Letras
Pleamar

Comparte este contenido con tus amigos

Se oficia de ocultista cuando se tienen las manos preparadas para sopesar hastíos. Con esta frase, el sillón quiere abarcar todo el espacio posible. La lógica inherente a Edgar Allan Poe se desprende del tocadiscos. Los lenguajes son infames para los labios que sólo conocen la dicción del ocultismo. Encerrado en sus temores, cada titubeo naufraga hasta alcanzar, con sus alas, el último pico de las olas. Hay un mar que nos espera sumergido en su furia, en su narcisismo adormilado. Para algunos, la Isla, los manuscritos hallados en botellas, la realidad del agua por todas partes, es una maldición. Pero, en últimas, todos somos náufragos de barcas adheridas a una roca inexistente. Somos hijos de la costa, aunque la lejanía prometa abismos jamás soñados. Ninguno de nosotros se salva del ritmo. Viene Virgilio Piñera y sus doce clavos astillados por la elegía equidistante. Vienen los orígenes de esta sed y de unos brazos que desean el fluir inútil del tiempo. La niña-pleamar se viste de espectro para hacernos soñar con una isla un poco menos gato negro. A mí y a ese que mataré para poder vivir tras mi muerte. Tras esa humilde claridad del vibráfono, del calamar expulsado por los centuriones ebrios, una vida un poco más vida va abriendo sus surcos como si se tratara del arte de los navajazos. Hay heridas sucias de aire en la mente que se defiende con Pozos y Péndulos, toneles de amontillado, máscaras y entierros prematuros. Y la Niña-Pleamar es presencia, tan oportuna cuando el ocultismo y su gracia rota van subiéndose al pecho en esa maldita circunstancia que son los agujeros en el alma. El espectro va rozando con su voz de misterio tanta paz discrepada. La línea del tiempo se va rompiendo y un ritmo mueve los miembros como si se tratara del porvenir. Hay quien piensa que todo esto es una amenaza. No servirán las viejas formas circulares de defensa. Es una amenaza que busca corroer la nada. No puedo expulsar la fuerza instantánea de la resistencia, como podría aconsejar Lezama Lima; es precisamente, una resistencia vestida de mujer la que me convoca. Es la destrucción de mi reposo la que me despierta de un sueño de botellas arrojadas a un mar que se ahoga para salvarse de sí mismo. “La resistencia tiene que destruir siempre al acto y a la potencia que reclaman la antítesis de la dimensión correspondiente”, susurra sordamente el regordete Lezama. ¿A quién puedo reclamarle, José, si tú estás muerto, si derrocho tu memoria esta noche en la que el cuerpo de una mujer recorre mis cenizas, invade lo más ínfimo de mi otredad? No es una dimensión lo que traza la línea frágil de la espalda de esa niña-pleamar que me consume las horas, como queriéndome salvar del tiempo. Se trata de los retratos ovales de la ruptura, de la resistencia atacando mi furia pascaliana, mi miedo estepario. Acaso la niña-pleamar me salvará de las desahuciadas... No lo sé, el ocultismo es arte de hastíos, y he sido interrumpido en mi ceremonia de navajazos que buscan negar la maldita circunstancia del pasado. Lo ridículo de mi paradoja consiste en resistirme a la resistencia. Escapo de mi piel para arrojarme al dolor de manos que engendra la presencia de la niña-pleamar. Ella y su éxtasis agotado por furias desatadas, por un narciso atroz que golpea la sangre. No me basto para salvarme de la amenaza. Mis espejos han amanecido perforados. Un disparo lácteo estropea de golpe la urna donde el ocultismo me hastía de no tener hastíos. Y me reflejo en secuencias repetidas, cacofónico como una lluvia de pájaros, como un eco que muere en la tempestad del ritmo. La niña-pleamar propone desangrarnos, como si fuéramos mares, cuya vena mayor busca Virgilio Piñera en su salto tras las visiones del sueño. Este destino de camisas rotas por los besos de la niña-pleamar es impostergable. Me salvo de salvarme. Me consumo en la satisfacción feroz de aquél que es enterrado vivo. Y ni siquiera el buen Edgar Allan Poe puede salvarme de este fantasma gárrulo y fraterno que me compara con el hierro para fragmentarme. No cabe duda, mis defensas han sido derrochadas. Ni Lezama, ni Piñera, ni la Isla en Peso pueden salvarme. Mis manos se van atando a una extraña libertad que no asfixia. Son los ojos de la niña-Pleamar los que van señalando gracias impostergables. Al diablo con el ocultismo. Los hastíos quedaron derramados en la Isla. Arrojados al mar en una botella que no podrá abrirse. Estoy esperando que la niña vuelva de su sueño y continúe su obra que ahoga la nada. Me duelen los dedos cuando su ausencia arremete contra mis rumores enemigos. Nace una nueva medida de mi dimensión en su cintura lograda a fuerza de relámpagos. Una nueva resistencia va siendo convocada por su boca cifrada en aguaceros. No me queda otro camino que besarla, que trazar líneas inútiles en la seda que se escapa de su vientre como quien oficia de náufrago en el sillón estropeado por mordiscos y caricias llameantes. Voy derrochando su sal con mis aguas agitadas mientras me aísla de mí mismo encerrándose en la absolución de su sueño. Espero el despertar que iluminará esta condición de fugado del tiempo, de sombra que devoró las cifras, que se jacta de no fatigarse después de la resurrección.

(A Lorena, la Niña-Pleamar)