Entrevistas
Conversando con Jaime Gil de Biedma

Jaime Gil de Biedma

Comparte este contenido con tus amigos

Debí conocer a Jaime Gil de Biedma en los años posteriores a la publicación de Las personas del verbo y de la muerte de Franco, en alguno de esos lugares que frecuentaba al venir a Madrid y donde yo iba en compañía de Ángel González, quizás Pinic o Jimmy, que estaban en Ballesta, cerca del edificio de los teléfonos, y sin duda en Oliver, un lugar que aún existe. Recuerdo vivamente al poeta en plan de niño terrible, haciéndose notar siempre, borracho de Jack Daniels a más no poder, entonando canciones latinoamericanas y en una permanente e interrumpida conversación literaria sobre actualidades y odios con el poeta de Oviedo. Yo había tenido noticias de su existencia como poeta, pues sus libros no se conseguían en esa España de los primeros setentas, merced a una conversación de domingo con un agitador que visitaba un mercadillo público que los vecinos instalaban en la Plaza de los Mostenses, cerca del cine Azul, donde el joven andaluz apodado Isidoro, un mediodía del verano de 1971, luego de preguntarme qué hacía yo en Madrid y como le dijese que era poeta, me preguntó si conocía un poema que decía: Uno vive entre gentes pomposas. Hay quien habla / del arquitrabe y sus problemas / lo mismo que si fuera primo suyo / —muy cercano, además. // Pues bien, parece ser que el arquitrabe / está en peligro grave. Nadie sabe / muy bien por qué es así, pero lo dicen. / Hay quien viene diciéndolo desde hace veinte años... Y como no le conocía me escribió el nombre del poeta.

Desde entonces tuve deseos de conocer al autor no de ese poema sino de los otros que ya para entonces le iban creando, entre gentes de mi edad, peninsulares o no, un enorme prestigio, pues sentíamos que con su voz y su manera de ver el mundo, la vida cotidiana y los actos morales, nuestra poesía, la escrita en español, había alcanzado un nuevo predicamento.

Fue Manuel Ríos Ruiz, el secretario de redacción de La Estafeta Literaria, quien me puso en contacto con Ángel González, con Caballero Bonald y Umbral, a quienes entrevisté en esos años, en compañía de un poeta chileno, Galvarino Plaza. Pero fue en los años ochentas cuando pude entablar una cierta relación de amistad con Gil de Biedma, a quien vi un par de ocasiones, durante algunos de sus viajes a New York.

Esta entrevista, quizás una de las más divertidas y sinceras que concediera Gil de Biedma, fue grabada en Marymount Manhattan College y publicada en un diario de Barranquilla, La Libertad, que hoy no existe y cuya circulación entonces era mínima, por no decir, inexistente. Nunca ha sido recogida en libro y es la primera vez que se publica en una revista.

 

—Usted desciende de notables familias catalanas y castellanas...

—Bueno, me parece un poco aburrido hablar de eso. Pero si a los colombianos interesara, diré que sí, que desciendo de una familia de esas llamadas de toda la vida, gente decente, donde vivir y hablar era parte de una trama para hacer de ambas una expresión de la cultura. Yo tengo un bisabuelo, que como muchos de sus paisanos franceses que iban a otras partes y no sabían hacer nada, hacía trenes; tengo un bisabuelo andaluz, pero nací en Barcelona. Lo cierto es que más que a mis padres, los recuerdos de mi niñez se remontan a mi nana, que se llamaba Modesta Madridano. A nosotros nos criaron las domésticas, que llaman ustedes en América. Mi padre Luis Gil de Biedma y Becerril era un empresario que trabajaba con grandes consorcios de la época. Le gustaba la equitación, la velocidad, tenía motos y fabulosos automóviles de moda. Se había recibido de abogado en Madrid, tocaba al piano y cantaba piezas de jazz. Estuvo un tiempo durante la guerra colonial en Marruecos pero luego regresó a Madrid y abrió una casa en Segovia, en La Nava de la Asunción, donde yo pasé unos años durante la guerra civil...

—Y su madre...

—Mi madre era de Valladolid, y estudió en Inglaterra. María Luisa Alba volvió a España tras el fin de la guerra del catorce, era una mujer progresista, y más que española era inglesa. No creo que eso tenga mucho interés a la hora de hablar de literatura... Pero quizás le guste enterarse de que mi abuelo Santiago Alba y Bonifaz fue periodista, diputado en Cortes y gobernador de Madrid, además de ministro de Marina, de Hacienda, Gobernación, etc. Primo de Rivera lo obligó al exilio, luego regresó cuando la república y Niceto Alcalá Zamora le confió la formación de un nuevo gobierno, con el asesinato de Calvo Sotelo abandonó otra vez el país...

—Me dice que la guerra civil la pasó en un pueblo cerca de Segovia...

—Sí, La Nava de la Asunción, un pueblo que remonta su historia al segundo milenio antes de Cristo, un pueblo de castellanos, creado por Carlos III en honor de la virgen, donde todavía hay una línea de ferrocarril que regalaron prácticamente los vecinos, tanto el terreno, como las traviesas para los puentes, los postes del telégrafo, los pasos a nivel... Allí supimos del inicio de la guerra, en Alto de los Leones, donde se dieron las primeras batallas del centro de España. Durante días la gente mayor escuchaba la radio, esperando las peores noticias, o quizás las mejores, y a los chicos nos hacían ir a otros lugares, como los parques o las plazas. Fue una época relativamente feliz, a los niños no parece importarles las guerras, o hacen de la guerra un divertimiento, un juego que los mayores no entienden en medio del terror de la vida diaria. Mi hermana, por ejemplo, jugaba al hospital de los heridos con nuestra prima y mi hermano Luis. En cambio nuestros padres y parientes, éramos siete los hijos, cinco los primos, las institutrices, tía Isabel y las criadas, oraban el rosario o entonaban una salmodia de ruegos al Sagrado Corazón o a la Virgen María para salvar a España.

Durante la guerra no hice otra cosa que leer y disfrutar de los paisajes. La guerra me permitió aprender a leer, aprender a releer, a pensar sobre lo leído y a recitar de memoria largos poemas, como ya casi no hacían muchos de los intelectuales de ese tiempo. Las misses que nos educaban nos llevaban de continuos paseos, así aprendí a amar la naturaleza, a saber de la belleza de los árboles y las aves. Pero también recuerdo los cientos de balas que recogíamos en los caminos o los cadáveres de los muertos en los combates o en los cementerios.

—Sin embargo, a la hora de estudiar, hizo derecho...

—Sí, los hijos de la clase vencedora hacían derecho; filología y filosofía eran asunto de señoras o de monjas, derecho permitía saber de unas cosas como de otras, o ir de unas a otras de manera cómoda. Además las gentes de mi clase estudiaban derecho, en mi familia hubo siempre una tradición de abogados, de políticos, de empresarios. No creo que mi padre hubiese visto con buenos ojos el que yo estudiase filosofía y letras, pero aquello también fue un fracaso. Yo venía de un colegio afrancesado, libertario por decir lo menos, y me encontré con una universidad confesional, de meros trámites para titulares, controlada por fascistas. De no haber hecho amistad con Alberto Oliart o Carlos Barral o José Agustín Goytisolo quizás otra habría sido mi historia en esa universidad...

—Fue entonces, en esos años, cuando se hizo poeta...

—Yo decidí hacerme poeta desde muy joven, cuando tenía diecinueve años, pero mis poemas se publicaron diez años después; no sé por qué, pero esa fue mi decisión y un día de esos, luego de haber leído y bebido toda la poesía del mundo, escribí mi primer poema. Primero me eduqué en la poesía del Siglo de Oro, en el simbolismo francés, me leí todo Baudelaire y toda la poesía española del 27. Hacer poesía fue para mí una manera de construirme un muro contra el mundo exterior, una suerte de andamio contra mis propias debilidades interiores. Luego, cuando a partir de los años cincuenta me interesé por la poesía social, fundé mi propia voz, una voz que luego no he querido dilapidar, repitiéndome. Usted sabe que yo he escrito poco, pero lo cierto es que en algún momento, tras prolongadas imitaciones de voces y formas, alcancé no el poema sino la poesía, una voz, un tono que me hacía idéntico a la imagen que había querido crear de mí ante los otros. Pude saber cuáles eran mis sentimientos, y qué deseaba hacer en mi vida. Eso sucedió cuando viví mis primeros treinta años, cuando escribí Moralidades. En esos años yo guardaba como un secreto, en mi cuerpo, esos poemas, y me negaba a ponerlos por escrito, iba con ellos como un tesoro oculto de un pirata, como unas joyas que nunca iría a mostrar a otros, como aquel vendedor de orfebrerías que hay en un poema de Kavafis, que mira cada tarde antes de cerrar la tienda y no muestra a sus clientes, algo así como cuando se hace el amor y se retarda el orgasmo...

—¿Por qué esos poemas llevan ese título de Moralidades?, ¿no es una contradicción con su tiempo y su manera de ser y pensar?

—Las moralidades, que gozaron de gran popularidad en la edad media, son dramas que se representaban en los atrios de las iglesias y catedrales y respondían al propósito de la Iglesia de ilustrar la actitud cristiana ante la muerte. El motivo central era la confrontación entre el Bien y el Mal en el alma de los hombres, aunque la obra siempre concluye con la redención de sus protagonistas. Los personajes de las moralidades no son santos o personajes bíblicos, sino alegorías. Mis poemas de ese libro continúan en la tónica de Compañeros de viaje, son moralejas sobre la hipocresía y la opresión, la amistad y las conversaciones de esos años de torvo franquismo...

—Hay quienes dicen que siendo usted catalán su patria es el español y su alma es inglesa, aparte de tenerlo como un aristócrata de izquierdas...

—Esas deben ser deducciones suyas propias, Alvarado. No he oído que nadie en España diga algo así.

Para fomentar sus impertinencias voy a decirle que los Gil descienden de Alonso Gil, un caballero del rey Ramiro del reino de León. Gil quiere decir El Elegido o El Defendido, pero también hubo Gil en los reinos de Valencia, o en Andalucía. Mi abuelo Gil y Becerril casó con una Biedma y Oñate y a él se le ocurrió solicitar licencia para que sus vástagos usaran los dos apellidos fungidos en uno y desde entonces nos llamamos Gil de Biedma.

Mi lengua materna es el castellano, y en él he escrito todo. Pero mis apellidos tampoco son catalanes, en mi familia no se hablaba catalán y como le he dicho la guerra la pasé en Castilla, y luego de la guerra, al volver a Cataluña, el catalán estuvo prohibido por años. Cuando hablo el poco catalán que conozco me avergüenzo de mi acento. Además yo aprendí inglés y francés antes de hablar catalán. En Inglaterra viví algunos meses durante los primeros años cincuentas, en una vieja casona de Eaton Place, y como bien puede darse cuenta en su ignorancia yo visto y bebo como un inglés. Estuve en Oxford haciendo unos cursos de económicas, pero en verdad lo que descubrí en Inglaterra fue a Auden primero y luego a Eliot y a William Epson y Mathiew Arnold. Cuando fui a Inglaterra yo estaba intoxicado por la poesía de Aleixandre y la de Guillén. En inglés leí entonces a Spender y aun cuando había leído ya a Eliot en las versiones de Gaos, fue en Londres cuando pude darme cuenta de la magnitud de su obra, de la grandeza de su musicalidad, de su prosodia.

—Ángel González me dijo que usted era de izquierdas pero ya no ejercía...

—¿Cómo? ¿Usted cree que con esta cabeza de romano, calvo, y con estos ojos azules, soy una suerte de terrorista oculto, o qué? Pero sí habré sido, digamos, marxista. De militancia nada, nunca he militado con nada ni con nadie. Yo no creo en esa tesis de que los intelectuales deben meterse a políticos, una cosa son los políticos y otra los intelectuales. Por eso un intelectual trajeado de político es un elemento peligroso, casi siempre terminan siendo tiránicos, sectarios, fanáticos del centralismo democrático y la tesis del partido único. Yo habré sido en cierto momento marxista, me atraía mucho el análisis marxista de la historia, ese arte de anunciar el pasado que decía Valera a partir de la consideración de Marx sobre aquello de que la anatomía del mono sólo era compresible a través de la anatomía del hombre. Pero el marxismo es una doctrina difunta, como la novela, un asunto del ayer, de nuestro ayer. Queda sin embargo la ideología, las ideas que gestó, esa manera de sustentar la rebeldía del hombre contra los opresores, eso que uno entiende bien en países como el suyo, del Tercer Mundo, como Filipinas o Cuba. Incluso creo que mis lecturas y aficiones marxistas han quedado en algunos de mis poemas de esos años, pero sí, creo que sigo siendo de izquierdas, y a veces, incluso en las noches, ejerzo, ejerzo...

—Ese poema “El arquitrabe”...

—Ese poema lo hice para divertirme, para burlarme digamos de Franco, nada más hay allí, y lo entendieron muy pocos, o nadie... Además el paso del tiempo lo ha ido desdibujando, ahora no debe entenderlo nadie, en aquellos años, era divertido recordarle...

—Pasemos entonces a un tema que le seduce: la poesía...

—No creo que podamos definir la poesía, diría mejor que poesía es esa sensación de bienestar, de placer, de gozo que siente alguien cuando se lee, en voz alta, un poema. La poesía no es precisamente lo que sucede cuando se escribe el poema, poesía es el acto de ejecutar el poema. Un poema se hace para ser leído. El poema es poema mientras se lee porque es tiempo y tempo...

—Y ese hecho indefinible, ¿qué produce en el ejecutante y en el oyente, acaso el mismo efecto de la música, de la melodía?

—Pareciera que a partir del siglo XVII, la rotura de lo meramente narrativo que imperaba en el poema épico o el teatral, hubiese creado una separación entre el signo y sus valores, afectando nuestras sensibilidades de manera tal que ahora el poema nos conduce a una certeza de la fragilidad existente en la propuesta de realidad que hacen el comercio y las ideologías. La poesía, el acto de ejecutar el poema, quiebra la verdad de las asociaciones que nos vende el mundo contemporáneo. La poesía ofrece imágenes del mundo, ni contradictorias ni unívocas, que son la otra realidad, ni verdadera ni falsa, pero otras realidades. Unos saberes y conciencias de que la llamada realidad es apenas una creación del sujeto, de nosotros que deseamos el mundo... La poesía entonces es uno de los instrumentos más eficientes para abolir aduanas, para derruir lugares de observación y vigilancia, para derribar las costumbres y las modas y nos hace entrar en una verdadera comunión entre las palabras y los hechos, las palabras y lo que ellas nombran...

—Pero si la realidad es una falacia cómo es que usted es un poeta de la experiencia, de la memoria de una realidad no conocida, ficticia...

—Tampoco debe olvidar que nada hay más artificial que la escritura. Escribimos porque somos entrenados en ese artilugio que pretende asir la realidad, como recuerdos o como actos del presente. Pero para poder transmitirlos y hacerlos poesía hay que crearlos, extraerlos de la manga del mago, del demiurgo, del poeta. Cuando hablamos de poesía de la experiencia no hablamos de contar lo que le ha pasado a uno, de una suerte de cotilleo de la vida nocturna de ayer, de las posturas amorosas del año pasado, poesía de la experiencia es escribir un poema donde la voz que se escucha cuando se ejecuta el poema sufre la vida, padece la existencia, hace sentir el recuerdo del placer o el dolor de las separaciones... Algo así como decía ese poeta inferior llamado Auden, la poesía de la experiencia es un anteproyecto verbal de la vida pasada o por vivir...

—Ahora hay en España muchos jóvenes poetas que le admiran, pero hay muchos más que le imitan...

—Es lamentable, eso no existía en mi juventud. Nosotros no aspirábamos al éxito social con la poesía, era otra cosa. El mundo editorial ha cambiado la condición de los poetas, hoy es posible ganar fama y fortuna y seguir siendo muy mal poeta, hay cientos de premios, de concursos, de verdaderas canonjías, que terminan por fomentar gildas poéticas, camarillas mafiosas... Y ciertamente es una vergüenza que haya tanto admirador suelto por allí. Al principio me halagaba oír que me citaban por la radio o alguien se acordaba de un poema o una línea mía, pero una cosa es la gente o el lector común y otra el gremio de los poetas y los escritores profesionales, aduladores de oficio...

—Mil gracias, querido y admirado poeta...

—De nada, don Haroldo, de nada...

Publicado en La Libertad, Barranquilla, 22 de mayo de 1984.

 

Jaime Gil de Biedma nació en Barcelona en 1929 en el seno de una familia de la alta burguesía. Estudió derecho en Barcelona y Salamanca, por cuya universidad se licenció. Su estancia en Oxford, en 1953, le puso en contacto con la poesía anglosajona del momento que influiría en su obra, aunque también es deudor de Luis Cernuda o César Vallejo. Desde 1955 trabajó en una empresa ligada a su familia. Su obra poética no es muy extensa pero ha sido considerada como una de las más interesantes de su generación, la de los poetas sociales de los años cincuenta. No se limitó a utilizar la poesía para expresar una rebeldía política sino que profundizó en el uso de la palabra como material estético y en la consideración del poema como experiencia. Su primer libro, Según sentencia del tiempo, apareció en 1953; después publicó, entre otros, Compañeros de viaje (1959), Moralidades (1966) y Poemas póstumos (1968). Escribió agudos ensayos literarios y, después de su muerte, se editó un diario suyo, Retrato del artista en 1956 (1991). Murió en 1990 en su Barcelona natal.