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Retrato con mujer desnuda

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Desde hace un tiempo, en vista de que la musa no llega a mí, me he propuesto a buscarla. Visito museos, veo los álbumes de mis amigos, veo revistas, fotos de periódicos. Escojo una imagen, y en base a ella me invento una historia. He aquí lo que ocurrió el día que me conseguí en un museo el retrato de la mujer desnuda que a continuación describo:

Era grande, muy grande el retrato (no esperen algún análisis del mismo, no tengo idea de cómo hacerlo. Me limito sólo a describir lo que veo, lo demás lo invento, lo imagino). En primer plano se apreciaba una mujer joven, de piel blanca, cabello negro y suelto. Caminaba desnuda por la calle, cubierta sólo por un abrigo de piel. Sus pies, en zapatos negros, un poco altos. En su mano derecha llevaba un portafolio. Su otra mano, aunque libre, apretaba su lado del abrigo, como aferrándose a él, como si el abrigo fuera quien llevara a esa joven mujer a su destino. No se dejaban ver los senos, pues los cubría ese punto en que el abrigo se cierra a la altura de su pecho. En cambio su vulva se veía completamente. Bueno, no completamente, pues era velluda, como deben ser las vulvas. Así era el retrato. No tenía nada más. Sólo esa joven mujer que caminaba desnuda, cubierta por un abrigo de piel. Me senté frente al cuadro. Lo miré todo, sin detallar mucho en un primer momento. Luego empecé a mirarla a ella, con detalle. Miré sus ojos, miré sus piernas. Eran delicadas, delgadas, elegantes, bellas como para mostrarlas en un baile de tango. Observé bien el abrigo, su portafolio negro, su reloj de cadena, su cabello suelto, libre, como si recién se levantara de su cama, desordenado, pero hermoso. Traté de descubrir si estaba feliz, si estaba triste, si venía a un paso rápido cuando le hicieron el retrato o más bien si venía a un paso lento. Detallé sus zapatos, su abrigo. Me preguntaba qué hacía una hermosa mujer como ella caminando desnuda en la calle. Necesitaba hacerme su historia. Tomé mi lápiz, mi libreta de anotaciones y quise empezar a escribir. De pronto voces internas y contradictorias comenzaron a apoderarse de mi lápiz, de mi mano, de mi historia.

—¡La robaron, seguramente la robaron! —solté una carcajada y le contesté a la voz: es posible. Pero sería absurdo, quién la robaría y le dejaría el reloj y sobre todo el abrigo.

—Bueno, seguramente la ropa era de Versace, además fíjate que no tiene cartera. ¿Dónde está la cartera? —sí, bueno, puede ser, le dije. Pero igual, no quisiera hablar de la inseguridad, de los robos. No quiero escribir para recordarle a la gente lo que vive a diario. Lo que ve a diario. Al contrario.

—Es una prostituta desesperada —me dijo una segunda. ¿Una prostituta? —Claro, ¿qué hace una mujer desnuda en la calle a esta hora? —me dice. Pero, ¿por qué salir desnuda? Le pregunto. Tengo entendido que mientras más insinuadora sea la vestimenta resulta más atractivo el cuerpo de la mujer para los hombres, no precisamente un desnudo total es lo más atractivo. A los hombres les gusta descubrir el cuerpo de las mujeres, y antes de hacerlo imaginar cómo serán tras los trapos que las cubren. —¡Bah! ¡Tonterías! —me contesta—. Hablas como si fueras de otra época, ahora las cosas son distintas: ¡tetas, tetas, tetas!, ¡culos, culos, culos! Mientras más grandes mejor. Mientras más se vean mejor. Mientras más rápido vayamos al grano mejor.

Interrumpe una tercera voz. —De otra época pareces tú, si ella fuera de esta época mínimo se afeitaría la que te conté. ¿Desde cuándo no te acuestas con una mujer? ¿Desde cuándo no te afeitas? La moda es afeitarse. No dejarse ver ese bojote e’ pelos que lo que dan es asco. Tanto en mujeres como en hombres la ley ahora es depilarse. Penes y vulvas descubiertas, lisas, cual penecitos y vulvitas de bebés. Cero vellos en el cuerpo. Brazos, piernas y pechos de lampiños es la moda del momento. Mi hermano por ejemplo se depila hasta las nalgas, si no, las chicas no se acuestan con él. ¿Y los pelos en el jabón? Ya son parte del pasado. Así que ésta no puede ser trabajadora sexual, como ahora se llaman. Y si lo es, le debe ir muy mal pues no complace las preferencias de los clientes.

A esta voz le respondí: tienes razón en que existe una moda, pero cada quien es como es, además eso de pelarse completamente no me gusta, ¿no te parece antinatural? A mí no me parece mal el hecho de que no se afeite completamente, lo que me parece ilógico es que sea una trabajadora sexual y ande en la calle con un portafolio, ¿para qué le serviría?

—¡Una portátil! —contesta otra voz diferente—, ahora vienen en unos modelos chiquiticos, que hasta te caben en el bolsillo. Estas señoritas son organizadas, de seguro lleva digitalizada su cartera de clientes.

Bueno, en todo caso no es de eso de lo que quiero hablar tampoco. Además no me parece que ella sea una prostituta. —Trabajadora sexual —me corrigió una de las voces un poco molesta. ¡Como sea!, ella no me parece una. Hay algo en ese tipo de mujer que ésta no tiene. Miren su mirada. Miren sus labios, relajados, entreabiertos. Más bien parece una mujer con una vida grata. Además su piel no se ve maltratada.

—¡Basta! No sigan hablando así de mí —se escuchó de pronto una voz femenina—. La verdad es que esa noche lloré, lloré, lloré —mis voces y yo nos quedamos atónitos—. Llegué tarde, como siempre que vengo de mi trabajo. Pasaba el día entero allí. En esa oficina, frente a esa computadora. Tratando de hacer algo que valiera la pena. Nada allí vale la pena. Ni siquiera mi sueldo valía la pena. Detrás de mí siempre los comentarios de todos: “Me dijeron que la nueva jefa es una ogra”, “Mejor era el anterior”, “¿Viste cómo se puso de flaca Mariela?”, “Mataron a un malandro de un tiro en la cabeza, ¡míralo!”, “Amiga, ¿revisaste si depositaron?” (cuando es 25), “¿Viste cómo Ana le está jalando a la nueva jefa?”, “No pasen por aquí que estoy limpiando” (cuando son las ocho de la mañana, hora de llegada de todos), “José se escapó el viernes”, “¿viste qué abuso?, apenas pagan siete días de tu sueldo como bono de vacaciones”. La lista es inmensa, se cansarían de escucharme. Me agobian, me atormentan todos. Y mis jefes. “Creo que deberías darnos una propuesta para mejorar el trabajo”, “cambia esto y aquello de la propuesta”, “busca otros precios”, “¡mejora la propuesta!, ¡mejora la propuesta!, ¡mejora la propuesta!”. La propuesta lista, impecable, perfecta: “Ya no hay dinero para algo como lo que propones”.

Segundos, minutos, días. Se repiten, se repiten, se repiten.

Llegué a casa, me recibió la soledad, el silencio, sólo me acompañaba el sonido de los autos que se cuela por mi ventana. Y el de mi televisor una vez lo enciendo. Nadie con quien hablar, nadie con quien discutir, nadie a quien contarle mi frustración, mi alegría, si la hubiera. Empecé mi rutina. Preparar mi cena, botar basura, lavar mi ropa, etc. Sentí de pronto unas incontrolables ganas de escuchar música. Como si mi alma me lo pidiera. Como si no pudiera aplazar esa necesidad. Me pareció además buena idea, así podía distraerme mientras terminaba. Era música de la radio, instrumental. Suave, muy suave. Hacía contraste con la fuerza que usaba para lavar mis ropas y con el ritmo con el que lo hacía. Poco a poco mi ritmo al mover mis manos fue bajando. —¡Hey! ¿Será que la matamos? —¡Cállate!, le grité a la voz imprudente, ella continuó como si no hubiera sido interrumpida. —Sentí un gran agotamiento, dejé de lavar y me dediqué a terminar de hacer mi cena. No pude comerla. Terribles ganas de llorar se apoderaron de mí, mi cuerpo me llevó a mi cama, me abrazó a mi almohada. Lloré, lloré, lloré, lloré, lloré, no podía parar. Todo me empezó a molestar, la ropa que llevaba, la peineta que me sostenía mi cabello, mis anillos. Me despojé de todo, seguía llorando. Creo que estuve así durante muchas horas. Mis sábanas terminaron mojadas, empapadas de lágrimas y sonadas de nariz. Mis ojos dolían, costaba abrirlos, pesaban, mi nariz no me permitía respirar, se secó mi garganta de usarla como nariz. Me dormí. Cuando desperté mi nariz seguía sellada. Mi visión estaba nublada. Mi cuerpo pesado, enrollado como si tuviera mucho frío. En pocos minutos sonaría mi despertador, siempre suena a la misma hora, siempre me despierto antes que él. —¿Duermes con alguien? —Ya dijo que está sola. Calla por favor. —Y el mismo impulso que me llevó a mi cama me levantó. Me hizo incorporarme, salir, andar. Tomé mi abrigo, mis zapatos, mi reloj, mi portafolio, salí.

Al llegar a la calle comencé a sentir las miradas pesadas de la gente sobre mí, comentarios detrás de mí. No entendía lo que decían, sólo escuchaba voces que rumoraban, susurraban, las sentía lejanas. —Yo sí las oía —dijo el fotógrafo—. “¡Está loca!”, “¡Qué asco!”, “¡Qué vulgar!”, “¡Debe haber robado a alguien!”, “¡Policía!, ¡Policía!”. En mi mente había un agradable silencio. Me dominaba una extraña tranquilidad, por primera vez no me importaba si era de mí que hablaban. Sólo quería andar en libertad. Seguí caminando y allí estaba él. Me vio pasar y no podía perder la oportunidad. Tenía su cámara en mano y la usó en mí. El flash me sorprendió. Fue como si aún estuviera dormida y ese pequeño relámpago silencioso me despertara realmente al día, o a la noche. Seguí caminando, ahora despierta, de pronto sentí mucho frío. Las voces de todos, que antes escuchaba lejanas, comencé a escucharlas muy cerca de mí, me aturdían. Las cornetas de los autos las sentí todas dirigidas a mí. El silencio terminó. Un grupo de señores uniformados se acercó a mí. También él se acercó, pero detrás de los primeros.

—Deténgase, señorita —me dijo una voz con mando. Me detuve. —¿Me puede explicar por qué está caminando por las calles de esa manera? No entendía a lo que se refería. No entendía nada. Me sentía recién sacada de un sueño. Le dije: No le entiendo señor, ¿a qué se refiere? —Está desnuda, señorita. ¿O es que eso le parece normal? ¿No se da cuenta de que está alterando el orden público? —¿Desnuda? —pregunté. Y en seguida me miré. Me asusté muchísimo, deseaba estar dormida y despertar en cualquier momento. Deseaba hablar y mi voz no lograba salir. Deseaba cubrirme pero mi cuerpo estaba detenido, inmóvil.

—Es mi modelo —dijo el fotógrafo. La hice desfilar desnuda para tomarle la foto que enviaré al concurso nacional. Tengo derechos de tomar fotografías en esta zona. —Mientras sacaba una serie de permisos y papeles —no se preocupe, dijo el fotógrafo—. Uno de los otros uniformados miró los papeles, asintió con la cabeza mirando al que se dirigió a mí. Devolvieron los papeles. Se fueron.

Yo en cambio miré al fotógrafo, cubrí el resto de mi cuerpo con el abrigo y le sonreí.

La voz se quedó callada.

Mis otras voces y yo preguntamos al unísono: —¿Y qué pasó luego?

—Ya tienes la historia de cómo llegué hasta aquí...