Artículos y reportajes
Ilustración: Alberto RuggieriTeléfonos rotos, invitaciones ficticias, cafés imaginarios

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Me causa curiosidad indagar acerca del porqué de un fenómeno que vengo experimentando: al recibir una esporádica invitación, de una u otra forma, termina frustrándose y el compromiso nunca se lleva a cabo.

Años atrás, una amiga se lamentaba del hecho de haber conocido a un tipo sumamente encantador, la familiaridad entre ellos iba creciendo recíprocamente toda vez que se cruzaban por casualidad, hasta que un día le pidió su teléfono para invitarla al cine... No le quedó más remedio que resignarse, luego de largas sesiones de espera, nunca verían una película en mutua compañía, pues el hombre jamás la llamó. Se sintió profundamente desalentada, ya que él realmente le simpatizaba y al menos, creía que ella también contaba en cierta medida con sus simpatías; sin ánimos de hacer castillos en el aire, pues no se conocían muy a fondo que digamos.

Con cierta antelación, había sobrellevado algo similar, por lo que me cuidé de otorgar mayor trascendencia tanto a los presuntos anfitriones como a las invitaciones en sí, inmersa en el torbellino de cosas que atañen a la juventud. Tenía tanto por vivir que no me iba a detener a gimotear porque fulano o zutano no me llamaran. Ya en alguna ocasión había llorado, al cancelar una salida con alguien por ir con otro grupo cuyos miembros masculinos prefirieron emborracharse en otra parte sin importarles que dos compañeras y yo los esperáramos engalanadas. Pese a que sospechaba que la tal ida a rumbear no era más que una invención confabulada de una de las brujas supuestamente invitadas, en virtud de sus dotes de arpía cuando buscaba salirse con la suya; pasado el trago amargo, descubrí que nadie muere de pena moral porque lo planten. Como contraataque, la misma amiga que esperó la llamada de su amigo invisible, ideó una estrategia adelantada a esos tiempos: si nos quedábamos esperando a que nos llamaran para salir, nos darían las mil y quinientas, así que nos íbamos para la calle en grupo de mujeres solas. Así lo hacíamos, ¡y vaya que nos divertimos!

Durante unas vacaciones en Venezuela, se me develó en buena parte el misterio relacionado con los números telefónicos. Un popular personaje de la farándula de la ciudad que visité, era bastante asediado por las mujeres en sus días de soltero. Esa noche presencié cuando una peculiar mujercita de cabellera rizada que respondía al nombre de “Coral” (sinónimo de corroncho en buen barranquillero), le pasó un papel con su teléfono. Aclaro, no se si él se lo pidió o, simplemente, ella se lo dio para que la llamara. Al entrar ambos al edificio donde me hospedaba, sacó el papel del bolsillo de su chaqueta, diciéndome:

—Ahora vas a saber qué es lo que pasa realmente cuando pedimos el número de teléfono... —y arrojó al depósito de basura a Coral y sus expectativas. Mi pregunta es: si Coral no le gustaba, o no pensaba llamarla, ¿para qué representó semejante charada de bailar con ella y prodigarle mil atenciones? ¡No le hubiera dicho nada y se hubiese ahorrado la pena y las explicaciones en caso de encontrársela de nuevo! Cosa que siempre sucede, es por eso que la gente se hace la loca para evadir a quienes le han quedado mal. Esos miembros de la agremiación que hermana a todos y todas los que nunca cumplen ni años y no están en capacidad de comprometerse ni siquiera a aceptar un vaso de agua por parecerles que tienen mucho que perder, no siendo capaces de poner la cara y afrontar su incumplimiento, cambiándose de acera cuando se encuentran a la otra persona por la calle. Esa revelación me volvió escéptica, pero ¿la verdad?, además de aprender sobre la marcha que en ocasiones es bueno asegurarse de pedir una misma el otro número de teléfono como quien no quiere la cosa, también hay invitaciones de las que una quisiera librarse, dependiendo de las particularidades del caso y el talante de quienes las formulen.

En la niñez y la adolescencia muchas veces se acude de mala gana a partes donde no se es invitada por una misma, sino como deferencia hacia los padres y otros familiares. Quedó registrado en fotos, testificando la negativa de asistir vestida de hawaiana a una fiesta de disfraces, a los seis años. Luego, cuando todavía no tenía edad para asistir a fiestas de quince, logré librarme de un convite al que no sólo la cumplimentada y yo no nos conocíamos bien y la mayoría de sus invitadas eran ya unas señoritas, mientras que yo apenas abandonaba los juegos infantiles. Una emisaria consintió en excusarme aduciendo una repentina enfermedad, al convencerla de la sinceridad del sentirme cual cucaracha en baile de gallinas. La madre organizadora no se dio por vencida fácilmente: —Dile que se tome una pastilla —todo solucionado, según ella.

No tuve que tomar ningún remedio y pese a las aleccionadoras palabras recibidas como parte del sermón acerca del deber de cumplimiento de los compromisos que conlleva la vida en sociedad, no fui. No me sentía lista aún y agradezco no haber sido conminada a hacerlo. Cuando llegó el momento de ser quinceañera, lo aproveché hasta que me supo a cacho.

En el intento por crear lazos por cuenta propia, es factible encontrarse con cosas que desconciertan. Un par de años atrás, conocí a un grupo de gente con la que se generó una empatía bastante profunda. Gente maravillosa, de esa que no se conoce con frecuencia, porque al vivir inmersos en nuestras realidades paralelas, es factible que puedan pasarnos desapercibidos o nos parezcan raros. Cabe anotar que a través de ellos he conocido a otras personas que me han aportado a su manera algo significativo. Desde el principio se presentaron tropiezos, cuando me invitaban a algo, no podía quedarme. Mágicamente, cualquier acercamiento posible era torpedeado, llegando a pensar que estaba siendo víctima de un extraño caso de saladera aguda.

De ahí fue donde surgió el primero de una continua racha de cafés imaginarios, por lo menos, el primero que recuerdo.

Conocí a una fotógrafa parecida a una de mis íconos musicales (Andrea Echeverri) y congeniamos casi de inmediato. Contactándola pasado cierto lapso prudencial por no habernos tomado el susodicho café, le solicité la cotización de unas fotos. Habiendo visto su trabajo, lo consideré el más indicado para mis requerimientos. Concertamos una cita para un viernes antes del mediodía en su edificio. La noche antes sufrí un percance en un pie, pero por encima de ese obstáculo, fui a buscar media docena de brownies para llevar como presente al visitar por primera vez su apartaestudio fotográfico.

El pie empeoró, obligándome a cancelar la reunión a la que no sólo quería ir, sino que necesitaba encargar el trabajo. Como era de esperarse, terminé quedando sin fotos y con una caja de Patricia Berón llena de deliciosos brownies cubiertos de almendras a los que no se les hincaría diente alguno por el momento. No obstante, no iban a desperdiciarse, eso sí que no.

Hace tiempo no la he vuelto a ver, supongo que se mudó de regreso a su metrópoli, por lo que el “cafecito” —como ella misma le llamaba— acompañado de brownies, quedó para una próxima reencarnación.

El año pasado recibí un valioso consejo de una persona que tuvo un enorme gesto de gentileza conmigo. Siempre apreciaré lo que hizo. Me pareció razonable corresponderle. Venciendo la timidez que produce la falta de confianza fundada en la poca continuidad en el trato, le hice una petición sin agendas ocultas. Dado que las palabras vuelan y lo escrito permanece, me atrevo a consignarlo aquí, apoyada en la transparencia de mis intenciones... Esta persona me simpatiza, con o sin café de por medio. Sólo intenté conocer más a alguien que siempre fue accesible y en sus acciones ha primado la generosidad.

Varios meses después, nos encontramos de improviso y me informó de un evento al que me habría gustado ir, pero al cruzárseme asuntos de trabajo, me fue imposible. —Estamos a mano —pensé, no sin un poco de desilusión. Culpo al bad timing. En épocas en las que la indiferencia y falta de solidaridad para con el prójimo están a la orden del día, no deben olvidarse las amabilidades, mas si las ofensas. Que la vida nos vuelva a reunir... ¿Por qué no?

Tal vez estos impulsos atiendan al calor del instante, creo que son atribuibles a dejarse llevar por una naciente ola de simpatía momentánea o de una identificación circunstancial con el otro. Quizás se dice lo que ese otro nos transmite que desea escuchar, o buscamos sentirnos bien en nuestro fuero interno haciendo lo posible por complacer a los demás, sin pensar en lo que objetivamente implica establecer un vínculo, siquiera de amistad... ¡imaginen si fuese de otra índole! Se torna más difícil allegarse a medida que se profundiza.

Comprendo que al estar en presencia de lo desconocido, o ante desconocidos, se presenten las consabidas reservas, pero de otro modo... ¿cómo se llega a conocer a los demás? Hay que dar segundas oportunidades —decía mi amiga Olga—, por complicado y espinoso que parezca. La precisión de las palabras de Virginia Sirtori Gual, en su artículo “Bajo el signo de Eros (psicoanálisis, ética y cultura)”, nos lleva a reflexionar sobre la relatividad de experimentar escrúpulos y reticencias al involucrarnos con otras personas: “Una de las grandes causas de dolor para el ser humano, es su fracaso en el campo de las relaciones humanas. Nuestra decepción frente a los perjuicios que comúnmente nos causan nuestros congéneres, alcanza hoy niveles considerables, y no es exagerado afirmar que, generalmente, la desconfianza es la constante en casi todas nuestras relaciones. Refugiados en círculos cada vez más pequeños, reducidos a unos cuantos amigos, la pareja y la familia, notamos que ni aun allí estamos a salvo, o que quizás son ellos, las personas que más amamos, la fuente de nuestras mayores preocupaciones en este campo”. Triste, pero cierto.

Viendo la situación desde otro punto de vista, cuando algo va a suceder para bien o para dejarnos lecciones, sucede sin tanto aspaviento. En enero tuve una cita sin invitación formal con un amigo que estaba de paso. Me dio su número de celular para ponernos de acuerdo sobre la hora y el lugar del encuentro. Aconteció en los días del Festival de Música Clásica. Esperamos la hora del concierto al aire libre sentados en una banca en la Plaza de Bolívar, conversando y riéndonos. Al final, no hubo concierto pero disfrutamos de un buen rato. Pasada la media noche, calabaza, calabaza, todo el mundo para su casa. Sin duda, fue una buena experiencia.

Cierto o no, en mi concepto, todas estas particularidades, entre ellas la amistad, deben fluir naturalmente. Una tarde en Bogotá, mientras iba en una buseta por el Parque Nacional, sonó mi celular y me preguntaron: —¿Nos tomamos un café? —sin más ni más. Colette hizo contestar, carente de malicia y henchida de irreverencia, a la colegiala Gigi, para escándalo de su madre y abuela quienes consternadas le niegan categóricas el permiso por exponerse a quedar etiquetada, cuando su aspirante a benefactor precedido por su cuestionable reputación, Gastón Lachaille, la invita a comer a los Réservoirs: —¡Pero si es el tiíto Gastón, no creo que haga falta desencuadernarse tanto!

Ahora, si se es de aquellos que consideran que sí hace falta desencuadernarse, en adelante, al igual que cuando se va a firmar un contrato de telefonía celular, lea bien la letra menuda antes de cerrar el negocio, digo, de aceptar la invitación, aunque no quiera hacer un desaire a alguien, puede evitar oportunamente caer en la trampa de la costumbre generalizada de que le pidan cuota para las fiestas y del mal gusto de las lluvias de sobres cuando su contenido no está destinado a obras benéficas; prácticas causantes de llanto y crujir de dientes en más de un damnificado.

Estas colectas tienden a distorsionar el espíritu de camaradería, ocasionando vergüenzas al tasar erróneamente el hipotético valor de quien realiza el obsequio, poniendo en evidencia su facilidad o estrechez económica sobre el desinterés que debe primar entre amigos.

La solución eficaz a la que recurrió un ingenioso, fue regalar un solo billete de 1 dólar. Fue criticado, pero eso fue lo que dio.

Si quien nos invita nos cae en gracia, debemos recordar no tomar la invitación literalmente, puede que sólo lo estén haciendo por quedar bien; mas es correcto conservar la buena fe. Si se da, OK, si no, no ha pasado nada. Entre tanto, propongo dos alternativas para ayudar a materializar cafés imaginarios:

Cuando se vaya a enviar una encomienda para algún familiar o conocido que viva fuera, regale café empacado. Esto obviará la distancia que impide compartirlo en persona. La otra, visitar el nuevo local de Juan Valdez en la Plaza de los Estudiantes, haciéndose de oídos sordos a las protestas de los contradictores y disfrutar un granizado en la propia compañía, entreteniéndose observando la disertación profesor universitario rodeado de sus alumnos situados en la mesa contigua, o aguardando el próximo paso de la airada clienta que se queja de la falta de rapidez en el servicio, amenazando con escribir un informe poco lisonjero en el libro de visitantes. Vale la pena hacer espacio para detenerse y oler el café. A todas estas... ¡no tomo café, sino té, queridos! Tiempo para jolgorios y epifanías, habrá de sobra.

 

Referencia bibliográfica:

  • Sirtori Gual, Virginia. “Bajo el signo de Eros (psicoanálisis, ética y cultura)”. En: Trans-formación. Revista de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas. Universidad Tecnológica de Bolívar. Número Uno. Mayo de 2005. Cartagena. P. 84.