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Alberto Barrera TyszkaAlgunas consideraciones a partir de la lectura de la novela La enfermedad, de Alberto Barrera Tyszka

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“¿Por qué nos cuesta tanto aceptar que la vida es una casualidad?”. / “La enfermedad es una equivocación, un horror burocrático de la naturaleza, una falta absoluta de eficiencia”. / “La enfermedad es un peaje amargo, una alcabala, tan caprichosa, capaz de convertir a la muerte en el objeto de todos los últimos deseos”. / “Los dioses mueren. No se enferman. Ésa es su ventaja”.

Noviembre de 2006 trajo para las letras de nuestro país una importante noticia: por primera vez un escritor venezolano, Alberto Barrera Tyszka, ganaba uno de los premios literarios más importantes del mundo iberoamericano: el Herralde. El 6 de noviembre del año 2006, para ser más exactos, el jurado de dicho premio conformado por Salvador Clotas, Juan Cueto, Esther Tusquets, Enrique Vila-Matas y el editor Jorge Herralde, otorgó de forma unánime el XXIV Premio Herralde de Novela al texto La enfermedad, de Alberto Barrera Tyszka. Los miembros del jurado ya citados valoraron “una trama de aparente linealidad que alberga dentro de sí una complejidad temática interna, además de una escritura veloz, desolada y elegante que revela un profundo conocimiento del oficio de escribir por parte de Alberto Barrera Tyszka”, entre otros elementos (Sainz Borgo, 2006). Fue finalista de esta edición, a la cual concurrieron un total de 172 trabajos de distintos países iberoamericanos, el libro Muerte de un murciano en La Habana, de la escritora cubana Teresa Dovalpage. Esta escritora reside desde hace una década en Alburquerque, Estados Unidos, y ha publicado otras dos novelas: A girl like Che Guevara y Posesas de La Habana (http://blogs.periodistadigital.com).

Barrera Tyszka se une así a otros iberoamericanos que a lo largo de las 24 convocatorias del premio han resultado ganadores. Allí están nombres de la talla del español Álvaro Pombo (1983), el azteca Sergio Pitol (1984), el peruano Jaime Baily (1997), el chileno Roberto Bolaño, el mismo de Los detectives salvajes (1998), el argentino Alan Pauls (2003), otro mexicano, Juan Villoro, (2004), otro peruano, Alonso Cueto (2005). Por cierto que en la XXIII edición del Premio Herralde de Novela, el trabajo La hora azul, del escritor venezolano Óscar Marcano, estuvo entre las obras finalistas. Preludio de lo que vendría en la siguiente convocatoria. Otra acotación: con Los detectives salvajes Roberto Bolaño ganó el Premio Herralde de Novela en 1998 y también el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos en 1999. Ambos galardones concedidos de forma unánime.

Pero ¿quién es Alberto Barrera Tyszka?, esa voz que se asoma con fuerza en el presente y futuro de la literatura venezolana que, rememorando a Roberto Echeto (2005), parece que no va, como piensan algunos (o muchos, lamentablemente), detrás del camión de la basura. Trataremos de ofrecer algunas informaciones de este autor en los próximos apartados de esta reseña.

De Alberto Barrera Tyszka se pueden decir muchas cosas. Entre ellas que nació en Caracas en el año 1960 y que es egresado de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela, en la que ahora se desempeña como profesor. También se puede decir que es poeta (según Miranda [1998], López Ortega [2005] y Rivas y García [2006] perteneció a Guaire y a Tráfico, los grupos más representativos y relevantes de la poesía venezolana de los años ochenta), narrador, publicista, guionista de cine y de telenovelas en Argentina, Colombia, México y Venezuela (oficio con el cual se gana la vida, muy a pesar de las limitaciones del género, denigrado por muchos intelectuales) y columnista o articulista de prensa. De hecho mantiene desde hace muchos años, desde 1996 para ser más precisos, una columna de opinión que sale cada domingo en el diario El Nacional.

Más que columnista o articulista, se puede decir que Alberto Barrera Tyszka es un cronista. No en vano, autores de la talla de Pacheco, Barrera y González (2006) sostienen que este autor se mueve con acierto por los predios de la llamada crónica política, pues cada domingo analiza con humor e ironía la plena actualidad nacional, ofreciendo como resultado final textos que se convierten en una reflexión útil para leer e intentar comprender el a veces, se trata de un optimista decir, convulsionado país en el que vivimos.

Entre sus obras se encuentran la novela También el corazón es un descuido (Plaza y Janés, 2001), el libro de mini cuentos-poemas en prosa Edición de lujo (Fundarte, 1990) y los poemarios Amor que por demás (1985), Coyote de ventanas (Monte Ávila Editores, 1993) y Tal vez el frío (Pequeña Venecia, 2000). Edición de lujo es un libro constituido por 61 textos en 62 páginas. En él se homenajea a distintos escritores. Tal es el caso del guatemalteco Augusto Monterroso, por razones más que obvias. Con su segundo poemario, Coyote de ventanas (1993), se hizo acreedor de una mención de honor del Premio Municipal de Poesía de Consucre en 1987.

Sin embargo, hay un título que no se puede dejar de mencionar en este apartado. Se trata de Hugo Chávez sin uniforme: una historia personal (2005), la primera biografía documentada del presidente venezolano de la cual Alberto Barrera Tyszka es coautor junto a la periodista Cristina Marcano. Hay que señalar que este libro ha alcanzado una importante repercusión internacional, afirmación que se sustenta en las diferentes reimpresiones y ediciones realizadas por la Colección Debate de la editorial Random House Mondadori.

De igual modo, cabe destacar que algunos trabajos de Alberto Barrera Tyszka han aparecido en medios venezolanos y extranjeros, tales como el prestigioso diario El País de España, Letras Libres, Etiqueta Negra y Gatopardo. A estas publicaciones hay que agregar la novela La enfermedad, que será traducida dentro de poco a la lengua francesa bajo el literal título de Le malatie y distribuida por el sello editorial Gallimard. Por cierto, La enfermedad ha sido muy bien recibida en España, donde diarios como El Cultural, ABC, La Vanguardia y El Punt, entre otros, la han reseñado muy favorablemente (http://www.globovision.com).

 

“La enfermedad”, de Alberto Barrera TyszkaHistoria(s) de La enfermedad

La novela La enfermedad surgió a finales del año 2003, cuando Alberto Barrera Tyszka trabajaba en un volumen de cuentos o relatos cortos, uno de los cuales creció y se le fue de las manos a su autor, según él mismo señala (Sainz Borgo, 2006).

En esta novela, a juzgar por los señalamientos de Mayobre (2006), se pueden identificar claramente dos historias que tienen sus vasos comunicantes y que giran alrededor de un médico internista llamado Andrés Miranda: la de la enfermedad real, cuyo sujeto es Javier Miranda, quien siempre ha sido un hombre sano, y la de la enfermedad ficticia o imaginaria, cuyo sujeto es Ernesto Durán, quien se siente enfermo a pesar de que los exámenes de laboratorio sostienen lo contrario. Ahondemos al respecto.

En la primera de las historias, Andrés Miranda descubre que su padre, Javier Miranda, un roble ya jubilado y viudo desde hace muchos años, padece de un cáncer terminal. Un desvanecimiento en su apartamento fue el detonante para la realización de tomografías y otras pruebas, exámenes que corroboraron lo que el hijo ya se temía: múltiples lesiones sugestivas de una enfermedad de carácter metastásico. La mueca del radiólogo que le entregó las placas así se lo indicó.

El viejo Miranda se entera algún tiempo después de lo que le sucede, motivo por el cual cree que su hijo, a quién él se dedicó en pleno desde la muerte de su esposa, lo engañó al ocultarle lo que pasaba. Después de esto, Javier Miranda cae en una profunda depresión, lo que lo lleva a leer libros como Morir con dignidad. La eutanasia discutida: la muerte misericordiosa, de Hans Küng y Walter Jens, y a buscar ayuda en un taller denominado “Aprender a morir”.

También la rebeldía se pasea por el apartamento de Javier Miranda. Consciente de que se está muriendo, le pide a Merny, la muchacha de servicio: “...no más dietas, por ejemplo. No quiero volver a comer más nunca esa mierda de pollo sin sal y a la plancha. Quiero aceite, quiero mantequilla, quiero dulces”...

No obstante, al final, en el momento definitivo de la separación física, en la sala de un hospital, padre e hijo se perdonan, se reconcilian y se acompañan. En ese momento, a lo único que le teme Javier Miranda, para quien ya abrir y cerrar los ojos es un dolor, un esfuerzo por encima de la misma humanidad, es a morir en silencio y solo, ese silencio y esa soledad que fueron parte de su reacción al conocer la noticia de ese horror burocrático que es la enfermedad, de ese peaje amargo por el que los dioses no se ven obligados a transitar. Por eso, las manos de uno en las manos del otro, le dice a su hijo que se quiere ir así, oyéndolo hablar. A fin de cuentas, la vida no es más que una casualidad, tal y como se empeñan en señalar algunos personajes de la novela.

La segunda historia, por su parte, tiene como protagonista a Ernesto Durán, paciente de Andrés Miranda, pero que ya antes ha pasado por las manos de otros médicos y que incluso ha experimentado con las últimas tendencias de la denominada medicina alternativa: la homeopatía amazónica, la sistémica. También fue operado sin instrumentos por un chino que se expresaba en portugués en Maracay, muy cerca de un río. Y por si esto fuera poco, una hermana tarbesiana le impuso las manos a la altura del abdomen mientras los dos estaban inspiradísimos rezando el rosario, todo lo cual revela que en La enfermedad, a pesar de los temas que se tratan, la muerte para ilustrar uno, el humor también se encuentra en muchas de sus líneas.

Ernesto Durán, quien se ha separado de su mujer y vive solo, es un hombre que se siente profundamente enfermo, muy a pesar de que el famoso perfil 20 afirme lo contrario. Todo comenzó con una supuesta laberintitis, la cual fue curada por el especialista respectivo. No obstante, Ernesto Durán sigue sintiéndose enfermo. A fin de cuentas, ¿quién es el sujeto de la enfermedad?, se pregunta no sin un asomo de razón. ¿El doctor? ¿O el paciente?, allí sentado en el frío consultorio, conversando de sus males con alguien que a veces ni siquiera parece prestar atención.

Una sensación de fragilidad acompaña a Ernesto Durán. Una sensación de debilidad general lo agobia. Un escozor en la garganta es otro de sus síntomas. Náuseas constantes, vómitos. Pérdida del equilibrio, mareos. Palidez, súbitas bajas de tensión. Sudoración fría, descenso en la temperatura del cuerpo. Su enfermedad lo lleva a ser despedido hasta de su trabajo. Desesperado intenta comunicarse con su médico, Andrés Miranda. Va al consultorio y nada, le dicen que no está, que lamentablemente tiene una emergencia o que está en un congreso y no va a atender a nadie durante los próximos siete días. Lo llama por teléfono y se lo niegan. Vive en la urbe, mas su necesidad de comunicación es tal que lo impulsa a buscar obsesivamente la dirección electrónica de Andrés Miranda y empieza a escribir distintos e-mails, los cuales son respondidos por la secretaria del consultorio, de nombre Karina Sánchez. Es a través de la escritura como medio catártico y liberador que el personaje de Ernesto Durán logra combatir su enfermedad imaginaria, la cual va más allá de la mera hipocondría. Su paranoia, pues. Así lo demuestran las siguientes citas: “...Hasta que esta mañana, al despertarme, de pronto lo vi todo clarito. Me hace falta escribirle, doctor. Aunque esté decepcionado, aunque usted no me lea, a pesar de todo me hace falta escribirle. Si me contesta, está bien. Si no lo hace, tampoco importa. Que yo escriba es lo único que me hace sentir mejor, lo único que en verdad necesito. Antes, yo creía que uno escribía para los otros, para que otra persona leyera. Ya no estoy tan seguro”...

Al inicio de este apartado, señalamos que las dos historias —la de la enfermedad real y la de la enfermedad imaginaria— tienen vasos comunicantes, uno de los cuales es el médico internista Andrés Miranda. Otro es la urbe, la ciudad, ese espacio que es al mismo tiempo alegría y penuria y que de acuerdo con López Ortega (2005) está presente en buena parte de la producción literaria de Alberto Barrera Tyszka; no olvidemos que se trata de un autor que perteneció, como ya se adelantó, a Guaire y a Tráfico. Como también lo citadino, lo urbano se halla presente en otro poeta generacionalmente contemporáneo con Alberto Barrera Tyszka: Leonardo Padrón.

Pero no se trata de cualquier ciudad. No se trata de un espacio geográfico impreciso, difuso. Se trata de Caracas, la ciudad capital de Venezuela, la antigua sultana del Ávila, la ex ciudad de los techos rojos. Los personajes de La enfermedad manejan por la congestionada autopista, transitan por la avenida Francisco Solano y beben en sus clásicas tascas, suben al Ávila en teleférico por la estación de Maripérez o caminando por La Julia, Quebrada Pajaritos, Cotiza. Suben para meditar sus cuitas. De hecho, hay una parte en que el narrador señala que ese cerro que distingue a Caracas y que es su esencia es como una especie de centro comercial al aire libre. En suma, la ciudad es testigo de esos seres que llegan, pero también lo es de esos seres que se van.

Sin embargo, así como Caracas es real, también lo es en cierta forma el mismo país. Andrés Miranda y su padre, Javier Miranda, se van hasta Puerto La Cruz y toman el ferry con destino a Margarita. Pensaba Andrés que la isla le ofrecería el momento para hablar, pero siempre se termina hablando cuando uno menos se lo espera. A Ernesto Durán lo opera un chino que habla portugués en un río del estado Aragua, en las afueras de Maracay. De manera tal que puede afirmarse que los personajes de la novela se mueven por ambientes que existen y que son reales.

Ahora bien, otro elemento interesante del asunto y que se convierte en un acierto, es que Barrera Tyszka logra intercalar, superponer o alternar ambas historias de una forma tan natural y sin ningún tipo de rebuscamiento o tecnicismo, que para el lector no resulta nada difícil ubicarse en los diferentes momentos de las historias que se relatan y tampoco resulta nada complejo entender que las dos tramas forman parte de una: la de La enfermedad.

 

El dilema de Andrés Miranda

Tal como se ha señalado con antelación, Andrés Miranda es uno de los personajes más importantes de la novela La enfermedad, puesto que sirve de nexo a las dos historias ya descritas. Es el hijo único de Javier Miranda, un hombre de unos 69 años aproximadamente. Su madre falleció en un accidente aéreo cuando era aún un niño, lo que motiva la fobia que los Miranda le tienen a los aviones. Se encuentra casado desde hace casi quince años con Mariana, con quien tiene dos hijos.

Además, es médico internista de profesión, aun cuando en varios pasajes del texto cuestiona su vocación de médico (“...Apenas comenzó a estudiar medicina, Andrés Miranda entendió que su vocación no era pura. De alguna manera, siempre se sintió incompleto, no tenía él la misma pasión quirúrgica que los otros estudiantes, le interesaban más las láminas y los microscopios que las sesiones prácticas, le gustaban más los pizarrones que los bisturís. Mientras sus compañeros de estudio se desesperaban, ansiosos, deseando llegar al momento de la práctica, Andrés sólo quería postergar ese instante...”). Podría decirse que su existencia es normal, común, hasta que recibe la noticia: su padre tiene cáncer, lo cual sucede al inicio de la novela.

Volviendo al título de este apartado, el dilema de Andrés Miranda es muy claro y se orienta hacia dos direcciones. En primer lugar, él —que siempre ha sostenido la tesis de que al paciente hay que hablarle con la verdad por delante, defensor a carta cabal de la relación de transparencia que debe establecerse entre el médico y el enfermo— ahora se siente incapaz de comunicarle —o confesarle— a su propio padre lo que tiene. Se siente humanamente impotente, ya que no encuentra ni el momento oportuno —si es que éste existe—, ni las fuerzas, ni las palabras para hablar.

Y en segundo lugar, él —que siendo médico internista se ha dedicado a lo largo de su carrera a salvarle la vida a otros, o al menos a intentarlo—, ahora que sabe que su padre tiene cáncer, no puede hacer absolutamente nada por él. Sabe que es una sentencia que tarde o temprano se ejecutará sobre la humanidad de su padre, incluso con consecuencias físicas visibles. En este punto, vale la pena mencionar que Javier Miranda, al enterarse de su enfermedad e iniciar el tratamiento respectivo, empieza a ser consciente de que su cuerpo ya no es su cuerpo, que en todo caso habita una estructura dañada. Por eso siente que las enfermeras, los médicos y hasta su nuera “...no le hablan a él, conversan con su cuerpo, con ese otro al que hay que tratar como a un niño idiota, con ese herido que apenas puede mantenerse en pie, que muy pronto se derrumbará definitivamente...”.

Esta situación de la que hemos venido hablando, el dilema de Andrés Miranda, se refleja en las siguientes citas, tomadas del final de la primera parte y de la segunda, respectivamente: “...Quizás en el fondo le indigna verse tan débil, tan incapaz de manejar la situación. Lo ha hecho tantas veces, con tanta otra gente, de maneras crueles, sin ninguna piedad, además. Sintiendo que hacía lo correcto, que la franqueza debía ser éticamente una de las armas de la medicina. En cambio, ahora se veía enredado en un circo de infinitas postergaciones”... “...De pronto siente que la mano le pesa, que le cuesta sostener ese retrato [la tomografía] en el aire. ¿Cuántas placas como ésta ha visto? Demasiadas. ¿Cuántas veces se ha enfrentado a imágenes tan definitivas? Hace mucho que perdió la cuenta. Con el tiempo, sólo se suman las personas salvadas, las excepciones. Los muertos llevan su cuenta aparte, se suman solos”...

El “circo de infinitas postergaciones” al que alude uno de los párrafos anteriores se rompe cuando de regreso a La Guaira procedentes de Margarita, en el ferry, con las luces del puerto visibles a lo lejos, con el olor de ese mar que mientan Caribe, Andrés Miranda le confiesa a su padre, Javier Miranda, que tiene cáncer. Lo hace en voz baja, “...porque hay cosas que sólo pueden decirse en voz baja”...

En resumidas cuentas, Andrés Miranda ni sabe ni se siente capaz de enfrentar la situación y tampoco como médico puede hacer algo por la vida de su padre. Esto demuestra que los médicos no son dioses, que a lo mejor lo parecen, pero son tan humanos como sus propios pacientes.

De igual modo, el personaje de Andrés Miranda siente miedo porque intuye que la enfermedad del padre le quitará a los dos el privilegio de la palabra, de la llamada por teléfono, de la conversación dominguera, de la comida en el restaurante, de los mismos recuerdos familiares. A este respecto, esta cita resulta ilustrativa: “...Por primera vez piensa que la enfermedad puede quitarle a él y a su padre algo que jamás pensó: la conversación, la posibilidad de hablar. La enfermedad también está destruyendo sus palabras”...

En otro orden de ideas, también hay crítica social y mucha poesía en esta novela. La segunda, a lo largo y ancho de las 168 páginas que conforman el texto. Apuntamos algunas muestras: “...El silencio es un cuchillo que se hunde en el pellejo de la tarde. Ninguno de los dos se atreve ya a abrir los ojos”... La frase ha sido tomada de la segunda parte, cuando ya el viejo Javier Miranda conoce la verdad sobre su estado y recibe en su apartamento la visita de su hijo. Otro ejemplo: “...El viejo se quedó un instante en silencio, como si le estuviera dando vueltas a la pregunta, como si la pregunta fuera el hueso de un durazno bajo su lengua”...

La primera, en el drama social de Merny, la muchacha de servicio que trabaja dos días a la semana en el apartamento de Javier Miranda. Merny, la que tiene dos hijos de un hombre que los abandonó a todos y se regresó a su tierra natal, Barranquilla, en la costa colombiana. Merny, la que ahora vive con un hombre que no es el padre de sus hijos, Jofre. Merny, la que para llegar hasta su rancho tiene que subir cuatrocientos veintidós escalones. Merny, la que le colocó a sus hijos nombres que suenan a futuro, a norte. Nombres únicos: Willmer, Yurber. Merny, la del resentimiento reflejado en las pupilas. De algún modo, su drama social también es un tipo de enfermedad —de cáncer— presente en el país y en buena parte de la geografía latinoamericana.

De hecho, el escritor y el acucioso cronista político de cada domingo desde 1996, fundidos en un solo cuerpo y en una sola voz, apuntan: “...Andrés recuerda ahora claramente esa anécdota (la vez en la que fue a llevar a Merny a su casa porque uno de sus hijos se encontraba enfermo). Estaban en plena campaña electoral. De regreso a casa, escuchó unas propagandas políticas en la radio. Había llegado la hora de los pobres, gritaba el candidato de turno, mientras arengaba en contra de los viejos partidos políticos y prometía un nuevo paraíso”... De manera tal que la crítica social queda servida, pues.

Para finalizar, me gustaría formular una invitación a los lectores para que se adentren en el universo de La enfermedad, novela de corte intimista tanto en su historia como en su lenguaje, que de alguna forma recuerda ese magnífico relato de Laura Antillano llamado La luna no es de pan de horno, con el cual esta caraqueña ganó el Premio del Concurso Anual de Cuentos de El Nacional correspondiente al año de 1977 (Rivas y García, 2006).

Alberto Barrera Tyszka, así como otros autores de la talla de Juan Carlos Chirinos (El niño malo cuenta hasta cien y se retira), Juan Carlos Méndez Guédez (Una tarde con campanas), Milton Quero (el padre de Nectario Medrano Rodríguez, el viejo corrector de estilo que se enamora de una mujer casada con un ganadero de la Costa Oriental del Lago de Maracaibo, de nombre Misleidy Graterol de Urdaneta) y Federico Vegas (con esa expedición a bordo del Falke que tenía como propósito el derrocamiento de Juan Vicente Gómez), constituye una muestra fehaciente de que la literatura venezolana sí existe y de que la llamada renovación de autores nacionales no es un asunto de mera ficción. Tampoco lo es la presencia de diferentes editoriales públicas y privadas interesadas en dar a conocer lo que aquí se hace en materia de letras. Es una muestra, además, de que algunos escritores del patio empiezan a cosechar logros importantes dentro y fuera de nuestras fronteras. Bien que vale la pena, entonces, leerlos. Es lo menos que como venezolanos podemos hacer.

 

Referencias

  • Barrera Tyszka, A. (2006). La enfermedad. Barcelona: Anagrama. Narrativas hispánicas.
  • Echeto, R. (2005). “La literatura venezolana no va detrás del camión de la basura”. En: Papel Literario de El Nacional. Caracas: Venezuela.
  • Editorial Alfa. “Alberto Barrera Tyszka ganador del Premio Herralde de Novela”. Disponible en: http://www.ficcionbreve.org (consulta en línea: 2006, noviembre 24).
  • Periodista Digital. “El venezolano Alberto Barrera Tyszka obtiene el Premio Herralde de Novela por La enfermedad”. Disponible en: http://blogs.periodistadigital.com (consulta en línea: 2007, marzo 11).
  • Editorial Anagrama. “La enfermedad”. Disponible en: http://www.anagrama-ed.es/titulo/NH_402 (consulta en línea: 2007, marzo 11).
  • Globovisión. “La enfermedad de Alberto Barrera Tyszka será publicada en francés”. Disponible en: http://www.globovision.com/news.php?nid-49076 (consulta en línea: 2007, marzo 11).
  • López Ortega, A. (2005). “Novísima cuentística venezolana: de la orfandad a la revelación”. En: Zona Tórrida, 38. Revista de Cultura de la Universidad de Carabobo. Valencia: Universidad de Carabobo.
  • Miranda, J. (1998). El gesto de narrar. Antología del nuevo cuento venezolano. Caracas: Monte Ávila Editores Latinoamericana.
  • Mayobre, E. (2006). “La enfermedad”. En: El Nacional, cuerpo A, pág. 8. Caracas: Venezuela.
  • Pacheco, C., Barrera, L. y González, B. (2006). Nación y literatura: itinerarios de la palabra escrita en la cultura venezolana. Caracas: Editorial Equinoccio, Universidad Simón Bolívar.
  • Rivas, R. y García, G. (2006). Quiénes escriben en Venezuela. Diccionario de escritores venezolanos (siglos XVIII a XXI). Caracas: Venezuela.
  • Sainz Borgo, K. (2006). “La enfermedad de Barrera Tyszka llegó a Madrid”. En: El Nacional, cuerpo B, pág. 10. Caracas: Venezuela.