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Dos reseñas

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“La última vez”, de Héctor BujandaLa última vez

Un jurado calificador de lujo conformado por Luis Barrera Linares, Juan Cruz Ruiz, Luis López Nieves, María Pilar Puig y Ana Teresa Torres, escritores (narradores y ensayistas) de impecable trayectoria literaria, otorgó el premio único de la segunda edición de la Bienal de Novela “Adriano González León” a la novela del escritor Héctor Bujanda (Caracas, 1968).

Una mínima confesión quizás un tanto imaginaria: al lector terco y persistente siempre le aguarda un libro maravillosamente editado, con los cuidados que ostentan las muy raras pequeñas joyas en papel. Esta primera reimpresión que emergió a la abigarrada superficie del mercado editorial venezolano en el mes de julio de este año, bajo los auspicios de la prestigiosa Editorial Norma, se incluye en una bellísima colección titulada “La Otra Orilla”.

La última vez es un magnético y trepidante río narrativo constituido por once capítulos o partes y unas modestas 150 páginas que —ahora que las leo con la inusual vehemencia de un lector ávido, insaciable y enfebrecido por los efectos de sus páginas—, el jurado distinguió enhorabuena.

Dos memorables epígrafes que a modo de paratextos hacen las veces de frontispicio a esta singular novela de Bujanda; uno del novelista y ensayista argentino Ricardo Piglia y otro del escritor S.W. Sebal que iluminan la bienvenida al lector que se dispone a recorrer este subyugante itinerario narrativo.

La novela se inicia con una ceremonia fúnebre: el entierro de Ricardo, un joven homosexual perteneciente a una modesta familia de clase media que, a raíz de los cataclismos insurreccionales que sacudieron la capital de Venezuela, comienza a acusar recibo de un irreversible proceso de descalabro y desmoronamiento que no se detendrá ni con artificios avanzados de sobrevivencia.

Pacientemente, como los maestros orfebres de la palabra, Héctor Bujanda va tejiendo, a modo de fino zurcido escritural, una historia salpimentada de enrevesadas intrigas y evanescentes tramas ficcionales que difícilmente pueden dejarse a un lado una vez posesionadas de nuestra atención lectora.

Sus personajes: José Ramón, abogado, ex administrador de la Lotería de Caracas, devenido redactor creativo y vendedor de publicidad para radio y prensa. Mamá, ex empleada del Instituto de Medicina Tropical de una universidad; Katty, estudiante universitaria en Barcelona, España, personaje enigmático y sin rostro dibujado por el autor que a la sazón sirve de cómplice epistolar a José Ángel, la voz que conduce el hilo narrativo de esta inquietante y sabrosa historia.

Por las páginas de esta novela desandan las ánimas en pena de personajes signados por la desdicha; suicidas como el tío Francisco, pequeño hacendado dueño de una hacienda en Guasdualito (Apure) quien, uncido a las yuntas tenebrosas de la muerte voluntaria, opta por quitarse la vida al descubrir que Elizabeth, su segunda esposa, veintitrés años menor que él, ardía entre las llamas fogosas del sexo con sus chicuelos sobrinos que iban a pasar sus vacaciones de agosto en la hacienda de Guasdualito.

La tía Mercedes, personaje depresivo crónico e irremediable, también escoge la solución rotunda del suicidio. Y Dolores, otro miembro de una especie de cofradía de la muerte, se descerraja un escopetazo volándose la tapa del cráneo. ¡Que muerte tan inelegante la de tía Mercedes! Dígame usted: tomarse una caja de calmantes con una botella de vodka y arrojarse de un octavo piso de un apartamento de El Paraíso.

Vuelvo sobre los personajes imaginados por nuestro novelista: seres desquiciados, aguijoneados por incurables melancolías, existencias laceradas por males indescriptibles transitan por las páginas de La última vez.

Un rasgo insobornable de verosimilitud, al tiempo que de literaturidad en esta novela lo constituye la familiar toponimia que, cual álbum íntimo, acompaña nuestro imaginario representacional urbemático. El barrio El Cementerio, Plaza Las Américas, Maripérez, El Junquito, El Guaire, Las Mayas, Roca Tarpeya, Santa Rosalía, San Martín, en fin; toda Caracas con sus inimaginables escondrijos barriobajeros sirve de telón de fondo de una compleja geografía mental por donde transitan esas vidas truncas que se le ocurren a la extraordinaria imaginación del escritor.

Con un lenguaje sencillo y fluido, sin ostentación vana de floripondios léxicos ni petulantes ditirambos expresivos; dueño de una semántica de la calle que, no obstante, no le hace concesiones a la vulgata del coloquialismo ramplón y pedestre de cierta narrativa populachera; Héctor Bujanda nos obsequia a sus lectores, que estimo serán legión, una propuesta narrativa que lo coloca en la ruta de la más impecable tradición literaria hispanoamericana de los últimos años.

Esta novela es un crudo testimonio de una nación que alguna vez se llamó Venezuela y que desde finales de los años ochenta de la pasada centuria viene desbarrancándose de abismo en abismo, de tragedia en tragedia y así sucesivamente; como lo dice literalmente el novelista en la página 31, “una cagada tras otra, pues”. Esta novela es fiel evidencia de que la narrativa venezolana goza hoy de espléndida y vigorosa salud y de una u otra forma es el reflejo especular del complejo y cambiante espíritu de una época nada encomiable por cierto.

 

Atanasio AlegreLectura de Atanasio Alegre en Falsas claridades

Gracias a las diligentes gestiones editoriales de Grupo Editorial Norma, la ávida comunidad de lectores de narrativa en Venezuela tiene el regocijo jubiloso de acceder a la grata lectura de un manojo de relatos cortos del magnífico escritor Atanasio Alegre. Esta vez el novelista y ensayista reafirma lo que el país literario sabe asaz bien: su acendrada condición de excelente cuentista viene ahora patentizada en un magistral libro; se trata de Falsas claridades (Norma; Caracas, Venezuela, agosto de 2007; 153 páginas).

Este admirable libro contentivo de 16 cuentos, cada uno de una extensión que no excede las diez páginas, nos devuelve el placer indescriptible de leer buena literatura en una nación donde el goce estético ha venido siendo sustituido gradualmente por odio enconado y una insaciable sed de venganza social y política entre dos cosmovisiones de país que a duras pena medio logran cohabitar sin dirigirse la palabra.

Atanasio Alegre nos confirma su maestría en el difícil ámbito de la cuentística al legarnos a sus fieles lectores historias llenas de imantadas tramas narrativas y dueñas de ágiles anécdotas cuyos personajes protagonizan fragmentos de existencias semejantes a esas postales, no muy distintas a las que protagonizamos grandes segmentos profesionales que integran cierta clase media de la sociedad venezolana. El escritor fragua estructuras caracterológicas y curiosos rasgos psicológicos en personajes que logran en el lector despertar guiños y ciertos dejos de complicidad.

A guisa de ejemplo; Anselmo, un personaje que viene al mundo con síndrome de Down, es la perfecta excusa para que el narrador nos cuente las tentaciones de Mercedes Castillejos, una estudiante de idiomas, una noche de copas en un bar newyorkino. Un ingeniero egresado de la Universidad Simón Bolívar, en el ínterin de unas engorrosas y burocráticas diligencias para tramitar la obtención de una licencia de conducir, conoce a Regina, hija de emigrantes españoles y entre ambos, por intermedio de un sueño que no dista mucho de disputarle su estatus real a la realidad empírica, el narrador dibuja con una prosa segura y firme la inviabilidad a corto y mediano plazo de un país subsumido en el desconcierto y el crónico escepticismo.

Los protagonistas de estos relatos extraídos del inquieto universo ficcional de Atanasio Alegre se desenvuelven en ambientes académicos e intelectuales; son músicos o escritores, profesionales liberales o comerciantes, poetas o miembros de peligrosas bandas terroristas internacionales, desconcertados mineros o enigmáticas mujeres que posan desnudas para revistas pornográficas, periodistas de ubicua condición y promiscuo estatus sexual; en fin, seres de carne y hueso que viven y padecen la existencia como usted o como yo. Particularmente me quedo con esos cuentos del narrador que me hablan de afrancesados modales y aristocráticos gestos del personaje perdidamente enamorado de “La mujer de los ojos color violeta” (págs. 39-50).

Este compendio de cuentos debe ser de lectura obligatoria para todo lector que se precie de tal, en estos tiempos aciagos que respiramos bajo la bóveda celeste caraqueña.