Letras
La orureña

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María Isabel bailó tanto una tarde de carnaval en Oruro, que sus zapatos acabaron perdiendo el uno un taco y el otro la suela. Ante la sorpresa del accidente en plena fiesta, sus amigas estallaron en la más jovial de las risas, mientras seguían elaborando en el salón unos giros de medialuna al compás de la canción Istanbul (Not Constantinople), de los Four Lads de Toronto. En cuestión de minutos apareció a su lado Sonia, la hija de la dueña de la casa en la calle 6 de octubre, trayendo en la mano un par de zapatos de reemplazo. ¡Pruébalos!, seguro que te quedan bien, le dijo. María Isabel se los puso. Le quedaban bien. Sonrió, le dio las gracias y volvió al ruedo del baile. Cuando la aguja del enorme animal sonoro Telefunken llegó al último surco, los invitados a la fiesta dejaron de bailar y se acercaron a la mesa a servirse un vaso de ponche de frutas sin alcohol, mientras otros se sentaban en el salón en conversaciones llenas de algarabía. Al otro lado de la gran habitación se encontraban los adultos sentados en una ronda de sillas, algunos menos festivos, discutiendo sobre los pasados días de 1952, cuando la ciudad se llenó de cadáveres de soldados y milicianos destrozados por la dinamita y la metralla. Los hombres bebían de rato en rato sus vasos de singani y las mujeres hablaban entre ellas tejiendo y destejiendo las posibilidades que deparaba el futuro a cada uno de los muchachos y muchachas que bailaban más allá. ¡Por Dios, esa música, hija!, ¿de dónde la sacan?, dijo una de las mujeres. La trajo uno de los jóvenes ingenieros, uno que dizque quiere casarse con mi Sonia, le respondió la madre. Viene de Toronto. Y dijo “Toronto” como si dijera “Marte”. ¡Jah, Toronto, donde los toros son tontos! metió la cuchara el padre. ¿Qué es eso de querer venir a casarse con mi hija?, ¡si ni siquiera conocemos qué clase de gente será su familia! Los demás patriarcas asintieron con la cabeza la justeza de la observación.

Si no hubiera sido por los inmensos depósitos de estaño, ni la llegada de ingenieros ingleses, alemanes, estadounidenses y uno que otro canadiense, además de los préstamos y las maquinarias, ese disco de los Four Lads, grabado por Columbia Records en Estados Unidos en 1953, jamás habría llegado en las maletas de un desorientado canadiense a aquella fiesta en Oruro en ese lluvioso mes de febrero de 1954. Habían llegado tantas cosas a la pequeña ciudad andina. María Isabel tenía 16 años cuando vio en algunas esquinas de Oruro cómo los vecinos limpiaban los escombros que dejó la Revolución Boliviana del 52. Tapándose la nariz para protegerse de los hedores, los hombres recogían un brazo por aquí, un torso por allá, pedazos de soldados que las explosiones de dinamita, lanzadas por los mineros a hondazos, habían desparramado por las calles. Desde la ventana de su casa, ella veía cómo esos enormes pedazos de carne y coágulo negro formaban poco a poco pequeñas pirámides que luego un camión militar capturado por los milicianos iba recogiendo de calle en calle.

Dos años más tarde, la ciudad de Oruro, rodeada de sus montañas desnudas de árboles y cargadas de metales que atraían a los rayos, dejaba escuchar entre el canto del viento y la pajabrava el rumor lejano de sus bandas de música ejecutando morenadas y diabladas. Y los mineros, esos dulces y violentos indígenas y mestizos de corta vida, vestidos ya de diablos, ya de morenos, entraban bailando a la plaza frente a la catedral orureña y luego, de rodillas, ingresaban a la iglesia, a rendir su fe al pie de la Virgen del Socavón. Los sacerdotes venidos del exterior miraban con absoluta estupefacción el descabellado espectáculo. Hordas de satanases rítmicos, postrados a los pies de la madre de Cristo. Bloody pagans!, that’s what they really are, murmuraban los que comerciaban almas con Dios en inglés. Maudits hypocrites! rezongaban los que hablaban con Dios en francés. Y los que tenían uno en español suspiraban y se decían resignados que, al final, hay de todo en estas viñas del Señor. Pero en quechua y en aymará, otros eran los dioses y otras las divinidades veneradas entre la niebla del alcohol, el humo de los sahumerios y la intensa celebración andina.

Moments to Remember era otra de las canciones que María Isabel recordaría de sus 20 años, cuando la escuchó por primera vez en 1956. Sobre todo porque, mientras aprendía inglés, esa frase, Momentos para recordar, la despertó una noche de febrero de 1976 en La Paz porque se acordó de golpe de la letra, que decía The ballroom prize we almost won We will have these moments to remember, una canción que le hacía pensar en los pequeños concursos de baile organizados en los salones de fiesta de su antiguo Oruro. También recordó de golpe por qué había dejado de tocar el piano. En algún momento de su infancia, mientras practicaba el piano, un gallo surgido de la nada le dio un picotazo en la frente. Sus dedos flotaban sobre el teclado cuando sintió el impacto. La música se paró de golpe y un dolor creciente la recorrió como el oleaje de un mar helado. Un gallo de plumas coloradas la miraba con ojos iracundos desde lo alto del piano mientras la niña se levantaba del taburete huyendo de la sala, en busca de su madre.

Una semana después un grupo de agentes de mal aliento y peor facha allanaron su casa en el barrio de San Pedro en La Paz. María Isabel tenía 40 años ya cuando se la llevaron en un carro del Ministerio del Interior por las calles silenciosas de la ciudad y la encerraron en una celda del Departamento de Orden Político, que se encontraban en un costado de lo que fue la Asamblea Popular de 1970. Para entonces imperaba en Bolivia el orden, la paz y el trabajo de la dictadura de Banzer. Su marido había sido desterrado y sus cinco hijos se quedaron con Rosita, la abuela siempre vestida de negro, quien al ver a los chicos tan solos, lloraba y no decía nada. Encerrada en la semioscuridad de su celda, María Isabel supo que en una de las celdas vecinas se encontraba Graciela Artés. Los carceleros la llamaban la gaucha. Supo que ella tenía una hija que se llamaba Libertad. Lo que no supo sino décadas más tarde fue que la Policía Federal Argentina se encargó de que esa mujer, con quien sólo pudo compartir el silencio, no vea la luz del año nuevo de 1977. Para vencer el poder del miedo en esos momentos, que no fueron los únicos, ella se acordaba de sus amigas de juventud, de su ciudad natal, de su familia, y, sin querer, de las fiestas, mientras tarareaba despacito algún bolero de Los Panchos, cantado por el orureño Raúl Shaw Moreno, cuyo padre le había enseñado las artes de la taquigrafía. Y entre memoria y memoria, surgía de pronto alguna canción de Paul Anka, el Paulino Huanca boliviano y a veces, pero sólo a veces, escuchaba en los corredores de la memoria el tema Istanbul de los Four Lads.

Como una mazorca de maíz que la vida va desgranando, poco a poco sus hijos fueron embarcándose en los aviones, hasta que algunos echaron raíces en Toronto. Los trajeron los malos recuerdos, la fatiga de vivir bajo tanto militar, tanto civil neoliberal; el canibalismo de los grandes bancos, el refrigerador vacío, la amenaza de la puñalada anónima, gratuita, al pasar una esquina. Así, María Isabel llegó a esta ciudad casi a los 70 años de edad. Toronto. Urbe henchida, políglota. Por sus calles corrían los tranvías como musculosos caballos de metal. Ciudad de las mil y una lenguas y cocinas. Olor de leones en el metro. Mexicanos que cocinan como italianos. Ecuatorianos que enseñan el tango. Peruanos que bailan el flamenco en los restaurantes españoles de dueños rusos. Cocineros chinos que carajean en español a sus paisanos. Y el verano, ese intenso animal de fuego que se trasmuta en el íntimo silencio del invierno y sus esplendores de hielo. Though summer turns to winter And the present disappears. María Isabel pregunta ¿Cómo se pronuncia el nombre de esta ciudad? Mil respuestas en su clase de inglés llena de inmigrantes del interior y el exterior de Canadá. Uno dice Thronah. Otro dice no, es Tourontou, mejor Tórontó, o Tronto. Oiga, le dice finalmente una nueva amistad mexicana, no se preocupe señora por eso de los acentos, que ni nosotros en América Latina hablamos como los madrileños, ni los toronteños hablan como los londinenses. ¿Y no hay problema cuando uno tiene un acento fuerte?, pregunta María Isabel desde sus gafas. La mexicana le responde seria: Aquí todos tienen acento, doña María, y si a usted le dicen algo, ¡pues usted nomás me los manda a la chingada y ya!

Un año más tarde, en el 2006, a fin de mejorar su inglés, María Isabel tomó un anuncio escrito en un papelito colocado a la entrada de una farmacia de su barrio. El texto solicitaba la asistencia de una persona para conversar unas horas por semana con un anciano que sufría de Alzheimer. Se fijó en la dirección. Estaba a dos cuadras del metro Bathurst. Ella vivía en una pequeña habitación alquilada a diez minutos de distancia del metro Dufferin. Visitaba a menudo a sus hijos, pero optó por no vivir con ninguno. A su edad, sus días y sus noches eran sólo para ella. Podía entregarse al sueño en cualquier momento, salir a la calle sin prevenir a nadie, hacer de su vida un poncho. Cantar en la mañana, roncar por la noche. Comer un paquete entero de helado de cerezas Cherry García, sin el menor sentimiento de culpa. Salir del cine y entrar a la biblioteca. Bailar sin que nadie la vea. Esto no tiene precio. ¿Cómo explicar a sus hijos ya adultos un repentino ataque de ganas de bailar sola aquella cumbia de la orquesta Swingbali, Caballo Viejo, o cantar a medianoche Volver a los 17... después de vivir un siglo es como descifrar signos sin ser sabio competente? Mejor no intentarlo.

El viejito estaba sentado en un sofá. Sus manos descansaban en la empuñadura de un bastón. Here he is, his name is James le dijo una enfermera filipina en el hogar de ancianos. Él debía ser más o menos de su misma edad. Pero se veía como un perro labrador muy viejo y muy frágil. Esta dieta de primer mundo es capaz de acabar con cualquier Tarzán, pensó María Isabel. What is your name? le preguntó el hombre. María Isabel respondió ella. Ah! María Isabel, repitió el anciano y empezó a cantar María, María de West Side Story. And who are you? remató el hombre al acabar su improvisada canción. ¿Por dónde empezar? se preguntó, notando que pese a sus años, aquel hombre aún tenía dejos de musicalidad en la voz.

Con un diccionario inglés-español en la mano, ella empezó a contarle su historia, cosa que no haría con cualquier persona. En este caso, dos razones la movieron, primero, la necesidad de practicar su inglés, y segundo, que James sufría de Alzheimer, lo cual tenía ventajas y desventajas. Una ventaja era que él sin duda olvidaría lo que ella le iba contando. La desventaja se resumía en saber si su nuevo amigo sabría o no cómo corregirle la pronunciación.

Poco a poco se instaló una rutina semanal en su nueva vida toronteña. María Isabel iba a visitar a James los martes y jueves por la mañana. Estas visitas continuaron porque, pese a todo, él le hacía repetir algunas frases y palabras, lo cual mejoraba su dicción y, para su sorpresa, él era capaz de recordar algunas cosas de lo que ella le iba contando, aunque James no podía contar mucho sobre su vida porque prácticamente no recordaba nada. Un día le preguntó: Mahrie, how was the music in Oruro in your youth? María Isabel le respondió preguntándole si alguna vez había escuchado hablar del gran cantante boliviano Paulino Huanca. Con sus vocales irremediablemente inglesas James repitió el nombre. Phaolinou Wanka?, never heard of that lad. Its Paul Anka!, from Ottawa respondió triunfalmente María Isabel. ¡Ah!, ¿todavía sigue cantando?, preguntó James en inglés. Sí, claro, respondió ella. El buen hombre sigue llenando teatros. And what other songs do you remember? Me acuerdo de una que se llamaba Momentos para recordar y decía así (y aquí ella repitió la frase tarareando, casi cantando la canción en su nueva lengua inglesa, que ahora se abría como una flor secreta, como un prisma que le permitía ver el mundo desde otro planeta): The quiet walks, the noisy fun, the ballroom prize we almost won, we will have these moments to remember. Al escuchar estas frases, ocurrió algo al interior de James. Crujió una puerta hasta abrirse, entró un torrente de agua, de imágenes y voces, atravesándole brevemente de sien a sien. Entonces sus pupilas se dilataron y de pronto su voz saltó en el aire como un tigre ágil, atrapando la canción al vuelo y continuó con las demás líneas: Though summer turns to winter and the present disappears the laughter we were glad to share will echo through the years. Y continuó así, en un torrente melódico. Cuando dejó de cantar James le tomó de las manos y le dijo con dos pedazos de cielo iluminado en la mirada You know?, I wrote that song! María Isabel no entendió lo que el hombre le decía. James le dijo de nuevo en inglés: ¡Yo escribí esa canción! La luz de febrero de 1954 volvió a los ojos de María Isabel cuando finalmente comprendió a quién le estaba contando su vida. En su inglés más exquisito y apuntándole con la incredulidad de su índice María Isabel le preguntó Are you?... are you one of The Four Lads? Yes, Mahrie, yes, I am, le respondió el anciano, apretándole la mano.

Esta podría ser una historia de amor, pero no lo es. (Al final, aun el amor tiene sus límites). Pero ella sigue visitando a sus hijos y saliendo al cine con sus nietos. Y los martes y jueves por la mañana ella va a platicar con James, quien va perdiendo ineluctablemente la memoria. Ella va contándole cómo era Oruro again and again. A veces le cuenta cómo es la vasta ciudad de Toronto que ella va inventando en su nueva lengua. Y James va haciéndose orureño a fuerza de pasear por las mismas calles, los mismos lugares, el Liceo Dalence en la calle 6 de octubre, el Hotel Edén en la plaza principal, el Teatro Imperio, el gran escenario al estilo francés del Teatro Palais Concert, donde ahora se presentan The Four Lads, y James sale en primer plano ante el aplauso del público, vestido con un elegante tuxedo negro, micrófono en mano, siempre joven los martes y jueves, explicando en español cómo se originó su grupo musical en una escuela católica de Toronto. Él sabe que María Isabel está entre el público. Y ella, mientras camina hacia el metro Bathurst a visitar a su cantante, sabe que aquella canción Moments to Remember ya no es solamente la iluminada puerta de escape de su celda en el Departamento de Orden Político. Y cuando escucha a James tarareando antiguas canciones saliendo palabra a palabra de la niebla del olvido, ella puede imaginar a su amiga Graciela Artés, la gaucha, sentada también en una butaca del Palais Concert de Oruro, escuchando canciones antiguas.