Sala de ensayo
“El crítico”, de Gabriel von MaxEnsayos sobre el relativismo de la crítica

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El relativismo en la crítica literaria

La literatura que se perpetúa con el paso del tiempo se reconoce en los atributos del mensaje publicitario: responde a una necesidad concreta ante el desgaste de una corriente de acción, o bien se apresura a crear una nueva necesidad y a responderla al mismo tiempo (acción doblemente audaz). Ambas circunstancias, en los estudios de crítica literaria, reciben el término de apertura del horizonte de expectativas. Esto es, la literatura que innova generalmente basa su éxito en actualizar la imagen del receptor o en dirigirse a un lector no habitual; a un lector que no responde al perfil por lo común aceptado, lo cual es en evidencia un riesgo cuyo éxito o fracaso depende del grado de hartazgo que flote en la atmósfera literaria.

De esta manera, si redujésemos todos los libros a las tragedias de Shakespeare, el número total de lectores a lo largo del planeta se reduciría a un solemne grupúsculo. Pero si introducimos a Henry Miller la diversidad aumenta. Lo mismo si añadimos a Corín Tellado y después a Santa Teresa y luego a Joyce y a Fernández Mallo: la literatura extiende su campo de acción porque se reconoce con individuos diferentes. Esta idea es axiomática y exige que la crítica literaria necesariamente pase por el relativismo de valores.

 

La defunción de la novela

Como muchos otros lectores, la manera en la que yo comprendo la literatura tiene que ver con una conversación con el texto; un diálogo que de algún modo persigue retroalimentar mis cogniciones. Es decir, que si la perspectiva de mi entorno es gris y dramática me negaré rotundamente a la lectura de Whitman. Al igual que si la realidad me decepciona por su intranscendencia, con poca duda recurriré a la evasión que me ofrecen las tragedias de Shakespeare. En cualquier caso, mi propuesta siempre es la de una lectura pragmática. Eficiente. La lectura de un profesional. Una lectura efectuada tras la conclusión del canon personal. A este respecto, pienso en la confesión de Steiner en una entrevista en la que admitió que no pasaba una semana sin releer a Dante, Proust o Hölderlin. Dicho comportamiento es típico de quien no espera ya encontrar grandes sorpresas en cuanto a la expansión de su conocimiento se refiere; típico de alguien intelectualmente concluso, porque es evidente que el conocimiento se anquilosa y queda atrapado en los límites de la vanguardia cuando es incapaz de superar un enigma o proponer nuevas problemáticas. Así pues, si la madurez del lector acaba desembocando en la literatura fragmentaria, ¿para qué leer la integridad de una novela de 1.500 páginas si lo que le satisface al lector es un único párrafo de la misma en la que texto e individuo convergen en una misma idea?, ¿para qué crear novelas?, ¿por qué no desarrollar directamente fragmentos que se identifiquen con arquetipos de lectores; con distintos estadios emocionales e intelectuales?

 

Crítica literaria, ¿pero para quién?

La más extendida de las acepciones que definen al crítico literario es la de “lector profesional” (o “espectador profesional”, extendiendo el término a toda la crítica de arte). En este sentido, parece haberse asumido ya que la subjetividad sea un rasgo inevitable al comentario de una obra en la medida en que, por lo común, la construcción de la crítica suele tener por método la resonancia del texto y la puesta en relación del mismo con la estructura cognitiva del sujeto crítico. Ahora bien, una idea sobre la que se hace necesario incidir es que dicha estructura cognitiva —dentro de la cual sobresale, evidentemente, el “bagaje de lecturas”— se construye siempre de manera azarosa, independientemente de su profundidad y experimentación; es decir que a lo largo del proceso de formación del crítico, del “lector profesional”, la manera en la que tiene lugar el impacto de las obras depende de las circunstancias personales y sociales que envuelvan al lector, o de la sincronía emocional e intelectual que se establezca entre lector y texto. Es por esto que el crítico se ha acostumbrado a no respetar los distintos estadios del lector (sería conveniente hablar de actitudes más que de estadios, pues no debería haber ningún summum de lector, por mucho que se empeñen los investigadores del canon): escribe como si su bagaje y disposición ante la obra fueran los únicos aceptados, y escribe también para aquéllos que comparten una estructura cognitiva similar.

En este contexto surge la siguiente cuestión: ¿de qué manera es posible aproximarse a la tentativa de objetividad —olvidada ya— dentro del espectro de la crítica? Probablemente, una pregunta a la que todo texto crítico debería responder es: ¿para quién se ha escrito la obra?, ya que, a priori, parece objetivamente reconocible el lector implícito de un texto. A qué estadio anímico e intelectual responde o qué bagaje reclama la obra, son preguntas indispensables para convertir, no sólo ya en ligeramente objetivo sino también en eficiente, un texto crítico. De esta manera, cualquier “lector profesional” mínimamente lúcido que, por ejemplo, denostara de la desmesurada expresividad en la poesía de Ginsberg, hallaría utilidad en su crítica proyectándola hacia quienes son o fueron elementos marginados en las democracias tan heterogéneas y cuestionables como la estadounidense. Igualmente, no es de sentido común que la llamada “literatura para escritores”, como la del Ulises de Joyce, sea impuesta por la crítica ante la totalidad de grupos sociales.

Un ejemplo de lo que, a mi juicio, significa una crítica erróneamente proyectada, se halla en el texto que Martín Schiflino dedica en el número 127-128 de Revista de Libros a los libros póstumos de Roberto Bolaño —La universidad desconocida y El secreto del mal—:

“Bolaño llegó a ser un gran escritor del fracaso, pero en sus comienzos españoles no fue un buen escritor fracasado. Más allá de cómo la oscuridad, el exilio o la falta de recursos lo afectaran personalmente, el problema estriba en que estas carencias aparecen reflejadas en una poética de lo banal que no se eleva sobre aquello que describe. Considérense estos versos: ‘Es de noche y estoy en la zona alta / de Barcelona y ya he bebido / más de tres cafés con leche’. O: ‘Escucho a Barney Kessel / y fumo fumo fumo y tomo té / e intento prepararme unas tostadas’. ¿Qué son sino un simple registro del aburrimiento?”.

Efectivamente, los versos de Bolaño no ensalzan el aburrimiento como valor sublime, ¿pero por qué habrían de hacerlo? A diferencia de Baudelaire, Bolaño no registra el esplín desde lo sublime sino desde el propio esplín. Y es precisamente por ello que Baudelaire debe ser leído desde una actitud sublime mientras que a este Bolaño, al Bolaño de finales de los 70 y principios de los 80, se debe leer desde el propio esplín —aunque Schifino recomiende, con más o menos discreción, no leerlo.