Artículos y reportajes
Notas de una expedición a Chichén Itzá

Chichén Itzá. Foto: Danny Lehman

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Invisiblemente emocionado, alguna vez fui guía de turistas, con todo lo que ello implica. Un grupo de naturalistas angloparlantes, observadores de aves silvestres contrataron mis servicios. Y tomamos el camino a Chichén Itzá. Por micrófono narraba a manera de introducción mi predilecta charla de 60 minutos “Some people die too young” la cual me servía para enfocar aspectos de la naturaleza en general antes de entrar en las peripecias de la narrativa arqueológica. En esta plática me centraba en la tragedia de Robert MacArthur, un joven ecólogo norteamericano con una facilidad para el empleo de la elegancia matemática en la explicación de intrincados mensajes relacionados con la diversidad biológica en islas y que en su lecho de muerte se esforzaba por dibujar gráficas y escribir ecuaciones.

Al llegar a la pirámide, y mucho antes de ser nombrada oficialmente una de las siete nuevas maravillas de este planeta, escalamos los pasillos estrechos del Castillo (en Chichení-tza, como se le dice en inglés), los que conducen al cielo. Descendimos hacia las grutas que comunican con el inframundo en Balancanché. También disfrutamos del volar de las avecillas. Y nos hospedamos en el Club Mediterranée.

El segundo día volvimos a la búsqueda de pajarillos haciendo comentarios acerca de la queja de un turista porque había pulgas en su habitación. Otros argumentaban que era imposible, que el hotel era de primera clase. Sin llegar a un veredicto acerca de este punto, como parte del programa, asistimos a una comida en casa de una reconocida científica especialista en el mundo de los mayas.

Una elegante mansión en las afueras de Chichén Itzá fue el sitio de reunión. Cuando el momento lo dictó, todos alrededor de la mesa de madera, charlando animadamente, fuimos interrumpidos por el sonido de una pequeña campana que nos sorprendió. Se guardó silencio.

Pensé que era hora de un discurso y no tenía nada preparado, me puse nervioso. No. Era la científica haciendo sonar el instrumento. Inmediatamente entró la servidumbre a servir el alimento. Hombres y mujeres mayas ataviados en ropas blancas impecables, silenciosos y sonrientes. Poco a poco, campana tras campana, fue apareciendo un menú local consistente de relleno negro (un mole elaborado a base de ceniza), queso relleno, salbutes y otras delicadezas del mundo plano, calcáreo, mar hendido por la calva y extensa superficie de la península de Yucatán. ¿Quedarme o irme?

Las campanilla victoriana, el llamado al servicio, me sentía ofendido cada vez que ella tomaba con poderío el metálico mensaje que llamaba el siguiente tiempo en la comida. El sonido tenía sabor a bofetada por alguna razón que no entiendo. A amor propio lastimado. Me quedé.

Hace unos días, Chichén Itzá fue declarada como una de las nuevas siete maravillas de esta cultura humana que nos antecede y que nos empeñamos en sepultar. Alguien del más allá hizo sonar la campanita y presurosos acudimos a servir las viandas. Relamidos, ordenados y silenciosos hemos recibido el papel dorado digno de enmarcarse, para colgarlo de un clavo, de los muchos que adornan nuestras paredes. Hemos preparado nuestro discurso, con nerviosismo hablaremos de aquellos que mueren demasiado temprano, estaremos listos por si nos toca expresarnos. Nuestros visitantes se hospedarán en el Club Mediterranée, algunos constatarán si verdaderamente hay pulgas entre las sábanas o no.

En la noche, el gastado espectáculo de luces y sombras nos volverá a narrar la inverosímil historia de los guerreros mayas y de sus adentros. Anoto: dicen que llovió la tarde del siete de julio del dos mil siete. También cuentan que un premonitorio jeroglífico parecido a una campana, labrado desde hace veinte siglos y siete años, afloró en la tierra esa misma noche.

Visiblemente inerte, tomo la noticia y escribo. Me alegra tanto como cuando un pozo seco recibe el cántaro del sediento.

Mientras el canto de las avecillas lamenta la pobreza, el abandono y la discriminación hacia los mayas vivientes, desde la isla pétrea, desde el féretro de Chichén que esconde el cadáver de un jaguar de piedra asciende al infinito un mensaje que quizás no entendemos todavía. Mensaje cifrado que se encuentra más allá de la mercadotecnia efímera, o de los caprichos clasificatorios de los taxónomos de monumentos. Escucho la ceremonia, me ensordece la campana. Antes fui cobarde. Esta vez no me quedo.