Artículos y reportajes
De Sábato y orugas
Tras resolanas en campo abierto

Ernesto Sábato. Foto: Eduardo Longoni (2005)

Comparte este contenido con tus amigos

“En todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario, el mío”. Tal vez recuerden que es éste el epígrafe de la novela El túnel (1948), de Ernesto Sábato. Me preguntaba por aquellos años setenta —y lo hago ahora—, cuando por disposición de mi condición de liceísta incipiente establecí conexión con la mencionada obra, si la voz que enunciaba la dubitativa frase correspondía a divagaciones del alma del célebre escritor argentino, en independencia del relato, o a Juan Pablo Castel, oscuro protagonista. Revisando un poco algunas entrevistas realizadas a Sábato, en diferentes épocas y por diferentes personajes, he podido notar que este gran literato, dedicado con aventajadas aptitudes, antes de desviarse a los océanos de la pluma, al estudio de disciplinas científicas como la matemática y la física, revela en esas palabras —que a veces parecieran preferir el confinamiento en las recónditas esferas del mutismo— detentar una personalidad a media luz, no del todo vertida hacia el pleno descampado; pisando todavía, con vacilante pie, los linderos de un largo y tortuoso conducto que atravesó carnosidades telúricas, soterradas en la vasta extensión de la geografía memorística. Isabel Allende, en entrevista que le hizo en junio de 1971, lo cita a partir de “Informe sobre ciegos”, palabras que me apoyan en la intención de representarlo en esa cuasi penumbra donde se debate en manifiesta turbación: “La astucia, el deseo de vivir, la desesperación, me han hecho imaginar mil fugas, mil formas de escapar a la fatalidad. Pero ¿cómo puede nadie escapar a su propia fatalidad?”.

En esa desazón existencial, que a estas alturas de la trayectoria vital del escritor se me antoja un tanto reposada, Sábato es uno, pero a la vez es múltiple; su conflicto íntimo, en analogía con aquella campaña institucional de higiene urbana que rezaba: “si alguien tira un papel a la calle el problema es pequeño... pero somos seiscientos mil habitantes”, se traduce en una masificación de anomalías, en razón a la similitud de vivencias que acaso por un asunto de masa crítica repercute en incontables sujetos, esparcidos alrededor del planeta. En las profundidades de éste se entrecruzarían, en incontrolable madeja, millones de túneles, habitados por solitarias orugas espirituales, tendiendo hacia delante la mirada, en procura de los primeros destellos de un estallido de resolana en campo abierto.

¿Habría un sólo túnel..., o serían inconmensurables las cavilaciones atormentadas por mantos de sombras extendidos desde los escenarios del miedo? ¿Serían conglomerados enteros los seres sumergidos en aquella bruma a la que se refería el bíblico Zacarías —padre de Juan el bautista— cuando, recuperada el habla, precisa en su canto la exacta misión encomendada por Dios a Jesús de Nazaret?: “Porque nuestro Dios, en su gran misericordia, nos trae de lo alto el sol de un nuevo día, para dar luz a los que viven en la más profunda oscuridad, para dirigir nuestros pasos por el camino de la paz” (subrayado nuestro).

Si por aquí vienen los tiros, entonces no, no habría un sólo túnel; Sábato en su zozobra estaría acompañado por todos aquellos habitantes del dolor que dan cuenta de dos bandos humanos claramente delimitados: los que venturosamente y para la gloria del Reino gozan de bienestar y paz, y los que viven —para continuar con las referencias bíblicas— en “sombra de muerte”, a quienes el Mesías aludió cuando dijo: “Yo no he venido a curar a los sanos, sino a los enfermos” (subrayado nuestro), caídos en combate, seguramente, ante las fauces de “el enemigo”, que como también advierten palabras del Nuevo Testamento, “anda como león rugiente buscando a quien devorar”.