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Crónica de un diagnóstico

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Miguel Ángel Santos salió del laboratorio de análisis clínicos taladrado por una aguda intriga. Obviamente, hasta no saber a ciencia cierta qué decía el veredicto dentro del sobre, era inútil exteriorizar cualquier clase de sentimientos. El disimulo. Eso era, había que disimular las mil conjeturas que se entretejían en su cerebro; aunque la razón titubeara entre el bien y el mal con imperceptibles posibilidades de éxito. Era el segundo intento. Pero valía la pena. Siempre hay lugar para el error y Miguel Ángel suplicó por uno para él.

Se abrió camino entre el gentío que atiborraba las calles de la ciudad a esa hora, pasado el medio día, pleno centro. Sólo veía bultos que se desplazaban. No tenían rostros, colores ni expresiones. Eran él y su destino. Aprisionaba entre sus manos el sobre aún cerrado que le entregara la recepcionista del sanatorio. Lo aprisionaba; dedos como garfios, prolongaciones de un deseo asesino de querer pulverizar la evidencia, ¿también asesina? Lo miró con ojos enemigos y percibió, al contacto con su mano, palpitaciones premonitorias, latidos del ocaso, reloj del último tic-tac. Le pareció que respiraba arriba, en la garganta. No le bajaba el aire al pecho ni a los pulmones. Lo tenía ahí, arriba. Como si tuviera miedo de proyectar el desánimo al resto de su asustada anatomía.

No quiso abordar ningún taxi, ni micro, ni subte, ni nada que acortara distancias. Lo esperaban, pero él no quería llegar. Necesitaba borrarse entre la multitud, confundirse, mimetizarse. Desaparecer. ¿Acaso no era dueño de faltar a la cita? Una cita con su médico, nada más y nada menos. ¿Acaso no era dueño de arrojar el maldito sobre por la alcantarilla que le bailaba ante sus ojos invitándolo a deshacerse de él? Se detuvo ante el enrejado de hierro bajo sus pies y miró el fondo negro. Sus ojos no hallaron el fin. Todo era negro. La nada. Si él arrojaba el sobre por la rejilla, desaparecería, y con él, el problema. ¡Qué fácil! Solucionar los dramas de la vida tirándolos por una alcantarilla.

—¡Movete, imbécil! —gritó un joven desde la ventanilla de su auto—. ¿No ves que quiero estacionar?

Miguel Ángel dio un salto y se puso a resguardo. “¿Qué más da?, ¡que me estacione encima!”, pensó. Continuó su camino hacia ninguna parte y releyó la cara del sobre inconscientemente:

Señor: Miguel Ángel Santos

De pronto su nombre le pareció extraño. Como si fuera la primera vez que se encontraba con él, que tropezaba con algo desconocido. Es más, le pareció cruel. Muy cruel. ¡Llamarse “Ángel y Santos” al mismo tiempo y soportar el peso de la condena a su edad y sin ninguna consideración! Tenía un compañero en la facultad cuyo impúdico nombre era Martín D’Uro de la Verga, que gozaba de excelente salud y mejores concesiones del destino. ¡Ironías!

Se sorprendió de sí mismo obsesionado en este extraño cuestionamiento de nombres, tan fuera de lugar, tan alejado de su ansiedad, tan ajeno a la circunstancia que estaba viviendo. Escapismo, pensó. Cualquier pretexto era bueno para poner distancia del dolor.

Una joven que avanzaba entretenida observando al payaso que repartía volantes en la vereda, pasó a su lado embistiéndolo con el hombro. La bolsa que llevaba en la mano rodó por el suelo. Miguel Ángel reaccionó como si bajara de la nube en la que estaba flotando.

—Disculpame... no te vi —al tiempo que ambos se agachaban a recoger la bolsa.

—No, perdoname vos. Yo iba distraída —no alcanzó a terminar la frase cuando su magro cuerpo se tambaleó apoyándose en el joven.

—¿Qué tenés? ¿Qué te pasa? —tartamudeó él sujetándola de la cintura.

—Ya pasó. Fue sólo un mareo... gracias.

La chica se recompuso e intentó continuar.

—No, esperá. Vos no estás bien —dijo Miguel Ángel. Recién descubría la terrible palidez en el rostro de la joven, apenas una adolescente. Dejame que te acompañe.

—No te molestés. Gracias.

—Hay un café en la esquina. Vamos, de verdad te veo mal —la chica no se rehusó.

—Está bien. Acepto porque me siento un poco mareada.

Entraron en la confitería y, sentados junto a la ventana, pidieron un par de cortados y permanecieron en silencio por unos minutos. En realidad poco y nada tenían que decirse. De pronto, Miguel Ángel comprobó que, por un momento, se había desprendido de su problema. Desprendido... era sólo una manera de relativizarlo. En realidad, allí seguía estando. Pegado a su mano, quemándole la sangre. Le hablaba a la chica espiando el sobre con el veredicto en su interior. ¿Lo ignoraba? Imposible. Era sólo una tregua. Por algo se había cruzado con la joven. Sí, para tomar distancia del homicida. Miguel Ángel tenía pendiente una pulseada mortal con el destino.

—¿Cómo te llamás?

—Cecilia. ¿Y vos?

—Miguel Ángel.

—Bueno, gracias por ocuparte de mí. Pero ya estoy mejor. ¡Qué vergüenza..! Perdoname. Nunca me pasó esto... de caerme en la calle.

—Tranquila, no hay problema. Se diría que no comiste nada. ¿Hay algo de eso? —preguntó con el interés repartido entre la chica y el sobre.

—Bueno, más o menos. Lo que pasa es que me presenté para un casting en una agencia de modelos y no quería tener pancita. Ya me rechazaron en la prueba anterior. Así que me vine con un jugo nada más.

—¡Las mujeres..! Son capaces de suicidarse por unos kilos de menos. ¿Te pido un sándwich? Dale, te va a venir bien.

—¡No, no! Gracias. Ahora llego a casa y me preparo una buena comida. Pero vos, supongo que ibas a algún lado, tendrás algo que hacer, ¿o no?

—En realidad, iba a algún lado pero con muy pocas ganas.

—¡Ah!, Entonces te libero, así hacés lo tuyo —se puso de pie como para marcharse, alisándose la minúscula falda de cuero que dibujaba sus caderas estrechas.

—¡No, esperá! Terminá tu café. ¿Me acompañás con un tostado?

—Bueno. Está bien, ya que insistís. De todas maneras, tengo un viaje hasta casa.

—¿Dónde vivís? —dijo él demostrando un interés que no estaba seguro de sentir.

—En La Plata.

—¡Ah! Sí que tenés un viaje. Pensé que eras de por aquí, de Barrio Norte.

—¿Qué te hace pensar que soy de Barrio Norte? —preguntó entre graciosa e intrigada.

—Qué sé yo, tu aspecto... típica chica porteña. Mi mejor amigo, Esteban, también es de La Plata y somos compañeros en la UBA.

—¿Qué estudiás?

—Abogacía. Estoy cursando cuarto año. ¡Mozo, dos tostados de jamón y queso, por favor! —dijo esto último alzando el brazo para llamar su atención.

En ese instante, Cecilia vio, encima de la mesa, el sobre que acababa de liberar. Leyó el membrete: Laboratorio de Análisis Clínicos.

—Ibas al médico, ¿no?

—Sí. Pero no tiene importancia. Puedo llegar más tarde —y cubrió el sobre con la mano.

Llegar más tarde. Sí, prolongar la agonía, nada más. O no. Quizá era el renacer. El regreso a la esperanza, a la alegría de descubrir que todo fue una burda farsa del destino. Una pesadilla, de aquellas que al despertar, dan por finalizado el tormento.

De hecho, cuando días atrás recibió el sobre con sus primeros análisis, comenzó a abrirlo con la autosuficiencia y el desparpajo de cualquier joven que vive con la certidumbre de que el mal se inventó para cualquiera menos para él. Sin embargo, la contundencia de la realidad lo sacudió: “Positivo”; hormigas rojas en la sangre; escorpiones en la yugular; pirañas en el cerebro; un iceberg en el pecho a punto de estallar. Y aquella sensación de tener los pies en el vacío. Pero el médico le dijo que era preciso luchar por un segundo intento. Felizmente los errores existen. Y Miguel Ángel necesitaba uno para él.

El sobre con el veredicto continuaba asfixiado bajo su mano, palpitando su destino. Ruleta rusa, pensó. La vida o la muerte. Una brisa sopló desde la calle y perforó la melena rubia de Cecilia alborotando su cabello. Recién se fijaba en lo bonita que era. El perfil de belleza de la chica, daba como para modelo. Piernas largas y delgadas que se entrelazaban como algas. Su estilo lánguido y casi felino. La sensualidad de sus gestos. Pelo sedoso, largo, ondeado. Tal vez resultara seleccionada para el modelaje. Y supo que el incidente en la vereda podía haber sido cualquier otro que lo arrebatara de su abstracción. Un perro, un anciano, un paralítico o un niño hubieran logrado el mismo efecto: arrancarlo del tormento. Inconscientemente se aferraba a cualquier factor externo para huir de su pesadilla: postergar, postergar, postergar. Aunque, en definitiva, no era lo mismo chocar con un perro que con una linda chica. Por supuesto que en otras circunstancias el “accidente” con Cecilia hubiera sido un delicioso desafío.

—¡Ey! Te quedaste callado. ¿Algún problema? —cuestionó ella retocándose el maquillaje frente a un espejo de cartera. Delineó sus labios con gracia singular y sacó un cepillo del bolso para peinar sus cabellos. La coquetería era su sello personal.

—Disculpame... no, nada. Sólo pensaba —la miró con ojos negros y sonrisa ajena.

—¿En qué pensabas?

—No sé... en que sos muy linda. Vas a ser una gran modelo, supongo —repuso él.

—Bueno, gracias. Eso, si me seleccionan.

El silencio se instaló de nuevo entre ellos. Miguel Ángel tamborileaba los dedos encima del sobre, la mirada puesta en algún punto indefinido. Quería posponer la preocupación que lo atormentaba para disfrutar de ese instante, pero no podía. Ella, visiblemente aburrida por la falta de diálogo, se entretenía espiando sin disimulo a una parejita que se besuqueaba en la mesa contigua, olvidados del mundo.

En ese instante, el estruendo provocado por el choque de dos vehículos en la esquina de Santa Fe y Riobamba, los trajo a la realidad. Cecilia miró la hora en su reloj pulsera y se inquietó.

—¡Uy! La hora que es. Se hizo re-tarde. Me tengo que ir —dijo poniéndose de pie mientras colgaba el bolso sobre su hombro.

—¡No te vayas, por favor! ¡Tengo miedo! —dijo él casi gritando.

Cecilia se paralizó. Lo miró y, lentamente, suavemente, se volvió a sentar. Tironeó de su breve falda como para cubrir los muslos y apoyó el mentón sobre la palma de su mano. Lo escudriñó con ojos grandes, sonrisa trocada en asombro. Abrió la boca, pero de ella no salía ninguna palabra. Tragó saliva y se recompuso.

—¿De qué tenés miedo, Miguel Ángel? —musitó bajito, casi deletreando, por temor a asustarlo.

Él titubeó, avergonzado. No supo qué decir. Había cometido una necedad y no sabía cómo salir de ella. Entonces eligió el silencio. Escondió la mirada y se recogió en sí mismo. En realidad, no había demasiados caminos para escapar. Ella fue más lista.

—El sobre, ¿no? —dijo señalando la porción del mismo que sobresalía bajo la mano de él. Mano delgada, blanca, se diría que pálida, con tenues venas azuladas que divergían sobre las falanges como la desembocadura de un delta. Un leve temblor, claramente perceptible, denunciaba su descontrol, el miedo, la angustia. Nunca se había sentido tan humillado. Nunca se había sentido tan infeliz.

—Disculpame, no debí ser tan torpe. Ni te conozco y estoy involucrándote en mi vida. O en mi muerte. Pronunció la última frase como si fuera extraída de un texto teatral, provocando el incuestionable efecto de una sentencia. Venciendo la timidez y el pudor que le producía el hecho de sentirse descubierto, tuvo el coraje de mirarla a los ojos sin ocultar su rostro herido. Casi un rasgo de valentía en medio de tanto miedo.

Miguel Ángel se levantó, dejó unos billetes sobre la mesa y, con el sobre pegado a su mano, huyó hacia la calle y se disolvió entre el gentío.