Letras
Un capítulo de la novela inédita Romance del guerrero olvidado
Orinoco abajo, después de la campaña perdida

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Nota introductoria a este capítulo y que no hace parte de la novela

El resumen de la campaña del 1818 la hace el general de división F. J. Delgado Velasco (1860-1914) en los preliminares de su libro 1818. “La campaña de 1818 se divide naturalmente en tres partes: los preparativos de la invasión, la invasión de los llanos y la serranía, y la lucha por las antiguas fronteras (...). En noviembre la concentración premeditada se retarda por la operación loca que termina en la jornada de La Hogaza; en diciembre se trabaja por recuperar el tiempo perdido, sin que falten choques aislados; en enero, como lo había soñado Piar, el Orinoco se convierte en gigantesca línea de operaciones (...); en febrero los patriotas invaden las altas llanuras con ejército crecido, sorprenden a Morillo y dejan escapar la victoria de entre las manos por descuidos inexplicables; en marzo avanzan sobre la serranía con ceguedad de bruto, y el fantasma de Caracas torna a arrebatarles la victoria; en abril se lucha sin concierto por conservar la llanura; en mayo los últimos encuentros dejan las cosas como estaban, salvo en aquello que era obra del hijo de Curazao, el mulato Piar, y contribuye, como se comprende, al éxito de las operaciones de 1819”.

Ya de regreso a Angostura, Simón Bolívar reconoció los servicios prestados durante la campaña, como jefe del Estado Mayor, al granadino Francisco de Paula Santander; lo ascendió a general de Brigada, lo condecoró con la Estrella de los Libertadores y lo comisionó a los Llanos Orientales a preparar el ejército de vanguardia con el que habrá de decidir favorable y definitivamente la suerte de las armas republicanas, el 7 de agosto de 1819.

El capítulo de mi novela histórica Romance del guerrero olvidado, sobre la vida romántica, aventurera y heroica de Francisco de Paula Santander, recrea el regreso del Libertador a Angostura siguiendo el curso del Orinoco; derrotado otra vez y enfermo, pero no vencido. El hombre con el que conversa —y que lo ha sacado a nado de las olas del Orinoco, como el Libertador mismo le dirá desde Arequipa el 7 de junio de 1825— le abrirá las puertas de la gloria.

 

Simón BolívarOrinoco abajo, después de la campaña perdida

El 24 de mayo de 1818, enfermo, derrotado, sin prestigio entre sus hombres, Simón Bolívar se embarcó haciendo rumbo a la Guayana. El ejército republicano había desaparecido y de oriente a occidente Venezuela estaba en poder de las fuerzas de Morillo.

El barco en que viajaba Bolívar y su Estado Mayor se llamaba “Gaviota”. Era un buen velero que por el Orinoco parecía un pececito navegando empujado por la brisa que le daba en el velamen inflamado y blanco. Atrás venían los otros del convoy que se le parecían; pero ésta era la capitana, con su borda redondeada y su caseta de proa con faroles y ventanas.

En la cámara donde Bolívar convalecía, Santander sentado en un taburete conversaba con el enfermo de cara alargada, amarillenta y ojos vivos, que seguía en su empeño de planear nuevas campañas libertadoras, así se las llevara el diablo (como siempre ocurría con él). Santander sabía que ese hombre si tenía que ir al Cielo, iría aunque tuviera que chamuscarse al pasar por el Infierno.

Ahora estaba de nuevo chamuscado y el Cielo estaba lejos.

Tal vez no tanto... tenía un contacto conversándole al oído.

—...sí, general, podríamos emprender la campaña por los lados de la Nueva Granada. Libertándola aprovecharíamos sus inmensos recursos para libertar su patria y los demás países de América que sufren la opresión de España.

—Yo sé de sus recursos, coronel Santander, con ellos liberté a mi patria en el 13; y, por cierto, que usted no quiso acompañarme...

—Por esos tiempos, general, yo tenía otros deberes con mi patria.

—La patria... la patria nos escuda.

—Y nos justifica, si somos victoriosos.

—Espero que al final lo seamos —contestó Bolívar suspirando hondamente y haciendo ademán de levantarse de su camastro—. Ayúdeme, coronel; acompáñeme un rato arriba. Quiero gozar del aire y del paisaje maravilloso y alentador del Orinoco.

Subieron a cubierta y en silencio se dirigieron al puente de mando desde donde pudieron observar, acariciados por la fresca brisa vespertina, las verdes y boscosas orillas del río. Loros, tucanes, papagayos y mil aves más de espléndidos colores encantaban el paisaje que cruzaba la nave serena y alada.

—Estoy pensando en su propuesta —dijo de pronto Bolívar mirando al horizonte—. La guerra se hace con dinero. ¿Qué puede ofrecernos la Nueva Granada? ¿Qué podría darnos un país al que le han sacrificado en el patíbulo a sus mejores hombres y que vive bajo el régimen del terror impuesto por Morillo? ¿De dónde sacaría hombres y recursos económicos?

—Los hombres, de la desesperación; los recursos sí que serían abundantes e inagotables: las salinas de Zipaquirá, las de Chita, Sacama y Muneque —ya sabe, sin sal no hay ejército—; las minas de esmeraldas de Muzo y los yacimientos de oro de Supía y Marmato nos proveerán de cuantiosas riquezas y los podríamos ofrecer como garantía a los banqueros europeos, si precisáramos de empréstitos para cubrir los costos de la independencia.

—Viviremos de empréstitos, coronel, y no acabaremos de pagarlos nunca.

Y continuó Santander, como si no hubiera oído a su interlocutor:

—Nuestros tejedores de la provincia del Socorro asegurarán vestidos a la tropa que gozará de la abundancia de productos agrícolas y ganaderos; los dos océanos nos permitirán desplazar soldados a cualquier nación y adquirir armas, municiones, vituallas de países extranjeros. Miles de granadinos se unirán a la causa de la libertad y tendremos un ejército de hombres aguerridos y heroicos, como el que usted llevó a su patria en el 13.

Bolívar, que lo había escuchado con suma atención, comprendió que no se había perdido del todo la campaña, y que ese día se le había revelado su lado positivo: haber descubierto que Santander era hombre mesurado, inteligente, valeroso, hábil, y que podía confiar en él que, a diferencia de la casi totalidad de sus oficiales, había sido su compañero fiel en los días de aflicción que había pasado. La fortuna lo había puesto al lado del hombre que decidiría su propio destino y el de América.

—Coronel Santander —le dijo—, déjeme pensar en su propuesta. Algo me dice que el futuro de la libertad de América está en la Nueva Granada y que usted y yo vamos a ser sus artífices.

—Algo más, general Bolívar: como ocurre en Venezuela, en la Nueva Granada no hay guerra de castas, ni caudillos ambiciosos; esto nos permitirá unificar nuestras fuerzas y encaminarlas a combatir al enemigo común: el gobierno español. Por otra parte, la Nueva Granada está desguarnecida; no pasarán de 5.000 las fuerzas realistas; en Venezuela, en cambio, Morillo ha concentrado el ejército del Rey; logrará reunir dentro de poco entre 10.000 y 15.000 hombres bien armados, bien uniformados, provistos de los recursos que a manos llenas le llegan de La Habana.

—Coronel Santander —le respondió Bolívar, con voz risueña—, no me hable más de su proyecto, que me va a hacer cambiar de rumbo y ahora necesito estar en Angostura, debo instalar el Congreso... Pero mire. Mire ¡Esto es magnífico!

El granadino miró hacia el lugar señalado.

Una bandada alharaquienta de monos capuchinos seguía la embarcación saltando de liana en liana y de árbol en árbol; a su paso delirante se espantaban los tucanes de enormes y pintados picos y las guacamayas y los demás pájaros, y una miríada de mariposas de esplendorosos colores que tendieron el vuelo hacia la nave, y se apoderaron de ella revoloteando y ondulando entre las cosas del barco y los hombres que suavemente tendían las manos para que se posaran en ellas, como si fueran pompas de jabón, de tan leves e iridiscentes a la luz del sol.

—¡Qué hermosas son! —exclamó Bolívar.

—Son buena señal, general; indican prosperidad y cartas de amigos ausentes, como en los sueños —arguyó Santander, como el hombre de Caracas rodeado de mariposas que, de un momento a otro y como obedeciendo a una señal, abandonaron el barco y tornaron a la selva ostentando la fantasía de su vuelo y sus colores esplendentes.

El capitán del buque les hizo pasar dos sillas a los dos jefes que charlaban en el puente, y un ayudante de cocina llegó a servirles limonada.

Y qué cosas no alcanzaban a ver con los anteojos desde el puente los maravillados capitanes: caimanes perezosos zambulléndose al paso de la nave; manatíes paciendo en las orillas; manadas de gamos nadando en los remansos, indiferentes a la panteras y jaguares que, tal vez desde la espesura, los estarían observando con ojos maliciosos; islas de asombrosa vegetación donde bandadas de pelícanos espátulas y garzas blancas se dedicaban a pescar. De un bejuco chorreaba un líquido que al ser tocado por el Sol pareció un reguero de diamantes; un tigre manchado, de espinazo cimbreante, que se deslizaba cauteloso entre los árboles y que se paró a mirarlos mostrándoles sus fauces fieras; alcaravanes picoteando en el lodo de la orilla...

El aire estaba perfumado con el aroma de la selva, cuyos verdes claros brillaban con el sol, y los oscuros se retraían hacia su corazón y se iluminaban con las rojas, blancas y amarillas flores de las parasitarias.

—Mire allá...

—Y allá...

Cuando los tonos dorados de las aguas se volvieron cobrizos al caer la noche, y las flores nocturnas y los sarrapiales soltaron sus perfumes, Santander y Bolívar ya no estaban en el puente.

Anochecía, y era como si naciera un nuevo mundo.

Cruzaban sombras, leves unas, otras densas. Volaban oscuras formas. En la espesura refulgían ojos de fuego y eran otras voces las que resonaban en los dominios sórdidos de los pantanos.

Obediente a la diestra mano del timonel que no dormía, el barco continuó su crucero hacia el oriente, hendiendo el cielo en sombras con sus velas blancas, y las aguas del rumoroso río que los cucuyos con sus candiles verdes habían vuelto un camino de brillantes.