergio.

—Yo las vi —la abuela volteó a mirar a Sergio—, estaban brincando acá atrás, en el cerro, en el San Cristóbal. Eran unas bolas de fuego...

—¡Ay, hijo! —dijo la madre de Sergio mirándolo a él severamente—. Es que se murió el chamaquito, el hijo de Berta. Y dice tu abuela que fue la bruja, pero de seguro la chamaca sonsa se quedó dormida, aplastó al niño, lo ahogó y ahora dice tu abuela que fue la bruja.

—No, hijo, de verdad que fue la bruja —alegó la vieja.

—¡Ay! ¡Que no, mamá! Bueno, yo qué estoy discutiendo contigo. Mejor me voy a ver la televisión. Ya va a comenzar la comedia.

La mujer se fue a la sala y prendió el televisor.

—No, mi hijo —continuó hablando la abuela—, yo te voy a decir... esto que me pasó allá en Necaxa cuando tu abuelo me llevó para allá... porque en ese lugar se estaba haciendo una construcción, nos tocó lidiar con una bruja. Esa noche, los señores, los hombres se fueron a trabajar, nada más nos quedamos en esa casa las mujercitas con los niños. A lo lejos, en los cerros se veían muchas luces como que bailaban en el cerro. Entonces les dije a las señoras que estaban allí, las que traían a sus niños chiquitos, que eran las brujas las que brincaban en el cerro; les pedí que se enrebozaran bien con sus niños y que les pusieran sal en su cabecita y en sus piecitos y que regaran en todo su alrededor. Pero una señora que le gustaba bastante el pulque, estaba ebria y no me hizo caso... Entonces yo traía a tu tía Josefina, la tenía recién nacida, entonces, ya le puse a ella la sal en los pies y en la cabecita y la enrebocé bien... porque también se les pone la, este... que te gusta comer a ti, cómo se llama... la mostaza, se pone mostaza, el grano de la mostaza o sea semilla... y según que hasta que acaban de comer ese grano es cuando pueden atacar a los niños; tienen que estar comiendo uno por uno.... y ya en la madrugada, escuché así como aletazos, pero no podía despertar y lloraba un niño, pero yo inconscientemente tocaba a mi hija y la sentía junto a mí, pero así con trabajos pude despertar, entonces la señora que estaba borracha estaba bien dormida y el animal ya había jalado a su bebé. Lo tenía por los pies de la señora, ya lo había jalado, pero en ese momento iban llegando los señores, los trabajadores. Uno de ellos aventó su sombrero al piso, y abrió su cuerpo en cruz y el animal ya no se pudo mover. Las patas de la bruja estaban en la azotea. Otro señor las agarró e hicieron fuego, ahí las aventaron. El animal se fue arrastrando hasta donde estaban ardiendo sus patas, chilló bien feo. Pero como que ya no pudo volar porque nada más se caía; ya no podía porque el señor le echó el sombrero y se puso en cruz y eso es como sortilegio para que ya no caminen o no sigan haciendo mal. Total que la agarraron y la quemaron. Cuando entraron a ver al niño, ya lo había desangrado, ya se había muerto ese bebé, y yo tenía a mi niña bien embrazada y estaba viva, pero la señora que estaba tomada, la bruja le mató a su hijo. Así fue, hijo, por eso te digo que fue la bruja. ¿Quién si no ella? Pero ya no quiere creer tu mamá. Antes, cuando era de tu edad, creía. Ahora ya no porque es grande y como ha ido a la escuela, ya no cree. Las brujas son cosas malas, son de la noche.

Hasta después de varios minutos de cuando la abuela hubo terminado de hablar, Sergio siguió pensando en el relato de la anciana. Imaginó los lúgubres aletazos del animal tronar en la oscuridad para hacer su fechoría. Un temblor gélido, doloroso, le serpenteó por la columna. Se le hizo china la piel. Sintió que se entumía y no podía moverse. Trajo a la mente un animal furioso que se acercaba amenazante a él. Quería moverse pero no podía. Sólo detuvo sus pensamientos y salió del trance cuando su madre les habló a él y a su abuela para que fueran a comer. La abuela lo tomó por los hombros y se dirigieron a la mesa. La madre encendió el televisor que estaba allí. Ninguno de los tres habló, ya no se platicó de las brujas. Mas después, cuando terminaron de comer, el muchachito le insistió a su mamá que le enseñara a hacer papalotes. Ella le contestó que sí, pero que más al rato que por ahora la dejara mirar la televisión.

Sergio no quiso ponerse necio. Sabía que no le convenía. A su mamá la tenía que tratar con pincitas y ser paciente porque de otra manera la podía pasar muy mal y nada que le enseñaran lo que él quería. Mejor se fue a trepar a la barda de su casa, miró cómo el cielo se fue tupiendo de papalotes. Observó a los niños divertirse con los juguetes. Miró que dos papalotes de esos que después se enteraría que son de veinticuatro cocoles, se agitaban, se enfrentaban, se estaban disputando. Uno de ellos era rojo, con unas largas y finas barbas del mismo color, le pendían dos largas colas de trapo, una un poco más larga que la otra. El otro papalote era azul marino, y sus barbas también finas del mismo color que el lienzo principal. Al vaivén de las ráfagas parecían dos medusas que se agitaban con la corriente marina. El fulgor del sol de la tarde se fue a reflejar en la navaja de afeitar que traían al final de la cola ambos papalotes. Los dos papalotes se enfrascaban, se zarandeaban furiosos. Eran como si bailaran con delirio. Uno hacía círculos y bajaba, el otro se erguía y repetía lo que el otro hacía. Luego uno de ellos se alzó hasta el techo del cielo y luego descendió como desmadejado, como si estuviera muerto, sin fuerza. El otro se sacudió de izquierda a derecha. Sergio se deleitaba en la batalla, ¿quién iría a ganar de los dos jugadores? Los dos eran buenos. Los juguetes parecían una extensión de su cuerpo. No se podía predecir quién iba a ser el vencedor. Sergio seguía el movimiento de los jugadores, ningún detalle se le escapaba. Observaba cómo debía desplazarse y mover los brazos para que el juguete hiciera lo que el jugador deseara. Y así estuvieron los papalotes hasta que uno de ellos descendió acuitado, como lo había hecho antes, pero esta vez ya no se recuperó, ya no se irguió, se fue. Le cortó el hilo la navaja del otro papalote. El papalote perdedor se fue a enroscar allá con los cables de luz. Estaba otra vez oscuro. Casi no había papalotes en el baldío. El niño que había ganado gritaba: “¡Te vencí la coleada!”.

Sergio dejó escapar un largo suspiro. La tensión del juego sin solución había desaparecido. También había dejado de apretar las manos y las mandíbulas cada vez que alguno de los jugadores estaba por ganar. Luego Sergio volteó hacia el cerro San Cristóbal y miró unas bolas rojas que aparecían en un lado y luego en otro. Pensó en lo que le había contado la abuela últimamente, se asustó, se metió corriendo a su casa. Le fue a contar lo que vio a su mamá y a su abuela.

—Son las brujas, hijo —le dijo la abuela santiguándose.

—No, hijo, qué van a ser las brujas, son los pobres leñadores que van bajando del cerro, vienen del otro lado, de la Estanzuela. Se vienen caminando y pues prenden una antorcha para irse alumbrando, pero qué brujas ni qué nada, esas cosas no existen, son leñadores.

El chamaco miró a la vieja, la vieja a su hija y nada más chasqueó la lengua en señal de desaprobación, como pensando por más que le explicara lo de la bruja, nunca lo iba a creer porque era una necia. La madre se escabulló hacia uno de los cuartos de la casa. La abuela la miró hasta que desapareció y luego reanudó su plática.

—Pues ahora, mi hijo, las señoras, las mamás, las que acaban de tener a sus criaturas, los chamaquitos que no están bautizados, tienen que ser cuidados porque corren peligro, están indefensos.

—¿Cómo los cuidan, abuela?

—¡Ay, hijo!, pues no te dije ayer que se ponen granos de mostaza en la azotea para que el animal se entretenga comiendo. Igual te dije que hay que poner las cruces de sal en la ventana y las tijeras abiertas en forma de cruz debajo de la almohada del niño.

—¿Para qué las tijeras, abuela?

—Para que se corte la baba que echa la bruja por el techo, la que se va a incrustar en la mollera del chamaquito, es como la lengua del animal, por ahí le chupa la sangre al chiquillo; entonces hay que cortársela, para eso son las tijeras.

Cada vez que la anciana abordaba el tema de la bruja Sergio era toda atención. Le fascinaba que su abuela le contara esas historias. Sentía miedo y curiosidad a la vez. Siempre se sorprendía de todas las cosas que sabía la abuela. Se decía a sí mismo que la abuela no podía estar diciendo disparates como sostenía su mamá. Ella había vivido más tiempo y sabía más de la vida que cualquier otra persona incluso su mamá. Además no tenía por qué mentir y una prueba de lo que ella decía era cierto eran las bolas de fuego que volaban de un lado a otro del cerro.

Sergio interrumpió a la vieja y le dijo que luego le siguiera contando más de la bruja porque iba a ver a su mamá, porque además de la bruja otra cosa que ocupaba su mente era lo del papalote. Se levantó y fue con su mamá, le rogó que ya le enseñara a hacer los papalotes. La señora le contestó que en esos momentos estaba tejiendo una carpeta de mesa chica, que se esperara. El niño se sentó junto a su madre que también estaba viendo un programa de televisión. Ya hasta que terminó el programa, le dijo que ya le iba a enseñar. También le dijo que nada más una vez lo iba a hacer, que otra vez no, así que se fijara bien porque no se iba a repetir. Ya serían como las doce de la noche cuando empezaron a trabajar. En realidad la mamá de Sergio no sabía muy bien cómo se hacían los papalotes, nada más le iba a mostrar lo que vio que hacían sus hermanos, pero eso de hacer los papalotes no era cosa suya, nunca le gustó hacerlos.

El chamaco pensaba que el juguete se llamaba papalote por ser un papel muy grande, pero su madre le explicó que papalote era una palabra de origen náhuatl y significaba mariposa. Luego le dijo cómo preparar el engrudo, cómo cortar los popotes y dónde comprarlos, cómo debía cortar el papel y pegar los popotes según fuera el tamaño y forma del papalote. Esa noche hicieron varios diseños. La mamá así lo quiso para que el chamaco viera y conociera de todo lo que ella sabía. Hicieron muchas combinaciones de colores hasta que los agarró fuerte el sueño y mejor se fueron a acostar porque ya no podían más. El que más le gustó al chamaco fue el de veinticuatro cocoles, se le hacía fuerte, imponente. Sentía que él debía ser así.

Durante el horario de clases de esa mañana, Sergio, con su desvelo y emoción de lo que había aprendido apenas algunas horas antes, en lugar de poner atención a lo que le enseñaban había estado pensando en la forma en que iba a hacer un papalote por sí solo. En la parte posterior de su cuaderno dibujó esbozos del papalote que deseaba. Cuando regresó de la escuela, encontró como de costumbre discutiendo a su madre a y a su abuela.

—Ya se llevó a otro chamaco la bruja, te lo dije que iba a regresar.

—Que no, mamá. El chamaco de la Juana de seguro ella lo aplastó. Se ha de haber quedado bien dormida y se le olvidó que ahí juntito tenía a su criatura.

—No. Qué dormida ni qué nada, ese sueño es el vaho de la bruja... de seguro la jovenzuela no puso sal ni las tijeras, por eso le pasó lo que le pasó.

—¡Ay, mamá! Mejor me voy a mirar la televisión porque contigo es imposible hablar —luego miró a su hijo y dijo:—. Al rato les hablo para que comamos.

—Esos animales nada más salen de noche, de día no se atreven —terminó de decir la abuela.

Luego de la comida el muchachito le preguntó a su madre cómo le podía hacer para elevar el papalote que habían hecho. Ella le preguntó que si no se había fijado cómo le hacían los demás niños. También le dijo que ella ya había cumplido con enseñarle a fabricarlos, de lo demás que él se encargara. Por último le dijo que fuera al tanque, al baldío, a fijarse cómo lo hacían los demás chamacos y así aprendería. El niño le contestó que estaba bien.

La madre de Sergio pensó que así era mejor. No había otra manera de hacer que su hijo se hiciera independiente. Ella no siempre iba a estar con él. Desde chico tenía que hacerle entender que nadie iba a hacer las cosas por él. Él tenía que esforzarse por sí mismo.

Sergio agarró al papalote de veinticuatro cocoles que había hecho en la madrugada, lo preparó como le había dicho su mamá. Le puso el tirante, la rezumbadera, la cola y al final de ésta la navaja. Quería disputar con alguien, echar coleadas. Serían las seis de la tarde cuando ya estaba Sergio en el terreno del tanque. Allí fue a hacer lo que miró que hacían los demás chamacos para elevar su papalote. Aventó hacia delante el papalote con la mano derecha, pero tomando el hilo, también sujetaba el hilo con la otra mano, pero manteniendo el brazo hacia atrás. Dejó ir el hilo, a cierto tramo detuvo el hilo con la mano izquierda y volvió a aventar la mano derecha, dejó ir más hilo. Sintió cómo se trepó el papalote en una corriente de aire, jaló el hilo con ambas manos, una después de la otra, lo que le dijeron que era cobrar hilo, y el juguete rugió soberbio. Se emocionó, se le fueron a poner de punta los pelos de los brazos. Luego otra vez echó más hilo y tironeó hacia atrás el hilo con la mano derecha y el papalote ya estaba muy cerca del sol, casi verticalmente. Sentía el hilo tenso. Agitó el brazo y el juguete hizo lo que su brazo. Hizo círculos con el papalote, medias vueltas, etc.

Un chamaco del mismo barrio se le acercó y le dijo retador que si echaban coleadas. Sergio le contestó que sí. Empezó la disputa y ya se retorcían los dos juguetes por el cielo, como dos serpientes y se daban de lanzadas con las navajas que traían en la cola. Los demás niños se estaban retirando del lugar, nada más estaban quedando ellos dos. La noche estaba llegando y no había quien ganara. En una de esas que se viene el viento más violento. Los papalotes dieron de vueltas impetuosamente, los chamacos apenas los pudieron controlar. Otra vez se soltó una fuerte ráfaga de viento. Los papalotes se fueron a picada. El otro chamaco, el que había retado, se alcanzó a recobrar y se hizo para arriba; elevó el papalote en línea recta y le pasó la navaja por el hilo del papalote de Sergio. Sergio nada más miró cómo se le fue el papalote, se iba desmadejado, sin fuerzas, como si hubiera muerto la serpiente. Ya se sentó en el suelo terroso, hacía frío. El otro chamaco se reía, se burlaba de él. Le decía que le había ganado fácilmente, que lo esperaba otro día para darle la revancha, a ver si podía con él. Sergio se levantó y le dijo que sí, que se verían otro día, a ver qué pasaba. Luego caminó hacia su casa. Antes de llegar a atravesar la calle, miró al San Cristóbal. Allí venían las bolas de fuego, estaban saltando de un lado a otro a mitad de cerro.

Entró a su casa. Le contó a la abuela otra vez lo de las bolas de fuego que bajaban del San Cristóbal.

—Sí, hijo, es que hay mucho niño recién nacido por la colonia y no los han llevado a bautizar, pero si les pusieran su sal y las tijeras los protegerían en lo que los bautizan.

—Abuela —continuó el chamaco—, qué crees, hoy jugué con el papalote, jugué las coleadas con otro niño y casi gano, nada más porque se vino un viento, pero ya lo tenía...

—Sí, te vimos por la ventana —interrumpió la mamá—, pero no te preocupes ya vendrán otras oportunidades y ya ganarás.

—Sí te vimos, hijo —intervino la abuela—; no te dejes, no te acostumbres a perder porque por eso la gente se amarga.

Otra vez Sergio fue a la escuela, y ese día tampoco le puso atención a lo que decía la maestra. Estaba dibujando en el cuaderno, la figura que quería hacer en su papalote. La maestra lo sorprendió, lo regañó, le escribió una nota para citar a su mamá para recomendarle que reprendiera a su hijo, para que estuviera más atento en la escuela, no perdiendo el tiempo en cosas que no le servían para la vida.

Terminó el día de clases. Y el chamaco se fue a su casa. En el camino arrancó la hoja en que la maestra había escrito el recado y lo tiró. Lo miró llegar la abuela.

—Sí, hijo, era la bruja. Ya se chupó otro chamaquito, el de la muchacha esa que vive allá por la tortillería. Ahora el que peligra es el hijo de Justina, la que vive por la zanja.

—Ya van a empezar con sus cosas, otra vez, mejor ya vénganse a comer —dijo la mamá de Sergio.

El chamaco, después de la comida, se fue a mirar la papaloteada en el baldío. Todavía estaba un buen sol. Miró el astro, bien anaranjado, con sus lenguas de color rojo allá por el occidente relamiendo los cerros. Le gustó, y ya se decidió cómo iba a ser su papalote. Se metió a su casa, sacó los papeles de los colores que había elegido: negro, anaranjado y rojo. También se hizo del manojo de popotes, los que su mamá fue a comprar al mercado Barreteros, y preparó un posillo de engrudo. A la media noche terminó de hacer el papalote de veinticuatro cocoles, con un sol de color anaranjado en el centro y lenguas de color rojo, el fondo negro. Lo adornó con unas enormes barbas muy finas con los colores rojo y anaranjado entreveradas. Lo dejó secar toda la noche.

Al otro día, cuando llegó de la escuela, le compuso el tirante, la rezumbadera y la cola con la navaja. Le puso también el papel para que rezumbara.

La abuela y la mamá estaban platicando del cuarto niño que había fallecido en la colonia. La abuela insistió en que era la bruja, la madre en que se trataba del descuido de las inexpertas madres.

Serían cerca de las nueve de la noche cuando el chamaco quiso salir a elevar el papalote, ya los niños del baldío se habían ido. La madre consintió en que saliera a jugar su artefacto, pero le recomendó que regresara no muy tarde. Sergio planeó ir a elevar el papalote donde estaba antes la asta bandera. Allí todavía se ve la base y el tubo de metal que sostenía la bandera. Se acomodó la chamarra, luego el papalote en la espalda y se fue hasta las peñas, así se le nombraba en donde estaba el asta bandera. Allí también es donde se tiene por costumbre la representación de la crucifixión de Jesucristo en Semana Santa. Hasta allá fue a llegar; nada más veía las sombras de los árboles y el viento estrellándosele en la piel. Aventó el papalote para adelante y lo comenzó a elevar, dejó que se fuera a lo lejos. No coleó, ni se miraba frágil. Lo había hecho resistente. Miró las casas que empezaban para abajo de la zanja, o sea el cinturón de seguridad que se había construido para evitar que se inundara otra vez Pachuca. Luego volteó para arriba, para el San Cristóbal. Miró parte del lomo del cerro y más arriba los puñados de estrellas reverberando en la oscuridad. Luego se dejó ver una bola de fuego echando brincos. El chamaco se sobresaltó. Quiso empezar a bajar el papalote. Pero la bola de fuego en breve dio cinco saltos y fue a llegar a las primeras casas. Se fue a parar allá encima del poste del alumbrado público, pero no quemó los cables, no hizo lumbre. Se fue a hacer un guajolote que le salía humo de las alas. Sergio no sintió miedo, le dio curiosidad. Miró al animal, al guajolote sombrío. El animal saltó en forma de bola de fuego al techo de una casa y fue a detenerse como guajolote. Allí como que inspeccionó el lugar, como que se veía que buscaba algo. Luego se fue a buscar a otro techo. El chamaco se acordó de la Justina, ni cinco días que había traído a su bebé. Miró al animal irse para el tercer techo. Ya le faltaban dos casas para llegar a la de la Justina. Se puso a pensar que si bajaba corriendo no le iba a dar tiempo para avisarle a la Justina que tuviera cuidado, que por allí andaba la bruja, que pusiera la sal y las tijeras debajo de la almohada de su chilpayate. El animal buscó en la cuarta casa, la otra casa era la de Justina y su hijo. El chamaco se acordó de que la abuela le había dicho que las tijeras eran para cortar la baba, la lengua de la bruja y pensó que tal vez la navaja del papalote serviría. Era la única manera que podía intentar para detener a la bruja. Recobró el hilo, acercó el papalote, se escuchaba el rezumbar sordo. Lo dejó descender suavemente, lo puso para atrás de donde estaba la bruja. El chamaco jaló el hilo, el papalote rugió furioso en la oscuridad del cielo. La bruja miró el papalote, percibió en la oscuridad el brillo de la luz artificial reflejado en la navaja de la cola del papalote. Brincó y se acomodó en casa de la Justina. Había fallado Sergio. El chamaco soltó hilo al papalote, el juguete quedó detrás de donde estaba la bruja. El animal se encaramó justo en el pedazo de techo que quedaba arriba de donde dormía Justina con su hijo. Soltó el vaho a la mamá, ya no la dejó despertar. La Justina escuchaba ruidos, escuchaba que su niño lloraba, pero no se podía levantar a consolarlo. El animal comenzó a soltar la baba. Sergio cobró hilo del papalote hasta que éste quedó erguido, luego lo dejó descender el papalote vertiginosamente. La bruja miró otra vez la navaja, se hizo bola de fuego y saltó, le quemó las barbas al papalote. Le iba a dar otra arremetida, pero el chamaco hizo dar una pirueta al papalote y lo elevó. Falló la bruja. La bruja se fue a acomodar otra vez sobre donde estaba la Justina y el niño. Soltó la baba una vez más. La Justina se arremolinaba en la cama por los chillidos de su hijo, pero no se podía mover. La baba de la bruja atravesó el techo, iba para la mollera del niño. Sergio dejó descender el papalote. La bruja lo miró, quiso alzarse para esta vez quemarlo por completo, pero el chamaco alzó el juguete a tiempo, agitó la mano derecha y el papalote se hizo de lado y la navaja pasó por la baba de la bruja, le cortó la lengua. El animal fue a chillar horrible, se revolcó, ya no se transformó en bola de fuego, nada más estaba revolcándose. El chamaco supo que había ganado. La Justina despertó y corrió a mirar a su hijo. Lo cargó y lo arrulló, lo contentó. Le gritó a su marido:

—¡Alfonso, qué no escuchas el alboroto! Ve a ver qué hay en el techo que no deja dormir —ordenó la mujer.

—Pero qué va a haber, Justina. Han de ser los gatos que se están peleando —dijo molesto el joven.

—Pues que vayas a ver, que no oíste.

Fue el marido de Justina al techo y se fue a encontrar a un guajolote aleteando y que le salía un chorro de sangre por el pico.

Era la media noche, el chamaco bajó el papalote, se lo acomodó en la espalda y se fue a su casa. Iba feliz: le iba a decir a su abuela y a su mamá que había ganado.