Letras
En las playas doradas del Beni...

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El extranjero de barba entrecana está echado en la hamaca, en la vera del río y a la sombra de los siringales, meciéndose suavemente, mientras su salón calibre 22 descansa en sus brazos nervudos. Mira hacia el río de manera soñadora y curiosa, esperando ver aparecer la cabeza de un jochi, tatú, u otro animal de monte que le sirva de desayuno. Las aguas lechosas transcurren mostrando el ondular de su oleaje y de vez en cuando exhiben triunfantes algún tronco arrastrado de algún turbión ya amainado aguas arriba. En los siringales y demás árboles se ve el baile bullanguero y saltarín de los monos manechis y demás simios montaraces, y se escucha su ulular y chillar entremezclado con los gritos graves y/o agudos de las grullas, pavitas, loros, y aves del monte. Ese ruido ensordecedor se escucha todas las mañanas, comenzando a las 05 y media, cuando el monte amazónico comienza a teñirse de rojo anunciando que el sol nuevamente bañará toda esa selva y que es hora de comenzar a ganar el sustento del día. El aire comienza a ponerse espeso por la humedad y los mosquitos y marigüíes comienzan a llenarse de la sangre de los brazos, torsos, piernas y cualquier pedazo de piel descubierto.

Serena y resignadamente piensa en el mundo que dejó atrás. En la amada, en sus hijos, en todo lo vivido. La hamaca acuna sus recuerdos y ayuda a perfilar sus sueños. Lo único que enturbia su ensoñación es la picada fuerte de un marigüí que lo obliga a abofetearse en la parte afectada. O el llamado cercano, largo y lúgubre de alguna pavita mutún que bien podría adornar su mesa en esa mañana... pero no la ubica en la densa y poblada población arbórea.

A unos 30 metros, en el río, los hijos de María Tujuré se bañan, jugando a lanzarse agua en las caras, zambulléndose en las oscuras y lechosas ondas apareciendo metros más allá para gritar llamando la atención de los demás. Son niños y están jugando. Al frente, en la banda del río, descansa un caimán de tamaño mediano tratando de captar y acumular el máximo de calor de un sol que aún no termina de despertar y que todavía se siente frío. Más allá, en el vado, se adivinan las pirañas por las ondas dispersas en la superficie y por los chapoteos ocasionales. Todo está normal.

El extranjero, maduro y robusto, mira todo ese entorno y trata de recordar cómo es que llegó allí. Lo trajo la aventura, lo desconocido, el querer abandonar un mundo que lo apresaba cada vez más en sus cadenas superficiales, o lo empujó el querer escapar de un amor que se tornó imposible. Realmente no lo sabe ni lo recuerda. A estas alturas, ya los motivos fueron olvidados, se los llevó el río y se los engulló la selva. Ya las caras en su mente están cada vez más desdibujadas. Ya el olvido comienza a tender su manto, incluso en el rostro de la amada. Solamente quisiera... ¡espera! Acaba de aparecer la cara puntiaguda de una londra en la ladera de tierra del río. El extranjero apunta cuidadosamente. El disparo sonó seco y por un momento la bullanguería animal se detuvo, para proseguir indiferente momentos después. La londra es un bello animal, su carne es muy sabrosa. Ya está ganado el día. Es hora de moverse e ir a dirigir la siringa y los recuerdos quedan nuevamente guardados en las gavetas del corazón. La hamaca queda sola, esta vez meciéndose por la brisa matinal que comienza a levantarse. Los niños siguen jugando.