Letras
La materia del sueño

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Los hombres están hechos de la materia
con la que se trenzan los sueños.

Shakespeare

Descubrí la tierra del Plata hace muchos siglos, inmerso en la monotonía de las estaciones. Las olas rompían con estrépito versificado en la playa; en los confines del azul —casi canónico— del espacio sobre mi cabeza planeaban las rápidas ilusiones en forma de aves marinas; el fondo incógnito del Océano era frío y tumultuoso, plagado de especies multiplicadas por el infinito, en secuencias eternas.

Me convencía la placidez del viento impulsando el navío con una caricia consistente, golpeando el interior de mis venas que presagiaban algo nuevo, pero confuso aún en la bruma como procedente de un lienzo veneciano, poniendo un signo de interrogación sobre la sucesiva seguridad del agua. ¿Tierra? No podía ser que la tierra estuviese tan cerca.

Pero así era. El proyecto había concluido y se deshacía como una hoja seca. Nosotros, España portátil que arrastraba el peso de una cultura suspensa en el destino de la navegación, el leño de la tecnología intentando roturar la vida, llegábamos al dichoso término de nuestras aventuras.

Apenas se insinuaba una línea de carboncillo y fuego sobre el horizonte, letra indecisa que nadie de los que allí estábamos sabía interpretar, cuando nuestros pulmones gritaron al unísono. La promesa del placer puede más que el placer mismo. Nunca habíamos experimentado una sensación semejante a aquella, porque en aquel momento, a pesar de nuestra edad, nos habíamos vuelto niños, niños que tienen el mundo como una pelota en sus manos, niños que desconocen el literario programa del recuerdo.

La materia de nuestras ilusiones eran las dos paralelas que convergían en un punto común. Tan sencillo y sorprendente como eso.

Dejé mi huella suspendida sobre el plano melódico de la isla; ante mí se alzaban fortalezas vegetales (palmeras) que hacían ondular sus cabelleras verdes, esperanzadoras, insinuando un saludo o tal vez un aplauso. ¿Dónde estaban mis compañeros? No los veía ya. Entre voces de júbilo se habían desperdigado por el luminoso horizonte sin dejar rastro que los evocase, ni tan siquiera una sombra.

Escuché involuntariamente la orquesta de los pájaros. Aquello era sin duda la obertura de un nacimiento. El pasado era una masa de hielo irreconocible perdida en la lejanía, constituida por estatuas de presumidos aristócratas, fariseos grises del mal tiempo.

Como llevaba demasiada ropa puesta para aquel clima tropical, me desembaracé de mis prendas de vestir —al momento me di cuenta de que estaba renunciando a mis estereotipos sociales— y me quedé desnudo de la cintura para arriba, contemplando la playa. Sin preocuparme de arrastrar la pesada maleta de mi equipaje europeo, caminé sin rumbo hacia la selva virgen, esposa de mi cansancio. Solo y libre en la maternal exhuberancia de la naturaleza.

Reparé en aquel jardín cultivado por una invisible mano bondadosa: los cocos se bamboleaban con presunción femenina en las alturas; también se dibujaban peras, dátiles y otros frutos para mí desconocidos. En las ramas, aquellos aprendices del protocolo humano —los simios— reían y saltaban, saltaban y reían sin la preocupación que como un látigo somete a sus soberanos evolutivos.

Pero sentí un temor repentino ante aquella manifestación de lo desconocido. Un relámpago surcó de extremo a extremo mi conciencia poniendo en claro de modo efímero la situación en la que me encontraba. ¿Y si estaba definitivamente abandonado por mis compañeros? Porque no daban señales de vida desde ningún lugar del insólito escenario. ¿Me vería obligado a vivir durante cuánto tiempo como un cíclope, como un robinsón que desconociese el enjambre social, como una gota separada del mar de donde procede?

Aun así, resistí acordándome de la Divinidad que guía cada uno de nuestros torpes propósitos, cuyo lugar es y siempre será la morada de la luz, e invoqué una plegaria aprendida en forma de oración. La textura presente me ofrecía un lecho de irrealidad que me desconcertaba, porque no hay nada más irreal que lo desconocido —eso creo haberlo aprendido de algún filósofo—; del miedo a lo que se desconoce emergen las pirámides de los mitos.

Llevaba una hora caminando y el paisaje parecía cada vez más intrincado. La armadura de mi paciencia resistía con frialdad los embates de la incertidumbre, y mi corazón pensante imaginaba el universo como una enfermedad de la mente. Necesitaba agua. Me eché de rodillas al suelo con el fin de descansar o de abandonarme a la ferocidad de los elementos.

Entonces vi una figura humana que avanzaba hacia mi improvisada yacija. Quizá alguno de mis compañeros, alarmado por mi ausencia, volviese sobre sus pasos y acudiese a rescatarme. Pero no era como me lo imaginaba. Se trataba de una mujer adornada con objetos brillantes, morena y totalmente desnuda. Se detuvo en seco, y al reparar en mí dio una especie de alarido sin que se moviese del lugar donde me encontraba. En ese momento yo era un Ulises deportado a los confines de la tierra, y aquella Náusicaa feacia, quien tal vez ignorase el uso de la sal de la palabra —tal y como yo la entendía—, era mi única tabla de salvación.

—Por favor —imploré—, dame agua o moriré aquí mismo.

Ella huyó despavorida y al poco rato regresó acompañada de dos hombres de su misma raza que deduje eran guerreros por las lanzas que portaban. Se acercaron a mí sin atreverse a tocarme.

—Por favor —les dije ahora a ellos—, soy extranjero, no conozco esta tierra y he perdido a mis compañeros. Si no me dais agua no podré levantarme.

Creo que no entendieron mi lengua. Pero en todos los idiomas hay algo que se parece, y así debía ser, pues echaron mano a dos frutos redondos de corteza dura horadados en un extremo, los cuales llevaban pendientes de cuerdas en los hombros, y me invitaron a beber su contenido. No sabía si se trataba de una trampa, pero el necesitado no puede más que aceptar sin miramientos lo que le ofrecen. Así que bebí un trago del líquido almacenado en los frutos. No se trataba de agua, sino de néctar de alguna fruta, o de varias.

Una vez saciada la sed, me levantaron del suelo tomándome cada uno por una mano y me condujeron al lugar al que habían determinado llevarme. Daba la sensación de que sabían con más o menos acierto de dónde procedía, mi identidad nacional, porque apenas estaban sorprendidos por mi presencia, y eso era para mí motivo especial de sorpresa. Me turbé en mayor medida cuando tras un camino no exento de inconvenientes llegamos a un poblado constituido por una edificación de viviendas de adobe, con techo de paja. Puñados de indígenas se esparcían por aquel indómito proscenio. De entre ellos surgieron para mi estupor mis compañeros, indumentados con la ropa de campaña y expresando satisfacción en sus alegres rostros.

Llevaban en las manos cachivaches de metal brillante.

Me explicaron entre risas inspiradas por el alcohol que se desprendía de sus alientos que habían llegado a las tierras del Plata —así habían bautizado ellos a la isla— por la abundancia de este metal en sus espacios geológicos. Incluso me aseguraron que el territorio que pisaba era nada más y nada menos que la Atlántida de la que hablaba Platón. No cesaba mi asombro mezclado a la incredulidad de quien, como yo, se encuentra frente a una situación trascendente.

Observé a los indios: confiaban en nosotros. ¿Cómo podía ser así? ¿Confiar en nosotros, que veníamos a conquistar sus tierras? Porque más tarde o más temprano nuestra cultura armamentística se impondría a la suya como el aceite se posa sobre el agua, sin diluirse en ella.

No daba crédito a nada de lo que ocurría; la Musa de la inconsciencia había embotado mis sentidos.

Me desperté al día siguiente en la tienda de los españoles.

—Debemos comenzar la evangelización de esos indios —decía un fraile dominico—. ¿No es un milagro del Señor que tengan esa confianza en nosotros? Sin duda sabrán por algún signo celeste que la Iglesia de Cristo vendría a salvarlos, a ellos, pobres bárbaros sin idioma escrito, sin Dios, sin ley. Si no ha sido notable prodigio digno de los más precisos anales la aparición de esta tierra ante nuestros ojos, de esta isla preñada de riquezas sin medida, cuánto más la intuición innata de esos salvajes desconocedores de la autoridad monárquica de nuestro Emperador, así como del magisterio espiritual del Santo Pontífice; hombres que, aunque desnudos e indefensos, no han rechazado nuestra llegada.

Al unísono se oyeron voces de aprobación provenientes de la milicia, siempre dispuesta a apoderarse del botín que se dispone como señuelo en los discursos. Me pidieron mi parecer y yo respondí de forma ambigua debido al estado de convalecencia en el que me encontraba, producido por una infección no registrada en nuestros libros de medicina, y la cual me había sumido en una forzada austeridad.

A mi tienda acudieron más tarde con una mujer que habían traído como rehén, todavía virgen y en edad núbil. Me la dejaron al pie del lecho dándome a entender que podía disponer de ella con fines sexuales. Acto seguido se fueron. Le pregunté algunas cosas a la indígena pero no supo responderme nada. No entendía nuestra lengua. Sólo aludía continuamente y con gestos a un idolillo dorado que traía colgado del cuello por una cadena de plata. No supe qué trataba de decirme. Lo interpreté como una sumisión.

Volví a dormirme. Al despertarme de nuevo a la mujer que me acompañaba se habían unido otras indias que deduje habían traído a mi tienda mis compañeros. Se esforzaban en ponerme una venda mojada sobre la cabeza mientras entonaban pantomimas rituales. Afuera se oían gritos y golpes metálicos de pica, así como truenos artificiales provocados por la pólvora. Se oía la voz de un compatriota: “¡Incendio, incendio!”.

Extraje de mis polainas un rosario de cuentas de vidrio y me puse a rezar unas avemarías. Me fijé en los ojos de las mujeres: sus pupilas rutilaban como fuegos fatuos. Con sus manos oscuras tocaron mi mano blanca intentando manipular el objeto que tenía en ella. Echaron mano a sus ajorcas, collares y pulseras y me ofrecieron dos de ellos a cambio del rosario. Les respondí negativamente.

Fueron a buscar más joyas fuera de la tienda y depositaron veinte pares de brazaletes a mis pies. No se trataba de eso; no podía vender mis creencias. No comprendieron. Me mostraron sus grávidos senos, como fecundas minas de placer, y comenzaron a bambolearlos ante mí como incentivo, mientras algunas de sus compañeras me ofrecían más y más variedades de metal precioso. La codicia derrocó a mi firmeza y le entregué a mi dios de vidrio a cambio de sus dioses de oro.

—¡Al asalto! ¡Todos al asalto! —gritaron en el exterior, y caí de nuevo en un profundo sopor que me imaginé como preludio de una tragedia.

*

Muchos siglos han transcurrido desde entonces, y cuando como ahora me encuentro ante la pueril materia del agua adaptada al molde artificial del vaso por el que voy a beber, rememoro el acto de comunicación que se establece entre todos los seres humanos a través de la infraestructura del lenguaje, del lenguaje que representa la sumisión de la materia real a la forma externa, literaria y accidental del sueño.