Sala de ensayo
ArchipiélagoLa voz y el archipiélago
Breves consideraciones sobre poesía y Latinoamérica

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El análisis científico de las condiciones sociales de la producción
y la recepción de la obra de arte, lejos de reducirla o destruirla,
intensifica la experiencia literaria.

Pierre Bourdieu

La historia de América Latina —su génesis, articulación y desarrollo, sus particularidades, fracturas y correspondencias— ha sido siempre la construcción de una imagen, la arqueología de una sensibilidad y la posibilidad de una mirada: somos el categórico testimonio de una contradicción.

En ese sentido, asumiendo la condición de las identidades y las ciudadanías como rasgos nómades y habitando un territorio en permanente obra negra, la poesía ha sido, como otras tantas narrativas reconfiguradas a partir de la modernidad, una tentativa por erigir una morada y concebir una historia que nos justifique, nomine y legitime ante los otros y aun ante nosotros mismos. La poesía —sostuvo Aristóteles— es más filosófica y esforzada empresa que la historia; pues la poesía trata sobre todo de lo universal, y la historia de lo particular.1 Nuestra historia política y social es, desde luego, la historia de nuestra poesía.

Desde dicha perspectiva, Latinoamérica, como sus poetas, se revela como un calidoscopio social y estético en el que conviven, se oponen y superponen distintas weltanschauungen: habitamos espacios multiculturales, diferidos y entreverados en los cuales las configuraciones de las identidades son un proceso de tensión y ruptura más que de cohesión y continuidad. Más que hablar de identidades, estéticas, políticas y sociales, será necesario, en mi opinión, hablar de identificaciones, es decir, de afinidades semánticas-estilísticas, de convivencias y conveniencias estético-políticas. Resulta perentorio historizar la poesía, ubicarla en su acontecer social para intentar aprehender su rostro, su rumbo y movimiento. Será necesario atender su producción, reproducción y consumo para aprender a mirarla y, con suerte, acaso definirla.

 

De la poesía latinoamericana como visión de mundo

Es ya viejo el debate al respecto de la posibilidad de “filosofía latinoamericana” o de la “filosofía en Latinoamérica”; una discusión ociosa —pero no del todo— que sin embargo ha merecido una atención sostenida y una sólida argumentación. No ha sucedido así con la circunstancia de la poesía, cuya existencia es un hecho palmario e indiscutible (fue Caetano Veloso quien sostuvo que “si tienes una idea increíble, es mejor hacer una canción. Está probado que sólo es posible filosofar en alemán”). Irónica contradicción: la poesía hecha en América Latina, al comportar una visión de mundo y ser —entre cosas— una reflexión sensible se revela, incluso pese a sí misma, como una ratificación de la capacidad filosófica de los habitantes de nuestro hemisferio. La poesía es la continuación de la especulación filosófica por otros medios: la pregunta por el ser de la poesía en Latinoamérica es la pregunta por el Ser de Latinoamérica.

Entre otros Néstor García Canclini ha conseguido fotografiar la relación entre las identidades latinoamericanas, sus productos culturales y el espacio simbólico en el que ocurren; esa región inarmónica e inasible en la que no sin resistencia se forja el cuerpo de la colectividad. (Construir Latinoamérica es pensar en Televisa y el Globo, Soda Estéreo y Los Tres, el Chapulín Colorado y Floricienta, Pablo Palacio y Emilio Adolfo Westphalen, Ricardo Arjona y Pablo Antonio Cuadra). Su texto “Políticas culturales: de las identidades nacionales al espacio latinoamericano”2 es una tentativa por asimilar la integración latinoamericana a través de las industrias culturales y concertar las discrepancias originadas por la influencia y convivencia de las diversas instancias locales en un escenario compartido. Encuentros como éste, El Vértigo de los Aires, son la prueba irrebatible de que el ciudadano del mundo es, en realidad, el poeta del pueblo.

Por otra parte resultaría un ingenuo disparate pensar que podría ofrecerse, siquiera como caricatura, una visión cohesionada del trabajo literario hecho en la zona contenida entre el Río Bravo y la Tierra del Fuego (¿cómo entendemos entonces a la literatura chicana?; ¿en qué espacio “nacional” ubicamos a la poesía hecha por Saint-John Perse, Derek Walcott o Aimé Césaire?; ¿cuál es la esencia latinoamericana de la poesía?; ¿son acaso sus lenguas, su territorio o sus historias sus sustratos identitarios? De nueva cuenta sólo podemos aventurar una aproximación a través de las identificaciones culturales (se me ocurre pensar, por ejemplo, en el paradigmático y complejísimo caso de Severo Sarduy y las implicaciones estéticas y políticas del neobarroco en la actualidad). La poesía latinoamericana, como la manufacturada en cualquier otro lugar del planeta, es perpetuamente otra cosa. Por tal motivo considero que para debatir y analizar la poesía hecha en Latinoamérica será prudente considerarla y asimilarla desde sus rasgos formales, económicos, políticos y culturales. En circunstancias convulsas como las que aquejan a nuestras naciones pensar en poéticas debería derivar, social y estéticamente, en la construcción de políticas.

Partiendo de dicha concepción el ejercicio de la literatura debería ser un tema fundamental en la construcción y desarrollo de los estados-nación, un debate de interés para la sociedad en general y un fundamento para la construcción de políticas públicas por la simple razón de que, incluso en sus expresiones menos logradas, mezquinas, vanguardistas, excelentes o reaccionarias, el tema de fondo —su esencia constituyente— es la libertad. No tendremos desarrollo sostenido ni tentativas de democracia verdadera sin un ejercicio crítico de la literatura, es decir, sin una actitud que analice el contexto en que se producen, reproducen y se consumen los bienes culturales y cómo es que éstos alcanzan determinados valores al interior de las distintas sociedades.

Con tal orientación sería posible, al menos como experimento, insertar a la sociedad civil en un debate que le pertenece y le compete en la misma medida que el origen de las instituciones políticas, las orientaciones económicas de los gobiernos o la construcción simbólica de las ciudadanías. El debate en torno a la poesía latinoamericana es exigible y obligatorio porque, pese a las condiciones de su acaecer e incluso pese a los mismos poetas, es una posibilidad para apropiarse, ensanchar y ejercer la libertad, es decir, implementar un ejercicio de crítica no circunscrito únicamente al gremio cuestionable y sobrevalorado de los poetas y los literatos; para lo cual habrá que comprender la “poesía latinoamericana” (lo que sea que entendamos bajo dicho concepto) como un recorrido a través de los litorales del continente; un reconocimiento de los bordes, uniones y fisuras que unen y dividen nuestras semejanzas y diferencias; una reflexión que comprenda que nuestro sino y nuestra imagen es el archipiélago: somos aquello que permanece unido precisamente por lo que lo separa.

 

Algunos aspectos sobre la circunstancia mexicana

En la república de las letras pasan las cosas como en
la república mexicana, donde cada uno no piensa más
que en su provecho y busca la consideración y el poder
personal, sin cuidarse para nada del conjunto de la nación,
que marcha a su ruina

Arthur Schopenhauer

En nuestros tiempos la sociología de la vida literaria nos ha demostrado que la creación de los productos culturales responde más a la necesidad que al artificio, a la coyuntura y no a la planeación. Las becas, los premios y demás estímulos a la creación han cambiado definitivamente las relaciones productivas entre el autor, la obra y su público. Nos encontramos inmersos en un escenario simbólico en el que no sólo se juega un valioso y vistoso capital cultural (prestigio, experiencia, etcétera) sino, concretamente, un nada despreciable capital económico y político; de allí que todo concurso literario —llámense becas, apoyos o premios literarios— responda a una demanda profusa y palpable.

Han sido los juegos florales y la universidad pública, por lo general, las principales tentativas (buenas o mediocres, democráticas o amañadas) para posicionar a un nivel intelectual y político a una emergente clase media por oposición a una burguesía ilustrada. Si en la segunda mitad del siglo XX no tenemos en México grupos literarios fortalecidos en la misma magnitud como, por decir algo, la “generación del medio siglo” es, entre otras causas, por una cuestión económica; dirimir sobre “el talento” o “el genio” conlleva agudas implicaciones epistemológicas y neuroetológicas que por el momento no me interesa discutir.

Desde luego el factor económico no es la única condición ni mucho menos la fundamental. En igual medida, o incluso mayor, la construcción del prestigio que otorgan ciertos premios y demás distinciones reviste la misma importancia para la edificación de una carrera artística. Así, en cuanto a letras se refiere, no será lo mismo ser becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes a nivel nacional que de algún instituto cultural de provincia; como tampoco lo será haber pasado por las instalaciones de la Fundación para las Letras Mexicanas o del (ahora extinto) Centro Mexicano de Escritores. La diferencia entre ser un egresado de la Sociedad General de Escritores de México (Sogem) y otro de la Facultad de Filosofía y Letras de la Unam más que una cuestión de capacidad literaria y orientación vocacional es un atributo social y político.

Al mismo tiempo la escritura de libros por pedido (léase ejes temáticos, número de páginas o criterios editoriales) revela que todo “genio” literario se encuentra a merced del azar y la necesidad. Hemos aprendido a construir, por subsistencia o notoriedad, poemarios, novelas, cuentos, ensayos y piezas teatrales en función de becas o concursos. Entre buena parte de los escritores mexicanos más que preguntar de qué se tratará un nuevo libro es frecuente escuchar preguntas orientadas en función de las distintas convocatorias literarias. Un análisis crítico de la poesía mexicana reciente —me refiero al trabajo poético realizado de unos treinta o treinta y cinco años a la fecha— conllevaría por fuerza un análisis crítico del Estado mexicano. En la actualidad ningún país de América Latina oferta tantos apoyos a la creación artística como el gobierno de la República Mexicana.

Debo aclarar, para evitar confusiones, que no pienso que dichas políticas culturales sean una característica en lo absoluto negativa. Por el contrario, considero que la intención de democratizar el mecenazgo es una vanguardia y un acierto en cuanto gestión cultural se refiere en el ámbito latinoamericano. Al respecto me gustaría mencionar al vuelo el caso protagonizado por Emmanuel Carballo hace algún tiempo, personaje siempre tan dado al comentario ocioso y al refriteo literario que acaso pueda ilustrar mi punto al respecto.

En alguna ocasión3 el crítico jalisciense apuntó con suficiencia que el sistema de becas de México no había redundado en la creación de un gran escritor. Al margen de que la provocadora afirmación, pese a su grandilocuencia temeraria, es perfectamente rebatible (en todo caso lo exigible sería la creación de una “gran obra” y no de un “gran personaje”), lo que Carballo ignora es que la industria de las becas artísticas en el área de literatura ha contribuido a la creación de una sociedad lectora altamente crítica que, para fortuna del sentido común y la desmitificación, puede desarticular afirmaciones como las suyas y recordarle que incluso la concepción “magistral” de una obra literaria es un hecho debatible y, por qué no decirlo, hasta impertinente y retrógrada. Lo interesante en la construcción de una literatura no es el carácter “genial” de sus autores sino la capacidad de la obra de seducir a los lectores, innovar o afirmar la técnica, romper o perpetuar esquemas, obligar a sentir y a pensar de distintas maneras, sugerir nuevas ideas o interpretaciones, fundar discursos o traer a debate algunos otros olvidados. A estas alturas resulta obligatorio desprenderse de la tardía herencia romántica (en sus aspectos más perniciosos) que circunda a los creadores y a su público creando mitosociologías que poco ayudan y mucho confunden.

Por otra parte es indiscutible que la burocratización de la vida literaria (“para ser poeta nacional deberás cumplir la cuota étnica de publicación de Tierra Adentro, coquetear con la Secretaría de Relaciones Exteriores y ganar el premio Aguascalientes”) ocasiona mafias y pandillaje literario que se traducen en inopinadas triquiñuelas, golpes bajos y penetrantes resentimientos, es decir, en franca y llana corrupción.4 La injerencia del Estado en la vida cultural ocasiona vicios y virtudes que estamos obligados debatir y solucionar, perfeccionar y suprimir.

En mi opinión sólo podremos erradicar la democracia de la pobreza y la pobreza de la democracia que asola a México y a los demás países de América Latina en la medida en que empecemos por lavar, con los ojos de los vecinos por garante, la ropa sucia fuera de casa.

Texto leído en el marco del Encuentro Latinoamericano de Poetas “El Vértigo de los Aires” celebrado en la Ciudad de México en octubre de 2007.

 

Notas

  1. Conviene recordar aquella frase anónima que ayuda a marcar la diferencia entre literatura e historia al sostener que en la primera todo es verdad salvo algunas fechas y algunos nombres, mientras que en la segunda todo es mentira salvo algunas fechas y algunos nombres.
  2. Contenido en el libro Las industrias culturales en la integración latinoamericana.
  3. Mateos-Vega, Mónica; “Las becas no han producido un solo gran escritor” en La Jornada, lunes 18 de septiembre de 2006.
  4. Fue José Carlos Mariátegui quien sostuvo que de la vanidad de los literatos cabe esperarlo todo.