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Tú lo sabes

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Tú lo sabes: iba al cerro, por unas flores. Eso era lo que quería; ir al cerro, por unas flores. Pero primero se puso a acomodarte el cuerpo.

Es un cuerpo pesado, como de ganado, como de bestia. Tu cuerpo es de esa manera. Es como de animal grande, y lo seguirá siendo hasta que acabe con él la pudrición que tiene adentro.

Es mucha. La pudrición que traes adentro te llena todo: los ojos, la boca, las narices, las manos... Tu pudrición te llena los rincones, como el polvo éste que se levanta y que, sin ningún esfuerzo, se nos introduce, revolcándonos lo poco que nos queda de alma.

Tú lo sabes, lo sabes todo. Sabes que, ahora, está arrepentido de todas sus faltas, aunque eso no te sirva de mucho. Sabes bien que está arrepentido de pecar, lo sabes. Sabes que piensa en lo que se dijo en tu sermón de muerta, sabes que piensa en el polvo, en que somos polvo y en que pronto nos convertiremos en un lodazal. Sabes que quería ir por unas flores al cerro. Que tenía necesidad de conseguírtelas. Que a lo mejor así su alma descansaba. Y al menos debía juntar algunas yerbas, o alguna rama de esas secas. Pero que buscó de balde. Que buscó para no encontrar nada, que las lluvias no llegan desde el día del incendio.

El incendio... Era tiempo de secas y te mató a la madre, la adulta Plácida de la Luz, muerta de muerte provocada, como se le escribió en la tumba. A veces me acuerdo de otras cosas. De cuando ella y tú se dejaron venir por estos rumbos. Pero entonces la vida estaba diferente. Tú lo sabes, también el viento era distinto; a él no le volaba el sombrero que se lo regaló su padrino cuando cumplió los diez años de edad. En esas épocas bien le quedaba...

Sabes que quiso ir al cerro, por unas flores. Pero que se arrepintió al ver todo tan empolvado. Que se encontró con la tierra seca, como si fuera estiércol viejo.

La tierra es un polvo blanco, como el de siempre. Al metérsele a uno se vuelve otra cosa, se vuelve casi sangre. La tierra ha sido siempre la misma. Y su polvo es igual que el de hace años, el mismo que te estorbó al respirar cuando llegaste con tu madre, que ahora debe de estar revolcándose debajo de esta vida.

Llegaron al amanecer. El viento apenas si revolvía despacito toda sus ganas. Y en eso se me parecía, pues ni el viento ni yo teníamos fuerzas para nada. Yo no quería arrastrar a nadie hacia mí, todas las personas que había querido me habían abandonado. Estaba solitario, en un mismo sitio. Como esperando, como esperanzado con algo que no conocía.

Andabas como perdida. ¿De dónde? Eso nunca te lo preguntó aquél. Pero me decía que parecías perdida de alguna parte. Perdida de tus caminos, perdida para toda la vida. Y que mirabas todo como si no supieras ni qué cosa es la tierra. Que así mirabas. Ya después se enteró que no, que no sabías ni qué cosa era la tierra toda solitaria. Después se enteró que estaba equivocado, que te había confundido con la vista.

Ahora, todo se le figura como revuelto en el polvo de los caminos. Y no puede dar razón alguna. Tiene que responder pero, al abrir la boca, la lengua no le funciona.

Entonces no había flores. Pero en el lugar del que venías todo era siempre verde, y eso hacía que tus ojos extrañaran los colores. Y te ponías triste. Me decías: “Yo he visto florecer todos los colores. Pero nunca he visto ninguna flor que se les parezca a tu par de ojos”. Y te ponías a llorar sólo de ver que aquí no había ni una ramita seca para distraer la vista.

Me querías. Eras niña y yo un poco mayor y no sabías ni por qué me querías. Me tenías cariño. Me besabas a escondidas de todos. Tomabas mis manos y te las ponías en la cara. Y te ponías el vestido que a mí me gustaba cómo te volaba con el viento. Yo te decía: “Pareces rehilete o cometa o pájaro”. Y no contestabas. Te decía: “Lárgate, no dejes que el sacristán vaya a vernos, porque dice lo que hago a todo mundo, y luego al que fastidian es a mí. Mejor lárgate”.

Todavía no hay flores. Sabes que esta temporada no habrá ni para ti ni para otros muertos. Aquí ningún muerto puede tener flores en la tumba; bien sabes que, aquí, cuando alguien muere, nada florece. Los tiempos de las flores no son los mismos que los de los muertos. Nunca, nunca. Aquí la gente se muere en época de secas, y cuando algo florece a nadie le da por morirse. Y todavía no es época de lluvias. Aún el cielo no nos ha hecho la gracia de mojarnos. Ya las nubes no amamantan a la tierra. Y mucha es la falta que hace... Cuando tuviste a tu hijo, llovía.

Fue solo, con su camisa de salir puesta y con el sombrero aquel que se lo dieron por su cumpleaños y que no le ha quedado desde hace tanto. Al menos quiso que lo supieras. Que supieras bien que hizo el intento. Que supieras que quiso darte al menos una de esas flores marchitas, podridas por tanto calor.

Si piensas bien esto de que intentó conseguir, aunque fuera, flores podridas por tanto calor, hubiera dado lo mismo si las hubiese hallado frescas. Lo sabes. Porque a él se le marchita todo lo que tiene en las manos, y la pudrición se le sale del cuerpo. Más de los ojos, o creo que de la vista. Sucede que nunca lo he observado con tanta atención. O quizá sí, pero jamás me he concentrado en saber en dónde se le comienza a descomponer el alma.

Es posible que tus últimas palabras le hayan dicho que querías que te quitara de encima esas flores tan feas. Pero sabes que no hay flores, lo sabes.

Acuérdate. Una vez le robé a su padrino una flor, para dártela, aunque estaba marchita. Le había llevado un ramo de esas flores de color pardo. Él se las había traído de otros rumbos, para su difunto padrino, que acababa de morirse. Ése es el único muerto de por aquí al que le han llevado flores. Y eran pardas, traídas de rumbos lejanos. Le robé una para ti, para que te acordaras de tu antiguo pueblo, en donde arrancabas muchas de todos los colores.

Había terminado de hablar el Augusto Mayor, el que decía la misa. Había dicho: “El polvo es el cuerpo, es la carne, es el hambre. Y la tierra es nuestro último refugio tanto en la vida como en la muerte”. Me decía: “Muchacho, memoriza esto y ojalá que nunca se te olvide: no le temas al polvo ni a la tierra. No te aflijas cuando tragues estas nubes blancas de tierra. Pues la tierra te tragará a ti, tarde o temprano”.

Esperé a que el Augusto Mayor se largara. Le dije que podía marcharse sin mí, volver al pueblo y que yo me quedaría a limpiar algunas tumbas que me habían encargado. Y Augusto Mayor se fue. Siempre se iba en cuanto terminaba de hablar. Decía que le daba miedo el camposanto, que le daba dolores de cabeza y que la muerte lo ponía de mal humor. Por eso quería dejarme este trabajo completo, dar los sermones, echar la tierra y dedicarme a las tumbas nada más porque a él no le gustaba.

Miré el racimo. Lo vi solitario, lleno de vida y destinado a su padrino muerto. Pero ahí estaba el ahijado, llorando todavía. Y de pronto, las lágrimas se le acabaron, justo cuando el que decía la misa desapareció entre los almendros. Se la robé de la propia tumba, sólo para regalártela. Me esperé a que aquél se fuera, a que terminara de llorarle a la lápida, que decía: “Aquí yacen los restos del dueño total, Señor Graciano del Monte. Muerto de muerte provocada”. Esperé a que terminara de llorar su pena, como a diario hacía. Porque, a estas alturas, tengo que decirte algo que, yo creo, ya sabes. Pero si no lo sabes, de todos modos te lo digo: a él ya se le acabaron las lágrimas, y a ti no te caerá ni una sola. Ni una gota de su llanto será para ti, y es que sus ojos son lo mismo que la tierra, están secos, y su vista se levanta, como el polvo, implorando al cielo.

Era una flor recién abierta. Se le notaba que enseguida pudo tragarse la polvareda blanca. Ese día, cuando terminé con mis oficios en el camposanto, fui a verte.

Sabes también, como yo, que él no te quería. Si no lo sabías, por lo menos algo en tus adentros te lo habrá dicho. En cambio, desde que llegaste, sólo le gustabas. Él quería tocarte las manos y meterte los dedos en la boca. Pero no te quería, él nunca te quiso.

Llegaste un día, después de haber caminado otros tantos, además de las noches, con todas sus horas del tiempo. Por ese entonces, tú cantabas. Hasta con la boca cerrada cantabas. La tuya era una canción que decía algo acerca de que es posible confundir al cielo con la tierra, ver sólo unas cuantas cosas y mirar la vida en pedazos. Cantabas: “Quizás te pueda ver de otro modo, de otro modo, de otro modo... Quizás un día te mire con todos los ojos”.

El tiempo se puede contar; pues de algo nos sirve el cielo para saberlo. Miro hacia arriba cada vez que me acuerdo de ti. Y tú me dices que sigues aquí, abajo, conmigo. Escucho cómo intentas cantar con la boca llena de tierra. Y me dices: “Llevo quinientos cuarenta y dos días aquí”. Y sé que otra vez estás mintiendo, pues tú no sabes contar, y mucho menos sabes qué hay de diferencia entre el día y la noche. Siempre te dio lo mismo. Nunca te ha importado nada ni nadie.

El tiempo del hambre también puede calcularse. Y a ti no te sirvió ningún cielo, de los muchos que viste, para contar los años en que aquél te mataba de hambre. Porque también te mataba de hambre. Diario te morías de no comer, de andar caminando sin destino y sin descanso. Porque cuidabas a los animales que le dejó su padrino. Te los llevabas al cerro, para que algo le comieran a la tierra. Y los cuidabas como si fueran tus hijos... Caminaban buscando algo para comer. Y cada día nuevo en que te miraba, te desconocía. Siempre te me hacías otra, siempre diferente. Tan miserable, muerta de hambre...

Tus ojos volaban alto. Te gustaba perderte en la blancura del cielo, aunque hubiera dado lo mismo si te fijabas en la tierra, en la polvareda ésta. Porque hacia acá, hacia abajo, nunca miraste. A mí nunca me miraste con toda la entera vista. Tus ojos preferían quedarse ciegos con el sol. Y eras una ciega... A tu madre eso no le gustaba. No le pareció que, de pronto, me trataras mal. Porque comenzaste a mirarme de otro modo, como si te estorbara. Porque tú, a escondidas de tu madre, la adulta Plácida de la Luz, me corrías de tu casa. Y es que te habías enamorado de él. Y, de pronto, te fuiste a vivir en su casa...

Siendo tan miserable, como dijo su padrino que era antes de morir, él te hacía sufrir sólo con la mirada. Tú lo sabes. Tenía en los ojos todo el fuego de ese incendio que te mató a la madre, la adulta Plácida de la Luz. Tenía en los ojos hasta el humo, y eso no lo dejaba verte bien. Tenía en los ojos la ceguera del pecado, las tinieblas del infierno y su oscuridad eterna.

Los dos estaban ciegos. Él, por el humo tan negro de aquel asesinato, y tú, por la luz del sol. Par de ciegos... Pero yo a ti sí te quise, te seguí queriendo al menos en silencio.

Es posible que tus últimas palabras le hayan dicho que querías que te quitara de encima esas flores tan feas. Es posible, pero no es cierto, pues tú nunca le dirigías la palabra a nadie. Desde que lo viste, tu boca sólo era para él, para que él te viera florecer los labios cuando le hablabas. Y solamente podías responderle, pero nunca abrir la boca por tu gusto y cuenta. Lo que no es posible es que te hayas acordado nada más de eso, del ramo de flores. Olvidándote de lo que, creo, nos desgració, a ti y a mí, toda la vida. Te olvidaste de aquello de lo que, creo, no hablaste nunca con nadie, ni siquiera conmigo. De tu hijo, de tu hijo te olvidaste.

Es cierto. Alguna vez vimos llover, alguna vez nos mojamos con la lluvia. Pero no fue en este pueblo. Fue en otro, una vez que acompañamos a tu madre a averiguar algo sobre tus hermanos. Porque tenías hermanos. Pero tu mala madre no supo dónde andaban después de haberlos botado en alguna parte. Se vinieron, ella y tú, a este pueblo. Y de los otros, esa desgraciada se acordó cuando ya era tarde. Por entonces el pelo se te veía más oscuro todavía, como si tus greñas quisieran esconderse más en sus propias sombras. Y el vestido azul ya no te volaba, pues se te había pegado al cuero.

Si al menos ahora te cayera tantita agua, podrías dejar de respirar todo este polvo que se nos introduce, que se nos revuelve con la sangre y que nos hace una costra de lodo por dentro. Porque el polvo me revuelca la poca alma que me queda. Y a ti, ahora que estás más desaparecida que cualquier yerbajo, te cuesta tragar toda esta polvareda de la que estamos hechos.

Nunca me dijiste dónde lo enterraste, si es que le hiciste la caridad de enterrarlo. Tampoco nunca me dijiste nada de él, sólo me dijiste que se te había muerto. Y no querías que yo sufriera enterrándolo. No querías. Pero ese hijo era tuyo y mío. Y bien sabes que los hijos son para siempre. Pues tú se lo dijiste a tu madre: “Los hijos son para siempre, no se puede renunciar a ellos”.

Y el nuestro está muerto.

A veces pienso en eso. En que era lo único que teníamos. Lo único que podía unirnos en la vida y que, al mismo tiempo, fue lo que nos alejó. Porque así fue. Después de que se te murió o, mejor dicho, después de que nos lo mató aquél, dejé de verte. Hasta creí que tú, de la tristeza, también te habías muerto. Pero ya vimos que no fue así.

Quiero pensar que, como tú, está enterrado debajo de este polvo. Quisiera pensar que así es. Y que le pusiste algún nombre en la tumba, si es que de algún modo lo nombraste. Ojalá que no le hayan escrito en la tumba de qué se murió, al cabo que a nadie le puede interesar. No será noticia saber que éste, que tengo enfrente, es un asesino. Pero esto no me lo dijiste nunca. Tuve que averiguarlo durante estos años, y eso es algo que nadie podrá perdonarte.

Poca gente se habrá enterado de su existencia. Cuando tu madre me dijo que teníamos que casarnos, me puse contento de saber que en mis brazos estarías cuando quisiera. Y me largué a buscar un sustento que ofrecerte, porque en el camposanto no ganaba nada. Le pedí dinero prestado al Augusto Mayor, pero decía que no, que sólo podía prestarme el libro que le servía de almohada. Él nunca me daba dinero. Me mantenía, pues yo siempre fui solitario. Un huérfano, pues. Y ese hombre que decía misa sólo me daba de tragar. Así que tuve que buscar un oficio y conseguir una casa pero, cuando regresé, ya eras imposible para mí.

Sabes que flores, en este tiempo, no hay. Sólo hay, sembrado en esta tierra, para ti, un hombre que sabe que se le murió el único hijo que ha tenido.

También sé de qué se murió ese hijo tuyo y mío, lo sé. Pero saber eso de nada me sirve. Por el contrario, hubiera preferido saber qué nombre le habrás puesto. O saber, al menos, dónde está enterrado. Al menos tendría un lugar en este suelo. Al menos sabría que aquí, en el polvo, hay un sitio para que yo pueda ir a llorar.

A ti te mataron tantas cosas, que no sabe ni de qué te le moriste para escribírtelo en la tumba. Le pregunto, pues también ese es mi oficio en el camposanto. Le pregunto de qué te moriste, y no responde nada. Sólo tú sabes. Sólo tú.

Ahora, tienes la boca llena de tierra y no te sirve de nada, ni para decirme de qué te moriste, y mucho menos para cantar.

Te pregunto dónde lo enterraste, y me contesta la tierra que tienes encima, pues la polvareda se levanta.