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Aysa Uilca

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Mi pasado importa poco. Sólo diré que tengo treinta y cinco años, vivo en Madrid y trabajo en una empresa turística. El resto se los dejo a su imaginación. Tal vez un par de datos preliminares a esta historia. Arribé al aeropuerto Jorge Chávez, en Lima, Perú, hace varios meses. Debía realizar un documental sobre un nuevo destino turístico.

Horas después de llegar, sentado en el bar del Hotel Bolívar, desde donde disfrutaba de una excelente vista de la plaza San Martín y de un refrescante Pisco sour, veía la estatua del Libertador General San Martín montado en un caballo en una pose hidalga, al centro de la plaza. En el pedestal de dos metros, sobre la cabeza de una ninfa, hay una llama, auquénido oriundo de los andes. Es un error del escultor. En vez de poner un pequeño fuego, puso el auquénido, que tiene el mismo nombre. Cada vez que viajo con amigos no puede evitar mostrarles esa curiosidad.

Alejandro —mi ayudante, asesor técnico, guía nativo y amigo— llegó cuando pedía otro Pisco sour. Pedí dos copas y una docena de “choritos a la chalaca”. Minutos después, mientras lo veía abrir con las manos el molusco, aderezado con cebolla, limón y picante, le mencioné el objetivo: el Señor de Cachuy. Era una festividad religiosa celebrada en la sierra de Lima, en la provincia de Yauyos. Está a tres mil metros sobre el nivel del mar, en la cordillera occidental andina. Debíamos llegar en dos días. Alejandro, con su Pisco sour en una mano, dijo que si salíamos mañana temprano, llegaríamos sin problemas. Ambos sonreímos, levantamos las copas y brindamos.

Al día siguiente partimos en una camioneta Cherokee en dirección al sur, por la carretera panamericana. Alejandro conducía. Mientras revisaba mi guión de trabajo veía desaparecer los arenales que rodean Lima y poco a poco surgir los valles de la costa. Al lado, el lomo del Océano Pacífico, plateado y enorme, se mostraba en todo su esplendor. Es el océano más antiguo, hondo y grande del planeta. Imaginé el rostro de asombro —¿por qué no estupefacción?— del navegante y conquistador extremeño Vasco Núñez de Balboa cuando con sus 190 hombres y 800 indios, luego de atravesar el istmo de Panamá, un 25 de setiembre de 1513 avistó este mar —del que había escuchado historias fabulosas contadas por indígenas del Darien—, y lo llamó Mar del Sur. Debió quedar con la boca abierta, al ver cómo todas esas historias eran rebasadas por ese inmenso mar de aguas calmas.

Después de tres horas de viaje llegamos a Mala, un poblado costero. Ahí almorzamos. Probamos el chupe de camarones, un plato regional, hecho a base de crustáceos, leche, fideos, queso, papas y mucho picante. Descansamos una media hora contemplando el mar pacífico. Entre largos silencios y sorbos de Inca Kola, Alejandro me repasó el itinerario a seguir. No era nada complicado. En síntesis, se trataba de llegar, grabar la misa, los bailes, los alrededores, hacer algunas entrevistas y volver. Luego quedaban unos largos días —generalmente madrugadas— en la isla de edición, ya en Madrid. Ese era el trabajo duro, a pesar de tener terminado el libreto. Empieza con la historia de su origen: hace unas décadas un poblador del lugar encontró la imagen de Cristo crucificado en una cueva. Lo llevó al pueblo. Pero a los pocos días la imagen desapareció de la iglesia, y “volvió” —así dice el mito— a la cueva. Nuevamente lo llevaron a la iglesia del pueblo, y otra vez regresó a la cueva. Los pobladores decidieron hacer una capilla en la cueva y adorarla en los meses de junio de cada año. Luego, mientras pasaba algunas imágenes de la región, contaría alguno de los cientos de milagros concedidos a sus feligreses. Acompañaría este texto con la grabación de algún testimonio. Después, cinco minutos de la celebración religiosa, luego otros diez de la fiesta en su honor, y unas seis tomas de la cueva donde fue encontrada la imagen. Aún no sabía qué poner al final. Podría ser información complementaria para llegar al lugar. Alejandro, como buen antropólogo, me sugirió poner alguna de las interpretaciones etnológicas que se han hecho de la festividad. Según éstas, la celebración era una muestra del sincretismo religioso occidental y andino. El Señor de Cachuy, a pesar de su apariencia cristiana, era una manifestación de algún Dios prehispánico de la región. Se llamaban Apus, y habitaban en montañas que los antiguos nativos adoraban. El mito de su origen lo demostraba. Cristo crucificado vuelve a la cueva. El Dios cristiano es incorporado, gracias al mito, a la tradición religiosa nativa. Resultaba interesante, pero no estaba seguro si a los directivos de mi empresa les parecería bien un final de este tipo. Igual, podía proponerlo.

Poco después subimos a la cordillera por una carretera de tierra afirmada. Nuestra próxima parada era Quirman, un pueblito casi abandonado en las estribaciones. Pasamos por varios pueblitos idénticos, como Omas, Ayauca y Calacocha, todos con una calle principal y una plaza rectangular, rodeada por la casa municipal, la iglesia y las casas de los más ricos. Habían sido fundados por los conquistadores españoles en su ruta hacia el Cuzco.

Llegamos a Quirman a la hora prevista. El pueblo estaba habitado por ancianos y algunos niños, hijos de madres solteras que trabajaban en la capital. Nos hospedamos en casa de uno de los ancianos, abuelo de un amigo de Alejandro. Cenamos papas sancochadas, un café hecho de habas tostadas en una sartén, y queso fresco. Para dormir, pusimos en el piso de tierra pedazos de cuero de vaca, y sobre ellos, nuestras bolsas de dormir. En la oscuridad, lo único que se escuchaba era el canto de las perdices y las luciérnagas. Por la mañana, desayunamos tortilla de harina, huevos y verduras, acompañada de papas, queso y leche fresca. Partimos hacia las nueve de la mañana en dos mulas alquiladas, las únicas del pueblo.

Subimos por unos estrechos caminos rocosos y empinados, hasta una zona llamada Retama. De ahí, cruzando dos estribaciones, llegamos a una montaña en cuya panza estaba Cachuy. A las dos y treinta terminó nuestro ascenso. Vimos un poblado más pequeño que Quirman. En su angosta plaza, rodeada de casitas de barro y techo de paja, cientos de personas habían acampado desde días antes sobre pellejos de carnero y precarios toldos montados en la plaza. Venían de distintos puntos de la región. Más adelante, en la boca de una cueva, se levantaba una capilla. Dentro estaba la imagen del santo.

Luego de tomar fotos, entrevistar algunos feligreses y beber varias infusiones de hoja de coca para evitar que nos dé soroche —mareos consecuencia de la altura—, esperamos sentados bajo uno de los toldos de la plaza a que se inicie la “víspera”, primera etapa de las celebraciones. Al anochecer, mientras Alejandro me servía un vaso de aguardiente —llamado calentito—, muy eficaz para soportar el frío de la altura, escuchamos acercarse la banda de músicos que acompañaba al santo en procesión. Iba cargado en andas por sus “mayordomos” —los encargados de organizar la celebración—, iluminado por antorchas y cirios. Lentamente entraron a la plaza, dieron varias vueltas y regresaron a la capilla. La gente se arremolinaba, tratando de tocar la imagen. Cuando cerraron las puertas de la capilla, con la imagen del santo dentro, se escucharon las detonaciones de los fuegos artificiales. El cielo andino fue iluminado por luces de colores y figuras maravillosas. Luego la banda de músicos tocó huaynos y comenzó la fiesta. Aparecieron mujeres ataviadas con trajes típicos —polleras negras, pañuelos de seda y una bayeta de colores cruzando sus blusas blancas— y otros músicos con violines y flautas dulces. Acabado el espectáculo de danzas, de algún lado salieron cajas de cerveza. Los feligreses bebieron todo lo que quisieron y bailaron en la plaza hasta la madrugada. Obviamente, mucho antes de que los ebrios comenzaran a provocar riñas y peleas, Alejandro y yo nos retiramos a un pequeño campamento montado a la entrada del pueblo. Era para los visitantes extranjeros, y costaba cinco dólares cada tienda.

Al día siguiente, después de un desayuno compuesto por una sopa de carne de carnero, pan y café instantáneo, fuimos a la iglesia a escuchar la misa en honor al Señor de Cachuy. Como obra de arte, la imagen del cristo crucificado no tenía nada de especial. Lo diferente eran los adornos. Flores, cirios, velas y dinero —monedas y billetes— rodeaban al santo. También había fotos y paquetes con regalos de los feligreses con quienes el santo había cumplido en darles lo que el año anterior pidieron. Eran innumerables los testimonios que agradecían por el milagro concedido, la mayoría referidos a enfermedades, deudas, problemas matrimoniales y familiares. La parte central de la misa lo constituía el sermón del sacerdote, un aragonés de más de cincuenta años. Su sermón partió de un pasaje bíblico —el Eclesiastés— y siguió con una serie de reflexiones sobre la familia, la iglesia y la situación del país, hasta hace poco sumido en la guerra interna. “La violencia engendra violencia”, era una frase muy repetida. La ceremonia duró unas tres horas. Luego la gente se reunió en una de las casas de la plaza. Los mayordomos, como correspondía, donaron un almuerzo para todos los asistentes. En largas mesas se sirvieron diferentes viandas de la región, la mayoría a base de tubérculos y carnes rojas, acompañadas de cerveza, chicha de jora y otras bebidas —aguas gaseosas, refrescos e infusiones. Por la tarde, un sector de la plaza se convirtió en un mercado de artesanías y productos de la zona. Otro, donde estaba la banda de músicos, en una pista de baile al aire libre. Hasta la noche continuaron los festejos. Las celebraciones continuarían dos días más.

En la noche, Alejandro y yo decidimos regresar al amanecer. Lo registrado era suficiente. Mientras fumábamos un porrito viendo las estrellas y escuchando a lo lejos los acordes de un huayno, se nos acercó un turista. Quería un porrito. Alejandro preparó uno y se lo dio. Luego empezamos a conversar. Me enteré que era antropólogo de la Universidad de Copenhague, especialista en crónicas indígenas. Habló de sus investigaciones y de lo que le gustaba de Perú —había estado en varias zonas de la cordillera andina. Desde hacía cinco años asistía a las celebraciones del Señor de Cachuy. Nos dijo que era porque se había convertido en un devoto del santo, ya que había hecho que regrese su mujer. Luego dio otros motivos. Evidentemente estaba mintiendo. A las dos horas, cuando estábamos por irnos a descansar a la tienda, nos contó una historia extraña. Dijo que el año pasado subió a la montaña sin guía y se perdió. Estuvo deambulando en la puna varios días. Una tarde, desde lo alto de una ladera vio aparecer un cortejo de hombres. Eran nativos, algunos parecían ebrios, ya que trastabillaban al caminar. Se acercaron a la montaña desde donde él los veía. Subieron y él se ocultó, pues pensó que podría tratarse de alguna columna de Sendero Luminoso, grupo terrorista muy activo en la zona. Detrás de una peña los vio llegar a un terraplén. Cargaban varios sacos. Usando unas piedras armaron un fogón. Sobre ella pusieron una plancha. Luego, de los sacos extrajeron cuerpos que parecían de animales despellejados. Prendieron el fogón y comenzaron a beber de una botella. El humo se levantaba al compás de sus letanías. Al día siguiente, cuando los hombres se habían ido, se acercó a ver los restos del rito. Se llenó de espanto cuando vio que los restos no pertenecían a animales, sino a niños. Vio trozos de bracitos chamuscados, cráneos y armazones de costillas. Huyó despavorido del lugar. Por la tarde, unos arrieros lo encontraron tumbado al lado de un pequeño riachuelo. Lo llevaron al poblado más cercano, y de ahí a Lima. A las tres semanas estaba en Zurich. Contó el suceso a algunos colegas. Obviamente, nadie creyó en su historia. Tampoco nosotros. Se lo dijimos. Él sonrió, nos pidió otro porrito y se levantó. Dijo que cada año regresaba a buscar el lugar del sacrificio, pero sin resultados. “No estoy loco, esta gente sacrifica niños al cerro, como hace más de quinientos años. Guamán Poma lo dice en su crónica. Incluso, menciona este lugar. Lo llama Aysa Uilca”. Luego se alejó en dirección a su tienda.

Al día siguiente, mientras bajábamos a Quirman, nos perdimos. Deambulamos todo el día buscando el camino. Por la tarde, en un terraplén encontramos restos de un ritual. Sobre unas piedras había una plancha de mármol blanco. En el suelo hallamos cenizas, que podían ser de humanos o de cualquier animal. No encontramos cráneos ni huesos. Al anochecer, al doblar una quebrada, vislumbramos una luz. Llegamos a la casa de un campesino. Nos hospedó y a la mañana siguiente, previo pago de cinco dólares, nos llevó a Quirman. Tres días después estaba en la isla de edición en Madrid, terminando el trabajo. No usé las grabaciones que hizo Alejandro de los restos del ritual que encontramos. Era innecesario.

Hoy, a las cuatro de la tarde, luego de la siesta, me llegó por correo un paquete desde Perú. Era de Alejandro. Dentro había un objeto en forma circular envuelto en una bolsa negra con cinta de embalar, acompañado de una nota. Decía que viera dentro de la bolsa, y que si estaba interesado lo llamara inmediatamente. Agregaba una posdata. Ponía una cifra: veinte mil dólares.