Letras
En el andén de Valby

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Lo que escribo a continuación me lo contó un amigo, Henrik Clausen.

Cuando lo conocí sus ojos chiquitos y acuosos me transmitieron curiosidad. Detrás de aquella mirada tenía que haber o bien un hombre sin nada que mostrar o uno con mucho que ocultar.

Un día de comienzos de febrero, cuando cayó la noche temprana, fuimos juntos hasta el barrio libre de Christiania. Luego de muchas cervezas y un par de porros me narró una historia que, según afirmó, le había ocurrido a un amigo de él, treinta años antes. Se trataba, como en el caso del mismo Henrik, de un chico llegado a Copenhague procedente de un pueblo perdido en los confines de la península de Jutlandia.

Una tarde gris de domingo de 1972, el muchacho en cuestión se montó al tren en la estación de København H. Se sentó y mantuvo la mirada fija en el cristal, viéndose a sí mismo reflejado en el vidrio, con el flequillo hacia un lado y los ojos claros y diminutos.

Dicen que ha muerto el rey, oyó que alguien le susurraba cerca del oído, pero no prestó atención.

Un gran dolor lo apenaba tanto que no ha podido seguir viviendo, volvió a insistir la misma vocecita aguda y susurrante.

Miró hacia la izquierda y una mujer pequeña y totalmente calva, vestida de negro, lo observaba.

¿De qué me habla, señora?, le preguntó el amigo de Henrik.

Ella abrió los ojos, como si le estuviese preguntando una obviedad, algo conocido por todos. Sacudió reiteradas veces la cabeza, sin comprender la estúpida pregunta del otro y se volteó hacia el pasillo, evidentemente molesta.

El tren se detuvo en la estación de Enghave. Descendieron dos chicas con sus bicicletas. En la siguiente parada debía bajarse el amigo de Henrik.

Se puso de pie y se aferró al caño de hierro.

Tenga cuidado, los secretos de la Corte danesa son muchos y no faltan los peligrosos. La mujer se había puesto de pie a su lado y le hablaba de puntillas, acercándose tanto como podía a su oreja.

Las puertas se abrieron. El joven sintió el aire helado que corría y se dejó envolver con su abrazo. Respiró hondo y continuó la marcha hasta el final del andén. No había nadie allí, las taquillas ya habían cerrado al igual que el estanco. Volteó la cabeza hacia atrás, sentía que el corazón le palpitaba a mucha velocidad. Y las piernas le temblaban de miedo. Con las manos quitó el hielo acumulado en un banco y esperó sentado, contemplando las vías que se perdían en la niebla y el portal de su piso, que se hallaba cruzando la calle. Trató de serenarse, de calmar la taquicardia.

Sintió las manos agarrotadas y se las llevó a los bolsillos.

La imagen en sombra de la misma cabeza calva se fue acercando con lentitud y le heló el cuerpo. Se dio vuelta y allí estaba, mirándole directamente a los ojos celestes y pequeños.

No tema, pero cuídese.

Usted, ¿quién es?

La mujer se limitó a sonreír. Una sonrisa que se fue apagando hasta desaparecer.

La noche de Valby olía agridulce.

El amigo de Henrik cruzó la calle y entró en su casa. Subió las escaleras y se asomó a la ventana. Miró hacia el andén de la estación. La mujer del tren estaba tendida en el suelo junto al banco del andén y debajo del reflector de luz, con el cuerpo yaciendo sobre una mancha oscura.

El muchacho se llevó una mano al pecho con el puño cerrado y se miró la otra mano, que empuñaba una navaja. Tenía los dedos moteados y el abrigo salpicado de puntos rojos.

Henrik Clausen pidió otra cerveza y enmudeció para el resto de la noche. Tenía unos cincuenta años, más papada blanda, menos pelos y los mismos ojos pequeños y acuosos que durante mucho tiempo me habían intrigado.