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Adivina adivinador

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Adivino que la vida en su infinita sabiduría nos obliga a la soledad reflexiva en una especie de preparación a nuestro inevitable ocaso. Es lo que pienso mientras marco el compás de las horas con el rechinar de esta mecedora, mientras observo el ir y venir de cientos de rostros ensimismados. Pero ya no me perturbo con las absurdas pretensiones de que la gente y el mundo sean como a mí me gusta, ahora simplemente observo y acepto el flujo natural de todo cuanto acontece ante mi vista. Si esta actitud me hubiese acompañado tiempo atrás, cuando contaba con participación activa dentro del gran drama de lo que llamaba “mi vida”. Pero bueno, el ahora es territorio del presente y a éste me suscribo.

Adivino que Lenita cree que me complace el estar acá en pleno salón principal de cara al balcón y de puertas abiertas como colocado en escaparate de feria. Antes me molestaban las miradas curiosas e indiscretas de los niños; ahora las prefiero a esas otras, miradas de adultos mezcla entre indiferencia y terror. Los niños son sinceros, mientras que esos pendejos tienen pintado en la frente el mismo miedo a la vejez y a la soledad que cargué yo durante tantos años. Por eso los que saben que al llegar justo al frente se toparán con mi silueta juegan a que van de prisa y que yo pretenda que no se han dado cuenta de mi presencia. Entonces se me espantan los deseos de poder hablar y decirle a Lenita que con el asunto de la sentada, no acierta. Que mejor me siente atrás, en el jardín, bajo algún árbol frondoso donde escucho los pajaritos y observo las lagartijas. Allí donde puedo escuchar el sonido del agua en la fuente y el aire es ligero y me oxigena el cuerpo y la mente. Pero no hay de otra, debe ser mi última misión hacer de conciencia a cada transeúnte. Tal vez aquí sentado como monigote reflexiono yo y los hago reflexionar a ellos y así voy expiando algún pecado o saldando algún karma, total, ya ni siquiera eso me interesa. Pero prefiero pensar eso antes de creer que todo esto ocurre por simple capricho de la Lena.

En un tiempo me entretuve adivinando qué tipo de sentimientos podía generar en cada uno de ellos; lástima, burla, generosidad. Pero no era tan sencillo mi pasatiempo de adivinador porque a la mayoría los miraba de perfil y no de frente. Tenía que emplear un poco de conocimiento, experiencia, y por supuesto, una gran dosis de imaginación; pero a la larga concluía que todo cuanto intuía no era más que una mera proyección mía. Entonces me deprimía y gritaba a Lenita tan fuerte como podía para que viniese a socorrerme de las garras de mis revelaciones, del monstruo de mi verdad. Asumo que por telepatía ella llegaba con la excusa de que me tocaba el baño o la comida, me limpiaba las babas, me secaba el sudor y con esa voz chillona que tiene me preguntaba, como queriendo adivinar, que por qué estaba tan azorado, que si había visto un muerto. Y sí, siempre acertaba la contrallada Lena, había visto un muerto, me había visto a mí, muerto en el rostro de todos los que me pasaban de frente jugando a la indiferencia dentro del drama actual que insisto en llamar mi vida.