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Juego de mesa

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Rólex. Ojos negros que sobresaltan por cejas bien centradas en cara casi fea, sentada a una mesa de bar. Bar como de paso. Mira por encima del hombro derecho de ojos negros de enfrente buscando a uno de los mozos. Pedirá dos maltas más. Paredes repletas de espejos interminables y encontrados entre sí atestiguarán su sed. Bar en ele. Noche en pleamar. Los sonidos —voz que magulla sobre otra; golpe en el travesaño del televisor; trigo dorándose; chiclines de monedas propinadas; risas de baño— gestan lentamente una vigilia fría y por demás sospechosa. Elevado, tierno, la noche muestra su lucero roto. Cada tanto la boca de los ojos negros se sonríe frente a esa segunda boca, que devuelve el movimiento pero sin mostrar los dientes. En mesa contigua dos amantes, estupificadas la una en la otra, bobean entre sendos vasos vacíos de capuchino. Una de ellas invierte en un beso que la otra costea muy pobremente. Rápido, el beso se deshilacha en una farsa. Entre choque de canillas y posición legítima: primer gol. Apenas dos jarras helantes se tocan para celebrarlo. A dos pasos (mesa de frente a la barra en ele inversa) algunos colegas, uniformados con caras de póquer y boinas rojas, peinan, aburridos, sus discursos y charlas de repuesto. El de boina roja —cualquiera— paga las sobras de la cena y la espuma de las cervezas con el desdén de todos. La atmósfera de la noche pincha las carcajadas hasta deshacerlas. En los paladares el silencio se amontona con un sabor más bien crocante, como pan envasado o como hielo, y tarda mucho en asentarse. El reloj, caracteres dorados sobre fondito marrón, marca las veintitrés horas. Hace rato. Casi no sobra tiempo ni para dar bostezos. Los clientes que se van regresan totalmente transformados: cueros calvos ahora son cabellos coreanos remojados; nariz de mármol por pómulos llenos de acné; mocasines de marca por zapatillas negrirrojas. Se piden las mismas pizzetas y emparedados calientes con cigarrillos. Una prenda muy sucia da que pensar. No hay criaturas vendiendo rosas de plástico mesa por mesa. De pronto, en el estómago de uno de los comensales vino helado y náusea se mezclan. Alrededor, el frío agarrota las lenguas de los que hablan y tapona las orejas de los que escuchan. Casi siempre los cocineros conferencian entre ellos. El reloj marca las veintitrés horas. Mozo más alto acostumbra pifiar las boletas cada cinco pesos por cuenta por cliente por vez (diez pesos para las mujeres solas y veinte por cada pareja —menos diez por ciento las homosexuales—). La billetera de los engañados, de ordinario, tolera tales errores como meros e insignificantes actos de supervivencia. En especial agentes del Partido. Momento seguido se paga o se arriesga una lucha de clases sociales. La casa nunca invita, ni a los melancólicos. El mercado ha visto eliminarse toda la cartera de vipis. La pausa del medio tiempo se desparrama en el bar como una larga ola de agresividad. Los futboleros se reducen a mentarse sus queridas y españas; los mozos se engreen. Pausa bien empeñada por cierto en la mesa de la esquina del fondo: tipejo barbudo, casi gordo y sin anteojos, solitario esperpento, teje en el plato las conversaciones de todos los otros. Las luces de setenta wats, menos amarillas, parchean los focos de grasa en algunos de los espacios; las penumbras aisladas propagan un toque sensual. Los televisores —tres—, a pesar de todo, no intervienen en el proceso de iluminación. El ruido glub glub. El génesis del sonido se precipita como una cáscara de plomo sobre todo el planeta. En los orinales del baño reza Y en el principio Dios fue sonido, no luz, Estúpido, Mamón, Anarkía, Ivania chupa pija gratis cero nueve cinco dos dos cinco siete tres ocho Llamá. Otras grandes frases hilvanadas en el inodoro, o en el trayecto hacia y desde ellos, se abstienen de comentarse. Ninguna discusión es zanjada antes de tiempo. Carteras de damas y bolsillos de caballeros guardan sus palabras aplastantes y frases degolladoras bala en boca. Pelota al medio, silbato y un Qué bueno. Dos. Después de un largo análisis, rostro lleno de muecas en mesa número tres descubre que el vaquero ajustado y nalgón, de mesa contigua, es una conocida de tercer grado: querida del cuñado de un amigo con derecho (primera hipótesis); novia del hermano de una amiga no bien mutua (segunda hipótesis). Se comunica, si es que puede, utilizando dos cejas y varios dedos extendidos de la mano izquierda. El vaquero —la hipótesis en cuestión— es incomodado y apenas aporta un manojo de saludos erráticos. Silueta que se desplaza —graciosamente— por el ventanal que amuralla la pared de la calle justo les interrumpe. La situación es trivial pero fruitiva: la silueta espléndida va hundiéndose en la vitrina a medida que la calle desnivelada se alarga hacia atrás. El vaquero y el atado de muecas aprovechan para escabullirse a sus asuntos. La ignorancia, inmejorable, es recibida con total caballerosidad. Abundancia de papas fritas fritándose hace las veces de polución aérea. Olor de aceite raspado en el fondo de la fritera que se soporta, únicamente, por el dulce aroma del dinero en los pulpejos de los mozos al aproximarse. Ahora todos, juntos, momentáneos, veintitrés horas, ojos negros, vaquero, rostro de muecas, otros rostros, esperpento, bobas, boinas, mozos y demás son distraídos por el delicado y sensual ronroneo de dos motorcitos japoneses que oxigenan una pecera. Sesenta litros de tilapitas, dorados, arco iris, pedros, angelitos y arrayanes más un bucito de la prefectura naval que escarba el tesoro. Peces más bien flacos. Enflaquecidos con cada mirada que se deposita en ellos. Nada, eso. El reloj, detenido, es ignorado. El tiempo hurta la sencillez de las cosas. Una mano es alzada, subida, izada, enhiestada, erguida, alargada, levantada, elevada, levada. Peces que reaccionan desplazando en el agua sus ictiocabezas rápida y violentamente. Más rápido que el mozo más alto. Más violento que el frío más violento. Reacción unísona. El servilletero de la mano subida se ha quedado sin servilletas, por favor. En el brocal de los vasos cerveceros los suspiros silenciosos se van secando. El esperpento, ágil desde su mesa, espía la conversación y el servilletero; luego el plato, los peces flacos; luego la conversación, el reloj, el plato, los motores nipones, rostro acendrado del mozo más alto; luego el servilletero vacío, la conversación, el plato, reloj, pez. Su cerebro busca urgente una emoción embriagante que lo momifique. No lo logra pero no fracasa. Veintitrés. No le extraña. Vuelve la cara al plato y su barba renegrida bisecta la luz que se precipita desde el ventanal. Tercer gol (córner derecho con pierna cambiada / frente de cabeza entre seis codos / red al segundo palo). Indiferencia unánime. Voz desde la registradora pide el recambio de canal. Codo y palma de la mano sostienen aburridos la quijada de la voz. El mentón, fresco pero verde por incansables afeitadas, rasca la mano que lo sostiene. El match es viejo y repetido. Desde sus espaldas, eviternas papas fritas continúan pegamentando la atmósfera de todo el bar. La saliva ya casi ácida de sal sirve para sosegar el rencor de los comensales expuestos. La orden de la voz en la registradora, a través del aire, coapta a la perfección con la lumpenobediencia del mozo más gordo. Uno a uno los televisores son cambiados de estación pero no de servilismo. Mal hadado, el mozo más gordo se lerda por una torpeza pulida y cuasi extrema en su técnica cambiacanales. Improvisa frente a dos whiskys puros en rocas de hielo azul para no volcarlos. En el acto llega un cuarto que va directamente a la mesa del esperpento y allí se sienta sin más trámite. No se dicen nada y si se miran no se tutean. Pide el periódico de ayer, por favor. Los frites destiñen el cristal de la pecera. Rebobinado de clientes idem. Cigarrillos abrasados levantan una dócil zarabanda gris que empaña las córneas. Uno de los peces flacos, a contramarcha, da de tropezón con la piernita del buzo. Tetas enormes entran a pedir el uso del baño, sí, cómo no, y el silencio que se enconcha en ellas es abrumador. Pétreo. Sordo. El vaquero enrojece. Las bobas se celan. Solamente el esperpento y la quijada aburrida en la registradora permanecen indiferentes, anestesiados. Tetas enormes: lugar común donde enroscarse. Cof, cof, de a poco las conversaciones retornan a lo habitual. Los mozos, el más alto, el más gordo y el más negro, se palmean las mangas de los trajes negriblancos, limpiándose un poco las ideologías, el perfume de las tetas enormes, la penetrancia del tabaco reposado. Mixtura fea esa (el mozo más gordo). Cof, lo tosido. Otros comentarios quedan al margen, disueltos por los resultados de la quiniela. 23. Los ruidos, al atravesar el agua, llegan retorcidos hasta el contacto con los peces; no tocan una sola escama. La pulpa del silencio, aquí y allá, se mantiene intacta. Los rayos lunares son evitados por el edificio del bar. Dos miradas se entregan el sí en una de las mesas cercanas al baño de Ellas. Cuando una levanta el ojo bueno de la hamburguesa, la otra mirada pellizca los vasos a medio tomar, la mano sobre la otra mano y los numeritos de la cuenta que se van acumulando. La mirada original hace un efecto de búmerang sobre las ropas chillantes de la segunda y luego regresa a su punto de origen. Muecas sí. El silencio espástico es quebrado por un me gustás dos puntos y el romance rojo, crecido en las mejillas como grandes ronchas, por fin se instala obliterando la rigidez de los rostros. El tiempo no es soportado por los objetos. Peinados de muchos rulos comienzan a aterrizar llenando en rueda la última mesa disponible. El bar está lleno y pronto. Los peinados de rulos se dividen en dos bandos entremezclados: los que generan alboroto y los que lo consumen, secundándolo. Se grita a quemarropa, se ríe de frente, se fuma de costado. Jarritas curvas de vino tinto se agolpan en fila india y rápido inundan la mesa. Los objetos se apoyan en los peces simulando definirlos. En el orinal una boina roja orina haciendo estribillos con el chorro y moja toda la superficie del cuenco, limpiándolo de pelos púbicos caídos previamente. Los teamos se toquetean dorso de piernas con talones descalzos por debajo de la mesa. El deseo, hecho elipse entre sus manos, les obliga a contornear los ojos hasta dejarlos blancos. Las bobas pagan, dejándose extorsionar. Dentro de la pecera el agua se mueve en bloques y por sectores. A cada movimiento, acompaña otro de peces que se acomodan para evitar ser triturados o atrapados entre los bloques de agua. El conjunto todo de la pecera dibuja un ballet bello y normal. La voz en la registradora utiliza lengua y saliva en el piso de la boca como estricta diversión. Con la mano derecha se acaricia el cutis grasiento también. El mozo más negro se le acerca con los billetes aplanados en la larga billetera de terciopelo negro. Entrega, cuenta, teclas, chiclines, de vuelta y va al sitio anterior. La voz en la registradora deja escapar un suspiro hondo que cae bajo la barra como se cae un as bajo la manga del ganador. Allí es pisoteado junto con las partículas del polvo. Los cocineros —dos—, latigados por el calor del horno, se arremangan aun más los codos de las gabachas. Sus caras, inexpresivas, marmolizadas por las frituras en los ollones, intentan reírse con bromas de corte sexista gastadas como sueldos una y otra y una vez más. Con el bar lleno, los mozos, el más gordo y el más negro, charlan, caminan y sirven nerviosamente. El más alto, en cambio, silabea solo y metódico, aislado, concentrado. El lector de periódicos se levanta de la mesa y se dirige al baño de hombres. El tiempo nada. Reloj. Cada minuto ha sido un sonido abandonado al borde de los objetos. Veintitrés. El esperpento se alarma súbitamente: cree que una emoción lo ha invadido. Se lleva la mano al tórax y se descubre las tetillas viejas y duras debajo de la ropa. Llama al mozo. El mozo más negro lo ignora. El esperpento, ya rebasado por una tristeza boxística, se enoja, pánico, se enrarece. Putea hacia adelante y hacia los costados de su cabeza, en un radio de ciento ochenta grados. Dos mozos lo ignoran. El otro, cuando pueda, también lo ignorará. El escándalo suscitado empieza a tomar ardor y forma, pero se adormece rápidamente por el griterío de los peinados rulos. Una de las bobas mecánicamente se dirige al baño. Se cruza con el lector de periódicos y el arrastre inercial de sus cuerpos los engulle con desodorantes baratos y feromonas. No se miran, no se oyen, no se tocan, no se comunican. Se huelen. La otra boba mira la mesa. Mira la silla. Mira la mesa, la silla, dos de seis galanes de boina roja, la mesa, la silla, las uñas de los anulares, el reloj, la mesa, pez. Nada. Pestañea. Se inclina un poco a la izquierda y con la mano se toca las botas de lagarto negro. Se concentra en los calcetines con los elásticos rotos. Calzón de seis días de pobreza ya. Se acota Impulcra, no, o bueno, puerca. El tiempo no es soportado por los objetos. No tiene sentido seguir. La voz en la registradora consulta su rólex. La segundera flota en un mar de indecisión. No tiene sentido empezar. No tiene sentido seguir. Ballet bello y normal donde bloques de agua en movimiento logran atrapar un pez en un descuido. El cráneo del pez se asfixia hasta comprimirse. El esperpento, irrecuperable, se desvanece. Rayo lunar en la barba renegrida. Nada. Reloj. No tiene sentido empezar. El tiempo no es soportado por los objetos. El cuerpo del esperpento es momificado por una emoción. Cada segundo es un sonido abandonado al borde de los objetos. Las bobas se orinan de calentura. Más saliva. Trigo dorándose. Rulos. Chiclín inútil. As de manga. Rólex.