Letras
Atrapado

Comparte este contenido con tus amigos

Cuando decidí regresar, ella ya había desaparecido de mi vista. En su lugar, una imagen despavorida me contemplaba; fatigada. Inflamados los párpados; rojos. Retrocedí, con asombro.

—¿Acaso no me reconoces? —escuché una voz, queda.

¡Esa voz!; me volví para mirarla. Tan afectada en mis médulas no podía emerger de aquella figura desquiciada, maloliente. No obstante:

—¿No ves, querido, ya mis atributos? —insistió; la insolente.

Volví a retroceder... hasta tropezar con indefinida frialdad. A mis espaldas. Ella siguió mis pasos, uno a uno. Restregué mis ojos, para alejarla. Con desesperación. La figura me emboscó.

Sin respiro, sin tiempo, sin espacio rodé por la negrura de sus ojos. Enfrente de mi faz. No hubo más remedio que descubrirlos, sin parpadear, en la sequedad. Temblé; el derredor bamboleó bajo mis pies. Esas pupilas, hondas, encrespadas, transformadas: una agonía ausente despertaba.

Era ella, lo advertí, sin evocarla. Era ella, hacia quien habría de retornar. Tras la locura. Me rebelé, entonces. ¡Esa deformidad de zarpas grises, de semblante surcado, de sangrante torso no podía ser mi amada!

—¿Te asustas? —exclamó furibunda ante mi intento de despertar—. ¡Sólo sabes escapar! ¿Y esta noche... te asustas? —e imponiendo rencor en su expresión—. ¡Las maravillas humanas revuelven las aguas fétidas de la infinitud! Cada cual, querido, responderá en este piélago de obscenidades, incluso vos, también, yo —remarcó con cierta ronquera lastimosa—. ¿Vos... asustado? —rió. Forzada.

—¿Quién sos? —me exalté—. ¿Sos quien persigue mis vigilias? ¿Sos quien pellizca mis manos en medio de las noches? —dije casi silabeando mis palabras—. Déjame, quiero despertar, ¿no me oyes?, ¡voy a despertar!

Ella rió. A carcajadas. Sonoramente.

—Soy, mi querido, tu obra de arte, la que pincelaste con día a día, trazo a trazo. Yo soy vos. ¿Te sorprendes? Yo soy vos; tu más perfecta prolongación, tu continuidad, y también, tu pasado, tu memoria, tu destino —calló repentinamente. Inhaló de la espesura negra del incienso nocturno. Me ordenó:—. ¡Da la vuelta!

Como niño, le obedecí. El espejo se alzaba implacable. Me distraje en el escrutinio de mis mejillas, pálidas; de mis ojos. Nada hallé en ellos. Sentí alivio, confieso.

—Me veo tal cual —le dije a la que esperaba, desenmascarándola, a través del reflejo del cristal—. No hay nada en mí —resolví.

—Así es, querido, nada hay... ninguna otra visión más que un yo, que desde el cercano amanecer, ya no lograrás atrapar —hizo una pausa, gacha la cabeza—. Ponte de lado y repite la mirada —exhortó fijándome los ojos, desafiante—. Y te verás. Desnudo, por última vez.

Un atisbo de curiosidad todavía quedaba en mí. Así lo hice, livianamente. Era un juego, una distracción. Convencido de que al final, vencedor, no vería más que un ojo, media nariz y un pómulo saliente.

—¿¡Qué es esto que se desprende de mis espaldas!? —grité espantado—. ¡Quítate! ¡Quítate de encima de mí! Te advertí que me dejaras —sacudiéndome con torpeza, alcé el tono de voz.

Ella volvió a reír. Lejana.

—No estoy sobre de tu cuerpo, querido.

La vislumbré en penumbras, a metros de distancia.

—No te he rozado con mi piel, ni me apoyo ya en tus hombros. Helados —irguiéndose hasta levitar—. Ése sos vos, parte del monstruo que escondes por las mañanas; yo soy sólo una parte de él. Inexorablemente —y sonriendo diabólicamente:—. Si te pulverizaras ahora mismo. Tus carnes y las mías, manchadas; yo seguiría tu sendero. El fango sepultado...

Ya no escuchaba. Me revolví. Debía despertar.

—¿Qué dices? —retomé el aliento—. ¡Mujer presa del demonio! —con arrogancia.

—Has vivido entre humanos, y apenas un humano sos —su ironía me enfurecía—. Te has arrogado la perfección y has olvidado el fuego sagrado. En la ambición terrenal, te has perdido. Las tinieblas del olvido has conquistado. Deja ya de soñar, no despertarás —concluyente, con gozo—. Te has condenado. Nadie lo ha hecho en tu lugar.

Corrí. Corrí alocadamente. Por callejas sin salidas, en círculo, a oscuras, al tanteo. Maldije el haber regresado, maldije mi manía de regresar. Corrí y cada tanto, la túnica infernal me dibujaba, a ciegas.

Ella ascendió; jadeante mi pecho; y me atrapó. Extrajo del combo de mis ojos, los tejidos tan besados. Los masticó. Con lentitud, saboreándolos, mientras explicaba:

—Ya no lo habrás de necesitar. Ya has visto lo que debías.

No volví a ver, obviamente... las montañas, las laderas, las gigantescas olas del mar. Los soles no se distinguieron nunca más de las noches, las páginas de mis libros se igualaron. Sobreviví quinientos solitarios años esclavo de la visión. Solo, vacío de mí.

De vez en cuando despierto, y ella, despiadadamente real, me sirve el desayuno.