Letras
Sobre el olfato

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La habitación olía a cuatro cosas: a sudor de hombre con veinticinco kilos de más sobre su osamenta, a vino, a humedad y al polvo depositado en los entresijos de una moqueta que no había sido reemplazada por una nueva en diez años. ¿A qué más olía? Había un sutil perfume de lavanda que exudaba la postal que su hija le había dedicado por su último cumpleaños. Y el olor a plástico del nuevo televisor. Miró en derredor. Las mejores cosas de esta vida, y las peores, le habían sucedido a consecuencia de su extraordinario sentido del olfato. Aunque la vida, de un tiempo a esta parte, había llegado a olerle intolerablemente: del olor reconfortante a carbón y papel quemado de la cocina de sus padres a esto, un apartamento de una habitación en uno de los barrios más pestilentes de la ciudad.

¿Qué había aducido su esposa ante el tribunal para arrebatarle la custodia de su hija? Que la olía cada noche como un perro antes de dormirse, especialmente ahí; que le había repetido incontables veces que jamás olvidaría el olor de su vagina mientras viviese. Su esposa había expresado al tribunal su temor a que aquel hombre con quien había vivido durante catorce años tratase de oler de aquella manera a su hija, que se estaba convirtiendo ya en una mujercita. El tribunal, reunido en una sala que olía a madera antigua, a madera venerable, había fallado a favor de su ex mujer una sentencia intolerablemente vergonzante. A consecuencia de tal fallo, hacía cinco meses que él no veía a su única hija.

Se imaginaba, sí, su olor, a todas horas. El olor que la envolviese cuando era un bebé, ese olor indescriptible de los recién nacidos, olor a promesa, olor que compelía a uno, según había expresado alguien por escrito en algún best-seller alemán, a amarlos con locura, sin razón, sin motivo.

Guardaba él todavía en el armarito del cuarto de baño, junto a un frasco de colonia Joya, el preferido de su difunta madre, un frasquito de gelatina de fresa, el postre favorito de su hija. Era aquello mejor que nada, mejor que imaginarse cada noche el olor particular de ambas.

Sí, le gustaba el oler el sexo de su esposa. ¿Qué había de malo en ello, si era así como él se situaba en el mundo? El olfato era su brújula.

El olor de una barbacoa le hablaba de veranos; el olor a acondicionador de la ropa le hablaba de limpieza. El mal aliento de los extraños que le dirigían la palabra en el tren o el autobús para indagar si iban en el sentido correcto solía recordarle a su profesor más odiado, al igual que el olor a mandarina le recordaba a su única hermana, porque era su fruta favorita. La canela le olía a amor; el jengibre, a desconfianza. La lejía le traía a la memoria sus días de soldado y el betún de abrillantar zapatos, su empleo como representante de una casa de perfumes.

Tenía cuarenta y dos años, había vivido probablemente más de la mitad de su vida, se preguntó cuántos olores le quedaban aún por descubrir. Sobre todo, cuántos olores asociados a memorias felices, no, por ejemplo, el hedor a madera bienpensante de la sala en la que se había dictado la ridícula sentencia que le prohibía volver a tomar contacto con su única hija.

¿Cuántos olores asociados a memorias felices podía él contar con los dedos de la mano? ¿Con los dedos de ambas manos?

Se levantó del sofá a por una libretita de anillas que guardaba en su chaqueta de comercial y que utilizaba como agenda: abrió al azar una página en blanco y comenzó a anotar esto:

“Olor número uno: mi madre untándose dos gotas de Joya a ambos lados del cuello antes de llevarme al colegio por primera vez. Llevaba un bonito vestido blanco con estampado de cerezas. Y olía también a embarazo, a otro hijo creciendo en su interior”.

Podía recordar en detalle otros seis olores felices, y los anotó todos en la libretita, cuidando de describir cada olor con precisión. Qué haría con aquellas anotaciones, nunca lo pensó claramente. Hubo un tiempo en que trató de educar a su hija en el arte del olfato, pero su esposa se lo prohibió terminantemente.

¿A qué olían las familias rotas? A pescado podrido, a tubo de escape de autobús, a tuberías atascadas. ¿A qué olía un hombre de cuarenta y dos años con una vida familiar destrozada? A sudor, a vino tinto, a humedad, a polvo acumulado. Pero también, forzosamente, a esperanza o, de lo contrario, ninguno de aquellos olores felices habría servido de nada.

El octavo olor escrito en su libretita leía esto:

“Los geranios rosas y rojos que alguien dejó olvidados en una maceta en la terraza de este apartamento. Es verano y el aire huele a fritanga de pescado y a geranio. Huele, ineludiblemente, a futuro”.