Letras
Una loca en casa

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Me tomó algún tiempo componer los vestidos que, contenta, arrojaba Andrea sobre la cama cuando volvía de algún baile, ir colocando los libros, cada uno en su lugar, después de haber sido hojeados hasta el cansancio por ella.

Poner orden en ese caos que fuera su vida no era una tarea fácil, no, señor. Nadie parece darle a los objetos el espacio que merecen. ¿Pero qué espacio merecen ciertos objetos? Andrea acumulaba vestidos, películas, discos, revistas y libros. Y también, de vez en cuando, con las fotografías de la familia armaba unos álbumes espantosos y hasta veladores. Las manos de Andrea, precisas en la labor de crear baratijas, siempre andaban inventado algo: con papel maché, un joyero; con las fotocopias de postales antiguas impresas en la tela, unas remeras. Con discos antiguos llegó a construir una mesa de apoyo para el comedor, como si hubiéramos sido tantas las personas convocadas para el almuerzo diario. Así era Andrea.

Siempre pensé que las cosas que nos acompañan a lo largo de la vida merecen la dedicación con que se atesoran las piezas de un museo. Además de ser testimoniales, aceptan su destino sin chistar, alegran la existencia, y nos permiten reverberar el pasado con misericordia. Sin embargo, como nada parece suceder ordenadamente en esta viña del Señor, Andrea iba sumando objetos, sin advertir que éstos ocupan algún espacio y que requieren de cuidados. En definitiva, todas sus cosas quedaron a mi cargo. Me viene a la memoria aquel vestido que le regalara papá. A mí me hubiera durado años con sus mangas largas de terciopelo, un corsé apretado del color de las ciruelas y pollera prevista para el vuelo de una reina. Ese vestido, yo lo habría lucido en varias galas; Andrea, en cambio, lo arruinó en una puesta. Pero lo recuperé la semana siguiente entre sus trastos, y lo enviamos con mamá a limpiar. Hoy luce donde debe: en un vestidor improvisado, bajo una luz blanda.

¿Cómo se puede vivir en el caos? Para conocer el abecedario se debe comenzar por la “a” y, lentamente, llegar a la “z”. En el diccionario cientos de misterios son develados ante los ojos impacientes del lector. A mí siempre me gustaron las reglas. ¿Cómo evitar la legalidad? No se puede, ni en la lengua. Es saludable el hábito de reconocer y respetar a nuestros maestros y sus ideas. Andrea, en cambio, prefería andar desafiándoles, sin decencia alguna y con preguntas extrañas. Cómo va a existir Dios después de Darwin, explíquenmelo, exigía durante los cumpleaños familiares —fechas, todas, propicias para su rebeldía. Nuestro padre, con la paciencia de un santo, se limitaba a la espera de las pruebas concretas de la anunciada inexistencia. Como esas pruebas, naturalmente, no se aportaban, venían los nuevos disensos de Andrea, y nos atacaba —ora con gestos vulgares, ora a gritos. De qué les sirve tanta confianza —decía, rabiosa, y continuaba. Primero, en la zaga de críticas, caía mamá: Andrea odiaba su afición por la cocina. Después, yo porque no le gustaba mi pelo corto, sos una aburrida, a ver si te avivás de una buena vez, y tal.

Pasó el tiempo, nuestros padres murieron, y sólo ella y yo quedamos en la casa. No nos fue fácil convivir, ahora que lo pienso ni a ella. Atribuyo el milagro de la mutua adaptación, sin embargo, a que, fallecidos nuestros padres, se había extinguido entre nosotras la causa de las discordias. Los celos —ese sostén emocional que nos mantuvo alertas hasta entonces— de a poco fueron diluyéndose, y aprendimos: cada una en su lugar, fuera y dentro de la casa.

Es bello y tranquiliza coleccionar objetos. Teníamos poco dinero, sin embargo comencé a comprar algunos juguetes, nuevos y antiguos. Y, a medida que les encontraba un lugar adecuado, sentía que, lentamente, yo iba creciendo en cuerpo y alma a través de esa arquitectura improvisada de objetos que hilaba nuestras vidas.

Papá encargó construir la casa cuando niñas. Consta de tres habitaciones, una gran cocina, dos recepciones y un baño. Llevó unos cuantos años terminarla. Si mi hermana hubiera sido más decorosa, el espacio nos habría sobrado. Dicen que hay estilos de vida a través de los que pueden adivinarse distintos modos de ser o pensar. Debe de ser cierto porque sólo quien se siente ahogado necesita expandirse tanto, y las pertenencias de Andrea ocupaban hasta el cuarto de baño.

Aquellos juguetes que yo compraba casi a diario debían permanecer en la repisa, pues rememoraban los tiempos de ocio de sus antiguos dueños, y a los nuevos, los veía como a una conquista: el haber salido de la casa para ir hasta la juguetería, charlar con el vendedor y comprarlos. Andrea no les prestaba atención y como temí que esos juguetes la amenazaran con su presencia, con el tiempo terminé por ir deshaciéndome de ellos, pero en lugar de agradecérmelo, mi hermana ocupó más espacios. De a poco, me invadió con sus enseres y prendas. Llegué a contar diez pares de guantes de lana y treinta de zapatos. Entremedio, toda clase de agujas de tejer se mezclaba, sin recelo, con anteojos de sol, lápices labiales, cajas con pestañas postizas, collares, anillos, libros de hojas rotas y amarillentas o con sus textos tachados, tapas de botellas, cajitas de fósforos, o con alguna peluca.

La tarde que, al acomodar la caja de sombreros, vi la peluca —de pelo acerado y corto—, me asombré más allá de lo acostumbrado. En realidad, el pánico me invadió de pies a cabeza. Parece que una tuviera varios cuerpos, uno que baila, otro que colecciona, uno que sufre y escribe, otro que piensa... quizás, el único es el que muere. Y Dios sabe que creí morirme esa tarde lánguida de otoño al ver la peluca, idéntica a mi peinado.

Andrea salía mucho debido a su trabajo, además de que siempre frecuentó muchos amigos. Yo me fui quedando en casa, donde aún me siento segura. Limpiaba, y los bronces, refulgentes. Me detenía horas para mirar los ceniceros, estuches, portarretratos, o los pies de las cómodas trabajados en forma de trenzas inacabadas. También, cada rincón de las repisas, y esos recovecos que suelen formarse entre libro y libro eran cuidadosamente revisados para actuar allí donde el ojo común no alcanza a ver el polvo del tiempo. Me enorgullecía mi tarea soterrada de limpieza. Descubrí también que los libros, después de haber sido leídos atentamente, se olvidan y sólo reaparecen por el contacto con la vida, cuando es necesario contestar a alguien con un pensamiento ilustre que vaya a saberse quién escribió, o cuando algún niño reclama por el saber abandonado en la vieja biblioteca.

Andrea, siempre alegre, volvía a casa a altas horas de la noche. Rara vez la acompañaba alguno de sus festejantes. Extenuada, con el maquillaje corrido, lanzaba al aire sus zapatos de taco. Nunca se ocupó de dejar su cartera a buen resguardo. No es que yo fuera a revisarla —debo confesar que no me faltaron las ganas—, pero me parece que la cartera, por encerrar esa intimidad que se trasporta con una, requiere de cierto control o cuidado.

A veces nos quedábamos charlando frente a la salamandra hasta ver consumido el último leño. Otras, sobre todo cuando ella parecía preocupada, apenas nos saludábamos y cada una se iba a dormir sin intercambiar palabra. Nunca supe a qué atribuir esos silencios. Durante unos segundos en que intercambiábamos nuestras miradas, sin quererlo, se entrometía algo como suspendido y angustiante.

Andrea, desde la muerte de papá, descubrió áreas nuevas como el canto. Pasaba horas los domingos de descanso ensayando esas vocalizaciones insoportables, que a mí me sonaban como una rutina descarada y mediocre. Raro en ella comenzar por lo que se debe, pero de a poco y no sé por qué razón milagrosa, el canto la disciplinó.

Con los años casi no nos veíamos. Andrea se acostaba tarde o se iba a trabajar temprano. Mi refugio —mi interlocutor— fue mi casa. Las paredes oían mis quejas a diario, pues una se va haciendo grande y el escobillón no llega a donde debe. Mis huesos rechinaban por la artrosis, pero mis ojos continuaban contemplando con idéntico desagrado la colección interminable de prendas desordenadas y de objetos extraños de Andrea, o alguna tela de araña en la parte recóndita de la biblioteca, entonces fuera del alcance de mi mano.

Nadie diría que éramos hermanas a no ser por algunos gestos comunes que nos denunciaban. Ahora que lo pienso, nuestros ojos, del mismo color glauco, eran sensibles a la luz. Por eso siempre se cerraban las celosías en las horas de mucho sol, no tolerábamos la agresividad de esa luz que se filtraba hasta el sillón, cuyo tapizado solemne y vetusto se iba reemplazando a medida que lo permitía el dinero.

A casa llamaban unos cuantos de sus festejantes, pero no sé bien cuándo dejaron de hacerlo. Andrea regresaba a casa inexplicablemente rendida y, pese a que yo me desvivía por cobijarla, le preparaba su comida preferida, e intentaba no tocar ninguno de sus objetos, continuaba ensimismada, como si algo anduviera dándole vueltas en la cabeza. Por las noches, no hacía más que deambular con su camisón largo, y comencé a pensar que me había convertido en invisible para ella.

Para papá, yo era la invisible y, pese a que compartía tareas en la cocina con mi madre, tampoco que recuerde, ella me veía con ojos amorosos. Por eso, tal vez, me he ocupado tanto de ordenar la casa. Un modo de devolverle su espacio a los objetos, o a mí. Andrea siempre tuvo el suyo, hasta conmigo. Pero, como nada es justo en esta vida, aunque se apropiara del bargueño de nuestros padres para su dormitorio y de las mejores sábanas y tuviera la dicha de salir y trabajar, siempre gozosa, tenía un secreto que nadie hubiera imaginado.

A las dos nos perturbaba un poco la luz. El sol no era potente aquella tarde de otoño, así que dejé abierto el cortinado del comedor. De repente, sentí un ruido en la habitación de Andrea. Corrí y sostuve la respiración por temor a que alguna cosa se hubiese salido de lugar. Vi, entonces, caída, una caja de sombreros. Redonda y perfecta, no sé por qué, de inmediato, la asocié a la luna. El papel floreado, con el diseño de unos jazmines mustios que intentaban animar unas largas hojas vertebradas. Pensé en dónde colocarla. Una extraña superstición en la familia aconsejaba no hacerlo en la cama, así que estiré el otro brazo para acercar una silla, y la caja se abrió. La tapa mostraba lo suficiente, aunque yo no hubiera querido curiosear: una peluca de pelo acerado y corto, idéntica a mi peinado. La dejé en la silla por un rato. No alcancé a comprender los hechos hasta después de pasado el tiempo. Y me miré al espejo, eso recuerdo. Luego, dejé la caja con la peluca en su lugar. No investigué, preferí quedarme con la angustia. Yo limpiaba y ponía todo en orden, esa era mi tarea habitual.

La vida continuó después del hallazgo de la peluca, pero Andrea comenzó a agitarse por las noches. Además de deambular, tosía como si algo que fuera a gritar estuviera atrapado en su garganta. Fui considerando razonable su encierro: Andrea cada vez salía menos, se ve que no le interesaba disfrutar, y me concentré en sus objetos. Trataba de acomodarlos con desespero.

Trascurridos los años, mi hermana prefirió aferrarse a su dormitorio, sólo dejaba el cuarto para tomar un baño o cuando la tos la obligaba a tomar el aire. Cuando mejoraba, de vez en cuando, se atrevía a intercambiar alguna palabra.

El misterio crecía como el pasto... hasta que una noche me atreví y miré por entre la puerta de su dormitorio, que apenas abrí, avergonzada por mi curiosidad. Vi la caja de sombreros con que había tropezado antes. Andrea la conservó todo ese tiempo y se probaba, feliz, la peluca ante el espejo. Vestía distintas prendas, todas parecidas a las mías.

Durante esas noches, Andrea era yo... como aquéllas, cuando la encontré tirada en el piso y balbuceando algo referido a nuestro padre.