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Poeterías
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Juan Rulfo

Cuenta Bryce Echenique que un día hacía una fiesta en su casa de París. Uno de los invitados habituales era el escritor Juan Rulfo. Por su timidez, Rulfo siempre quería pasar inadvertido, pero no podía. Para colmo de males una funcionaría trepadora se le pegó esa noche como un chicle. Rulfo no sabía qué hacer para quitársela de encima. Consultó entonces a Bryce.

—A la próxima pregunta respóndale con una pesadez —fue la recomendación de Bryce.

Así hizo.

La señora se le acercó de nuevo y con cara de culta preguntó al maestro mexicano que si ya se había leído El capital, de Carlos Marx. Y ahí fue que llegó la oportunidad esperada por Rulfo.

—No, pero vi la película —fue la respuesta del escritor.

La señora no se le volvió a acercar durante toda la noche.

 

Arguedas

Nunca he visto mayor dolor que el del escritor peruano José María Arguedas. Todos sabían que se iba a suicidar, pero no podían evitarlo. Un día unos amigos cercanos se atrevieron a conversar sobre el tema.

—¿Arguedas, qué hacemos para que no te mates? —preguntaron los amigos.

Y Arguedas respondió con —posiblemente— la más triste de las frases en lengua castellana:

—Eviten la llegada de los españoles.

 

Gallegos y Carlos Augusto León

Un día, siendo Rómulo Gallegos presidente de Venezuela, el autor de Doña Bárbara llamó al poeta Carlos Augusto León para confesarle algo y pedirle un favor. Por esos días el escritor norteamericano William Faulkner había ganado el Premio Nobel de Literatura y prometía venir a Venezuela. Gallegos estaba muy apenado porque, siendo él también escritor, no había leído nada de Faulkner. Llamó entonces a Carlos Augusto.

—Carlos Augusto, tú no tendrás por ahí algo de Faulkner, quien parece que va a venir por ahí en estos días, y yo no he leído nada de él.

El poeta Carlos Augusto, comunista y sin complejos, le respondió al otro lado del teléfono.

—¿Y tú crees que él haya leído algo tuyo?

 

Leonardo Gustavo Ruiz

Leonardo Gustavo Ruiz se dio cuenta de que estaba un poco gordo un día que necesitó tomar un taxi. Se dirigió a la avenida y llamó al primero que vio. Se trataba de uno de esos taxis blancos, pequeñitos.

El chofer miró a aquel hombrón, lo recorrió de arriba a abajo y se negó a llevarlo.

—Disculpe, señor, yo no hago mudanzas.

 

Harold Alvarado Tenorio

El poeta colombiano Harold Alvarado Tenorio dictaba un día una conferencia sobre la poesía. Miró el auditórium y observó que la concurrencia era escasa. Apenas unas veinte personas desperdigadas por toda la sala. Con resignación agradeció a los pocos presentes. Dijo que posiblemente se debía a un problema de convocatoria. Y se lanzó con la conferencia.

Al cuarto de hora se levantaron unas diez personas y se fueron. Alarmado, y tratando de que no se le fuera nadie más, estimuló a la concurrencia diciendo que el tema era difícil. Se requería de esfuerzo, de inteligencia, de voluntad. Dijo como excusa que la poesía no era para todo el mundo. Luego salpicó su charla con citas bíblicas como: “Son muchos los llamados y pocos los escogidos”, y otras.

Sin embargo, a los cinco minutos se fueron otras personas. Desesperado, el poeta ya estaba olvidando hasta el tema de la conferencia, por estar pendiente del público.

Cinco minutos más y sólo quedó una persona que estaba en el último puesto de la sala. Harold no se amilanó. Se dirigió al único presente y le dijo:

—Por lo menos hay alguien que conoce de esta vaina. Hermano, dígame quién es usted.

A lo que el señor respondió:

—Pues la verdad es que yo no entiendo nada de lo que usted está diciendo, pero no me puedo ir porque soy el portero y estoy esperando que usted termine para cerrar.

 

Iris Tocuyo

La poeta Iris Tocuyo, quien armoniza muy bien la poesía erótica con la poesía infantil, un día se quedó sin aliento al escuchar hablar a algunos de sus familiares.

Uno de ellos preguntaba, sorprendido, a la madre de Iris:

—¿De dónde le habrá salido a Iris esa vena artística? Desde chiquitica era así. En la escuela le gustaban los actos culturales, las obras de teatro, y ahora, miren, la gran poeta que es. ¿Será de ti?

La madre de Iris inmediatamente se defendió:

—De mí no será. Yo he trabajado siempre.

 

Juan Félix Sánchez

Tirso Meléndez le había ofrecido un perrito a Juan Félix Sánchez. Pasaba el tiempo pero el perrito no llegaba. Un día, en broma, Juan Félix preguntó a Tirso por el perro. Tirso le dijo que no se preocupara, que ya la perra había parido y que muy pronto tendría al cachorro.

Efectivamente, a los días llegó un niño a la hacienda El Tisure con un perrito y una nota de Tirso.

La nota decía: “Juan Félix, ahí le envío el perro prometido. Saludos. Tirso”.

Epifanía, la esposa de Juan Félix, se acercó para ver al cachorro, y preguntó:

—¿Qué nombre le pondremos?

Juan Félix se sorprendió ante la pregunta.

—Cómo que qué nombre. Pues Prometido, eso es lo que manda a decir Tirso.

Y así se quedó. Prometido.

Prometido duró como 18 años. Cuando Prometido murió buscaron otro perrito porque se habían encariñado con el animal. Ahora fue Juan Félix quien preguntó a Epifanía:

—Ya que Prometido se murió, ¿qué nombre le pondremos a este perrito?

Epifanía no dudó:

—Pongámosle lo mismo.

Y así le pusieron: Lo Mismo.

 

El loco de Pregonero

Cuenta el poeta Antonio Mora que en Pregonero había un loco, como en todos los pueblos. En una oportunidad nadie supo de él por varios días, así que los vecinos del pueblo lo dieron por perdido. Organizaron varios grupos de voluntarios y salieron en su búsqueda.

Un campesino vio al loco de lo más tranquilo caminando por el campo y le informó que en el pueblo lo creían perdido y que lo andaban buscando.

El loco empezó a rezar de inmediato:

—¡Virgen del Carmen, que yo aparezca, que yo aparezca!

 

Carlos Yusti

Una periodista le pregunta al escritor Carlos Yusti:

—¿A usted, cómo le gusta el sexo?

Y el poeta le responde sin titubeos:

—Oral y por escrito.

 

El embajador

David llamó como a las ocho. El bar estaba ruidoso a pesar de que a esa hora todavía no hay muchos clientes. Gustavo salió del bar para atender la llamada. No podía creer lo que le estaban ofreciendo del otro lado de la línea. Regresó al bar, se sentó de nuevo con sus amigos y estuvo silencioso por un rato. No sabía qué hacer. Finalmente no aguantó la tentación y decidió contar lo que le acababan de proponer.

—Me acaban de preguntar que si quiero ser embajador en Birmania. Yo no sé ni dónde queda, pero dije que sí.

Los amigos no cabían en su asombro. Cuando al fin uno de ellos pudo reaccionar lo hizo para celebrar.

—Una ronda para la mesa del embajador.

Los brindis empezaron a llegar ahora desde todas las mesas. Unas muchachas que durante la noche habían permanecido indiferentes asomaron tímidas sonrisas. La mesa empezó a crecer, hubo que poner nuevas sillas.

Pasaron varias horas y en el bar no se hablaba de otra cosa. Todo el que llegaba se enteraba inmediatamente. Algunos incluso lo felicitaban sin conocerlo. Gustavo agradecía y saludaba como un candidato en elecciones.

Ya, a punto de cerrar, en la mesa del futuro embajador se hablaba de convenios. Uno pedía ser agregado cultural o de negocios. Otro pidió ser agregado militar argumentando que era el único de la mesa que había ido al cuartel. Otro se conformaba con ser chofer o jardinero.

El embajador anotaba minuciosamente los compromisos adquiridos. Daba consejos de cómo debían comportarse. A uno le pidió que se fuera con toda la familia, a otro que debía seguir estudiando, a otro que aprendiera idiomas, que no fueran mano suelta con el dinero. Los detalles son del diablo. Al salir del bar no había una persona de la mesa que se hubiera quedado sin trabajo en la lejanísima embajada.

A la mañana siguiente, Gustavo buscó en un mapa dónde quedaba Birmania. Luego se metió en Internet y se enteró un poco de la historia, personajes famosos, escritores, deportistas y hasta de la gastronomía. Le emocionó saber que el mismísimo Neruda había sido cónsul allí. Eso podía ser una buena señal.

Pasaron los días y David no llamaba para confirmar. Los nervios atacaron al embajador. Dejó de dormir, comía poco, gastaba parte de sus reservas económicas llamando a un celular que nunca respondía.

Al cabo de varios meses, Gustavo se convenció por fin de que no lo volverían a llamar. Regresó al bar y se reunió de nuevo con los amigos. Durante un tiempo le jugaban algunas bromas pero luego hubo un consenso para no herirlo más.

Sin embargo, siempre que llegaba, no faltaba alguien que en voz baja comentara: “Llegó el embajador”.

 

Pedro Salima

Cuenta Pedro Salima que la Asociación de Escritores de Margarita tuvo que tomar un día una difícil decisión. Había que elegir la nueva Junta Directiva y entre los propuestos había una persona de quien no se tenía conocimiento que fuera escritor, pero el personaje tenía una licorería que compartía generosamente con los escritores.

Alguien objetó:

—Cómo lo vamos a meter en la Directiva si él no escribe nada.

Los demás escritores salieron en su defensa:

—No importa, no importa. Nosotros le escribimos.

 

El sistema métrico de Domingo Miliani

Contaba Miliani que cuando su padre se enteró que iba a estudiar literatura no estuvo de acuerdo. El padre era constructor y deseaba que Domingo fuera ingeniero civil.

—¿Literatura? —le preguntó—. ¿Qué es eso? Yo siempre dije que usted no iba a servir para nada.

Años más tarde, ya graduado Domingo, el padre le volvió a preguntar que para qué servían sus estudios. Domingo le respondió amorosamente:

—Para nada, viejo. De no servir para nada, también se hace una profesión. Es una cuestión de sistema métrico. Usted mide el mundo en metros cúbicos de concreto. Yo aprendí a medirlo en versos. Ninguno de los dos es mejor. Sólo que son sistemas métricos diferentes.