Material especial: Premio Nobel de Literatura 2007
Doris Lessing, Premio Nobel de Literatura 2007
“Nuestra historia deja ínfimo espacio para la utopía”

Doris Lessing. Foto: Colin McPherson

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Doris Lessing dice que parte de su rutina diaria es dar de comer a los pájaros de su vecindario, temprano en la mañana. Muy temprano. Cuando son las 6 am ya ha regresado de su encuentro aviar y comienza a preparar su desayuno, para iniciar su trance redaccional lo más próximo posible a las nueve de la mañana. Lo hace de modo sistemático, y lo ha venido realizando durante los últimos 26 años desde un austero escritorio, en su modesta casa en el norte de Londres, no muy distante del estadio del mítico club de fútbol Tottenham Hotspur y del famoso cementerio que alberga los huesos de Karl Marx.

Sin esa disciplina que raya en mandato, Lessing jamás hubiera escrito las cincuenta novelas y relatos que, a sus 88 años de edad, la convierten según muchos en “la escritora (y el escritor) viviente más relevante de Gran Bretaña”. Casi la totalidad de sus novelas se ambientan en lo que hoy en día es Zimbabwe, ahí donde Lessing se crió y experimentó “la soledad infernal como modo de vida”. Incluso sus relatos que podrían ser tildados de ciencia ficción presentan un intenso barniz de esa íntima catástrofe que conoció desde niña en su entorno de colonos explotadores.

Sus domésticos retratos de desintegración social, marcados por el sinsentido de la tensión racial en África colonial, demuestran su interés en conjugar la exploración de la psiquis humana con la crítica política. De hecho, una de las razones principales —según dijera la Academia Sueca— para que le fuera otorgado el más reciente Premio Nobel de Literatura es su combativo rechazo de políticas racistas, además del sostenido vuelo estilístico de su prosa.

—Ha dicho que empezó a escribir su autobiografía, Dentro de mí, en 1995, porque veía la inminente posibilidad de que otros lo hicieran por usted...

—Antes se esperaba a que la gente se muriera para escribir su biografía. Ahora, debido a que con la publicación de biografías se hace mucho dinero, especialmente si son tremendistas e impudorosas, mucha gente se ha lanzado al negocio. Ya me habían mostrado dos intentos biográficos sobre mí, repletos de errores y exageraciones. Mi libro tiene la base factual que ninguna otra biografía sobre mí pudiera tener. Quise adelantarme a posibles falsedades.

—En su autobiografía sostiene el credo de que muchos secretos biográficos no deben ser revelados.

—Me refería a secretos relacionados con la vida personal de otra gente, no de mi persona. No creo que sea mi tarea estar abriendo las gavetas de la vida privada de otros, más aun cuando no quieren que sus secretos se sepan. Es pudor y compasión. En mi autobiografía he tratado de ser lo más confesional posible, sólo he resguardado los secretos de otros. Los míos están todos ahí.

—Usted confesó que de niña, cuando vivía en Rodesia del Sur (hoy Zimbabwe) pasó muchísimo tiempo fijando momentos en su mente. ¿Cómo fue ese proceso?

—Sentía desde temprana edad mucha presión por parte de mis padres en ver y percibir las cosas a su manera. Entonces me esforzaba por preservar mis sensaciones e impresiones en medio de esa presión. Era una niña que pasaba mucho tiempo diciéndose a sí misma: “Así es que pasó esto de verdad, esto sucedió así, y no dejes que ellos (mis padres) te convenzan de que fue de otro modo”. Constante presión en mi interior. Pero se trata de un modo de convertir las experiencias en algo más seductor. Gracias a este doloroso proceso es que conservo imágenes, emociones y sentimientos vividos durante mi niñez. Los recuerdo en detalle, muy claramente.

—No hace mucho dijo que a partir de la década de los 80 pareciera haberse impuesto un dogma que proscribe a todo autor blanco escribir sobre negros, sobre la negritud y la experiencia cultural africana.

—Sí, es parte de esas imposiciones de la literatura como parte de lo políticamente correcto, que está por todas partes. Es un juego que se lleva a cabo en universidades. Es un debate académico que a mí, como escritora, me parece fútil. Siento que yo puedo escribir de la experiencia africana tanto como un autor negro africano, así como un indio, como lo es Rushdie, puede escribir sobre la experiencia inglesa o Achebe, que es nigeriano, sobre la experiencia norteamericana. Por otra parte, la lengua inglesa ya tiene mucho tiempo fuera del uso exclusivo de los ingleses. Una cantidad considerable de literatura india ha sido escrita en inglés. También muchos africanos y caribeños escriben en inglés.

—En Dentro de mí nunca menciona que usted siempre supo que sería escritora. ¿En qué momento se convirtió su vocación en algo irreversible?

—Desde mi adolescencia escribía. Nunca romanticé sobre el hecho de escribir. No creo que haya nada extraordinario en ser escritora. Quizás el momento más crucial en mi carrera literaria fue cuando decidí irme de Rodesia, rumbo a Londres, buscando publicar Canta la hierba. Para ello dejé a mi esposo y a mi familia. Fue algo muy doloroso, pero quedarme en Rodesia era quedarme en el limbo.

—¿Diría que fue especialmente el panorama opresivo que se vivía en la colonia británica lo que la llevó a hacerse militante comunista, a sus veinte años de edad?

—Me convertí en comunista porque por primera vez en mi vida conocí a gente que pensaba como yo, o que pensaba. Así de simple. La sociedad de Rodesia del Sur era extremadamente filistea y vulgar. Era muy difícil conseguir a alguien con un ápice de interés literario. La gente en el Partido Comunista había leído lo mismo que yo, problematizaba las cosas y deseaba un cambio social igual que yo. Éramos muy críticos con la sociedad blanca, pero éramos un movimiento muy pequeño y desacreditado por los demás.

—Al cabo de un lustro se distancia del activismo comunista y comienza a seguir la disciplina islámica del sufi. ¿Cuáles son las razones detrás del vuelco?

—Me resulta muy difícil hablar de eso. Fue, claro está, un cambio radical: refutar el credo comunista y adentrarme en el sufismo. El sufismo es un modo de entender la vida... Sólo podría decir un par de frases al respecto y se distorsionaría el sentido de lo que a mí me interesa del sufismo. La gente tiende a hacer asociaciones con esta corriente espiritual, un estereotipo que me desagrada mucho. No es un culto, no es una religión, no es un dogma, no es una corriente psicológica.

—Quizás pueda hablar de las motivaciones de su vuelco a la lectura bíblica y coránica después de haber seguido una praxis comunista y atea...

—Empecé a leer la Biblia y el Corán por pura inquietud literaria, o más bien intelectual. No fue el sufismo lo que me condujo a ello...

—No he sugerido eso. Me refiero particularmente al prólogo de su novela Shikasta, donde evoca pasajes bíblicos.

—La introducción a Shikasta la escribí a partir de una anécdota. En una oportunidad, alguien me dijo que nadie lee el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento y el Corán en secuencia; y que si yo lo hiciera me daría cuenta de que cada uno representa una etapa diferente de la misma religión. Y eso fue lo que hice. Me interesé mucho en esos textos sagrados y resolví escribir un libro utilizando las ideas que eran comunes a todos los textos. Estos son los libros sobre los cuales se edificó la civilización occidental. Creé entonces una utopía, un trabajo de ficción espacial, pero más bien de “espacio interior” en un contexto de ciencia-ficción. No me propuse nunca hacer una cosmología a partir de la Biblia o del Corán.

—¿Considera que la utopía sólo puede construirse en el ámbito de la ficción literaria, de las artes?

—Nuestro mundo social y nuestra historia deja ínfimo espacio para cualquier utopía. El hombre no ha dejado de enfrascarse en guerras desde siempre. Y la guerra trae consigo la mentira. Durante la segunda guerra mundial yo pertenecí a un grupo que se reunía semanalmente para analizar las noticias sobre la guerra. Creíamos tener una idea clara de lo que estaba pasando, pero al terminar la guerra nos dimos cuenta de que todo lo que habíamos leído era mentira. Vivimos en un mundo de engaño. Aunque a veces, se dan eventos maravillosos, impredecibles. Como en 1990, cuando recién caía el Muro de Berlín, colapsó la Unión Soviética, se derrumbó el apartheid en Sudáfrica. Nadie pudo prever esta serie de eventos. Y pudimos soñar un rato.

—Es un tipo de sueño diferente al que tenía cuando militó como comunista: ahora dice que eventos puntuales y súbitos se convierten en cuasi-utópicos debido a su carácter imprevisible.

—Sí, y la pregunta que me hago desde hace años es cómo gente inteligente y lúcida creyó en esa psicopatología masiva que es el comunismo. No puedo negar que fue emocionante ser parte de ese grupo en aquella época, y que cuando me reunía con mis amigos creíamos estar salvando el mundo. Pero era pura basura. No tardé en darme cuenta de eso. No queríamos ver lo que realmente estaba pasando en el mundo. Nos obsesionábamos con lo que creíamos sucedía en la Unión Soviética. Éramos incapaces de ver que, como todo socialismo, aquello era un desastre, un fracaso.

—Estaban, sin querer saberlo, apostando a un fracaso.

—Bueno, claro. Y lo triste es que aún existe mucha gente que, a pesar de las evidencias, continúa apostando al fracaso, hablando en nombre de un pensamiento progresista, que no es otra cosa que anti-progresista.

—Joyce Carol Oates ha descrito El cuaderno dorado como “el más sofisticado trabajo literario de liberación femenina”. ¿Cómo ha lidiado con la etiqueta de escritora feminista?

—Es una apreciación, y los escritores no deberían preocuparse de apreciaciones críticas. Ni yo soy feminista ni mi prosa es feminista. Si para Oates esa es una obra de liberación femenina, pues no me parece mal: es su apreciación. No salí a escribir algo sobre liberación femenina. Mi idea era escribir un libro que conllevara un comentario sobre sí mismo, que hablara de cómo se fue construyendo. La forma del libro en sí era mi interés central. El cuaderno se escribe a partir de fragmentos, que son los reflejos de un yo dividido que busca integrarse.

—En muchas de sus novelas, en especial La ciudad de las cuatro puertas, se proyecta la llegada de un holocausto final. Existe un fatalismo recurrente. Sin embargo, la catástrofe es contrarrestada en su prosa por un sentido de sobrevivencia excepcional, en personajes de gran estoicismo.

—La raza humana es experta en supervivencia, sin duda. Yo misma he visto cómo determinadas personas subsisten en medio de un desastre continuo. Lo vi de niña en Rodesia y lo he visto de adulta en muchos sitios. Llevan una vida miserable, y si mis novelas se ambientan sobre un fondo muchas veces desastroso, también he querido dar espacio a la esperanza en aquellas personas estoicas, que nadan a contracorriente.

—¿Desde el acto literario, cree que el futuro es esperanzador?

—En realidad siento que pertenezco más al pasado. Observo los niños jugando con gadgets electrónicos y no siempre comprendo bien qué está sucediendo. Ya cuando algunos expertos en ciencia ficción hablaban del futuro que le espera a la raza humana en los próximos cien años, entendía apenas la mitad. Lo cierto es que la tecnología no está siendo utilizada de manera adecuada. Esos niños de los que le hablo no pueden articular una frase larga, mucho menos leer un libro. Siempre buscan más y más estímulo visual y sonoro. Son incapaces de sentirse cómodos en el silencio, y el sentido de memoria, que es tan importante, pierde cada vez más relevancia. Eso es muy grave.

—Dijo en una oportunidad creer que el sufrimiento y la tensión que vivió de niña fueron requerimientos para devenir escritora...

—Sí, creo que la tensión es particularmente importante para el escritor. Creo que la tensión es algo positivo para un niño que luego vaya a ser escritor porque desarrolla una capacidad de observación muy sensible y precisa. Soy demasiado emotiva para mi propio bien. Muchas cosas del transcurso de mi infancia en Rodesia, viéndolas hoy en día, a distancia, me dan horror: lo filisteo y obtuso de la sociedad blanca, el sufrimiento que uno veía alrededor como parte de una otredad, la indiferencia y los prejuicios de los colonos, incluyendo, lamentablemente, a mi familia. Me tuve que ir de ahí. Volví a recordar ese sufrimiento, esa tensión, a distancia, en Londres. Lo viví fuertemente cuando llegué a Londres, en 1947. Y es justo en ese entonces que empezó mi carrera como escritora.