Letras
Epitafio

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Desde el lecho del hospital, el poeta llama a la enfermera. No hay en la sonrisa de ésta ningún ingrediente de los que adornaron los labios de las enamoradas y de las admiradoras, porque no quedan versos ni escenas: aquí no es el gran autor, nadie lo conoce. Es un paciente más y ella es la que manda. ¿Qué palabra haría valer los privilegios de quien fue amo y maestro de palabras? Los lomos de libros donde su nombre estuvo escrito en hoja de oro y los carteles donde en letras grandes deslumbraba su autoría forman parte de un universo que allí nunca ha existido. Un paciente más, un paciente terminal como ellos dicen, al que se le da lo justo para que muera con justicia.

¿Valdría una escena de sainete al menos? Un escándalo de estertores fingidos que convirtiera a los otros enfermos en público y que hiciera correr a los internos por los pasillos: ¡se nos muere, corran..! Aquí se mueren a cada minuto y todos saben que correr no alcanza.

El poeta bebe un sorbo del agua con el que traga la pastilla. “Despierte el alma dormida, avive el seso y recuerde...”. ¿Se le permitirá una última elegía? Para sí mismo esta vez, sí, una despedida digna al menos. Sólo que las manos no responden, sólo que el único papel es el higiénico, sólo que la lengua está atrapada entre dos tubos de plástico. “Lo que pienso, eso me pertenece. No importa que no haya público ni lector, haré poesía para mí mismo”, piensa mientras por la aguja se introduce en la sangre, lentamente, la morfina.

“Lo que sueño... eso... nunca me ha pertenecido...”, alcanza a pensar antes de dormirse.

“Yo soy la que manda” dicen en silencio los labios de la enfermera mientras su figura se convierte en la de un águila posada en su hombro que lo observa con un solo ojo y con el pico reluciente como una navaja. ¿Qué esperas, que no vienes a volar conmigo? Soy tu amada... ¿recuerdas? Llevo aquí toda la vida esperando por ti. Ha llegado el momento.

“Una sola palabra al menos, replica el poeta, concédeme eso”. Sí, responde el águila, estaba previsto. Un minuto y un solo verso.

 

2

Despierta el poeta y sabe ya que es el último día. La palabra ha logrado escapar antes de la caída del telón del sueño: “Previsto. ¿He sido tan previsto?”. Previsto es previsible, ay de mí, yo que alardeaba de original. Pero previsto también puede significar deseado; los niños que se buscan y se aguardan con las colchitas rosas y azules de la cunas. Previsto, visto antes de que ocurra. Ocurrir y ocurrirse, como se me ocurrían las ideas de las comedias. ¿Eras tú quien las susurraba desde mi hombro?

¿Eres la que llamaba yo Musa? ¿O eres mi duende? ¿Vienes de arriba o de abajo... o vienes en diagonal, como los esquivos ángeles? Vamos, descúbrete... quién eres...

“Esquiva es más bien la musa y de arriba baja el ángel”, corrige el editor. “Con la enfermedad tu estilo flaquea... hace tanto que no escribes nada bueno...”.

Y no escribirá ya nada, responde la voz; no al menos para ti.

La mujer de ojos del color de la lavanda ha hecho su entrada en la sala y la escena es digna de la mejor de las tragedias.

“¡Deux ex machina! ¿Es Atenea? ¿Duermo o ya estoy muerto?”.

 

3

Nadie sabe a ciencia cierta cómo encontró el modo de transmitir a la médico jefe lo que ahora está inscrito sobre su lápida. Ella no ha dado ninguna declaración al respecto, pero se amparó en un artículo olvidado del reglamento para ejercer el derecho que se otorga al director de servicio cuando los pacientes no tienen familiares ni amigos y se puso de acuerdo con los sepultureros antes de que el sudoroso empleado de la asociación de escritores llegara con su maletín.

“No olvidamos a los nuestros...”, comenzaba el pequeño discurso que un escribiente había preparado esa mañana para que se leyera en el pequeño funeral que el sindicato ofrecía por ley y con cuyos costos se descontaban impuestos. El obituario estaba incluido en el servicio y la corta esquela de 2x2 apareció en un diario de provincia.

“Viene una que otra vieja amante y a veces los hijos del editor, o algún librero”, le había comentado su superior cuando le dio las instrucciones. “Tú sólo haces acto de presencia y, llegado el caso, lees el texto”.

Llevaba apenas una semana en el cargo y no conocía nada del escritor muerto, pero aquel era un trabajo como cualquier otro y la tarea no parecía difícil. Cuando se acercó al lugar donde se reunían las cuatro personas vestidas de negro se ajustó la corbata y bajó la vista.

El capellán susurraba casi de memoria el salmo previsto mientras todas las miradas se dirigían hacia abajo. El empleado recordó el funeral de su abuelo, un viejo abogado que lo sentaba en sus rodillas y le decía siempre: “La ley y la justicia no son la misma cosa, Francisco, tú recuerda eso y serás un buen abogado”. Francisco no había terminado la carrera que nunca hubiera iniciado si su padre y su abuelo no hubiesen tenido todo listo desde antes de que terminara la primaria. Sintió un gran alivio cuando el abuelo murió, ya que su padre había desaparecido en combate un año antes; el viejo era el único depositario de aquella forma fingida de la fatalidad. “Es por eso que la escena me parece familiar, no es un déjà vu”, se dijo mientras terminaban de pronunciarse las frases litúrgicas... polvo eres... “Polvo en el viento”, había escrito Castaneda para poner en labios de Don Juan... “Extraña manera de continuar con el Don Juan eterno, ahora convertido en mago tribal...”, comentaba su madre, “la artista de la familia” como le gustaba decir a su abuelo, mientras tarareaba el Don Giovanni de Mozart. No supo nunca por qué ese recuerdo lo llevó al otro del capítulo final de El lobo estepario de Hesse.

El capellán había levantado la mirada y ahora todos parecían observarlo a él. Se dio cuenta con pánico de que le tocaba entrar en escena y recordó con alivio el papelito que había estado estrujando entre los dedos transpirados sin darse cuenta. Lo había aprendido de memoria en el tren, pero supo de inmediato que sería inútil intentar recordarlo y que las manos le temblarían si trataba de leerlo.

Miró hacia arriba en un gesto que a los otros pudo parecer piadoso y observó un pájaro que cruzaba el cielo. Fue entonces cuando se le ocurrió la idea que más tarde sería el leitmotiv de su primera novela, la que haría de él un escritor conocido y comentado. En aquel momento, sin embargo, sólo pudo tartamudear con aspecto sonrojado:

“Amigos y amigas, en nombre de la comunidad literaria, en la que el difunto ocupaba y ocupa ahora para siempre un lugar tan encumbrado, quiero decirles...”.

Los dolientes esperaban que concluyera, porque hacía frío y el horario del tren no permitía improvisaciones. La anciana de los ojos claros golpeó con su bastón el suelo y él cruzó una mirada con ella; los ojos de azul acero parecían brillar como un puñal. Al desviar la vista se topó con la lápida que nadie había tomado en cuenta, porque estaba tumbada con un pedazo de trapo encima y la pala del obrero que había ido a comer mientras llegaba su turno de colocarla. Se acercó, corrió el trapo con un pie y leyó la inscripción.

“Nadie mejor que él mismo para decir la última palabra”, balbuceó.

Entonces todos rodearon el pedazo de piedra y leyeron.

“No lloréis por mí, porque yo me estoy riendo de vosotros”.

Así lo relató Francisco mucho más tarde. Pero nunca contó toda la verdad: pensó que era demasiado inquietante.